O eso fue lo que clamaron The Refrescos desde una de las abrasadoras azoteas anónimas de la capital, bajo el sol de justicia del verano de 1989. Engalanados con camisetas marineras y entre sombrillas y hamacas, enunciaron a bordo de su barca hinchable el reproche por antonomasia que nuestra querida ciudad arrastra desde su fundación. El hecho de que Madrid no tenga playa no es una derrota fácil de encajar, y es que no han sido pocos los intentos de subsanar la carencia de grandes superficies de agua que eviten que los madrileños desfallezcamos asfixiados durante el periodo estival. Porque no nos engañemos, estanques como el del Retiro o el de la Casa de Campo podrían consolar a algunos cuando el esparcimiento burgués de finales del XIX consistía en dejarse ver disfrutando de las barcas de recreo que estos ofrecían; pero hoy en día por todos es sabido que la idea de playa a la que aspiramos es a la de aquel espacio que nos permite torrarnos al sol y refrescarnos sucesivamente, mientras exhibimos la cotidianeidad de nuestros desentonados cuerpos ligeros de ropa.
Ante esta histórica y desesperada situación, naturalmente, nuestra primera playa fue el río. El Manzanares, oda a la hidrografía de mínimos que gobierna la meseta, fue para muchos —tristemente— su primer chapuzón público. A falta de litoral a la vista, se acudía a sus orillas, toalla en mano, en un ejercicio de peregrinación sin precedentes para conformarse con el insatisfactorio remojo del cuerpo entre sus barros y lodazales. Imaginemos a unos madrileños felices que, entre risas y fiambreras rebosantes de tortilla de patatas, abrazaban la vulgaridad de sus días disfrutando de un día de baño en nuestro exiguo cauce de agua.

Afortunadamente, las alternativas a aquel baño precario y fluvial no tardaron en llegar. Con el artificio de la tecnología hidráulica del momento como aliada, surgieron las primeras piscinas públicas como forma de ocio acuático reglamentado: aguas tratadas, gresites azulados y acceso de pago como reclamo popular. La primera de ellas se dice que fue la de la Cuesta de San Vicente. Inaugurada en 1929 junto a los antiguos baños El Niágara, pronto se convirtió en el lugar de recreo al aire libre por excelencia durante los calurosos veranos en la ciudad. En la década siguiente y, con ciertas semejanzas, se abriría al público la piscina junto al antiguo Hipódromo de la Castellana —conocido como Hipódromo de Madrid antes de la construcción del actual—. En ambas, los madrileños encontraron un lugar de refugio urbano que permitía conjugar horas de exposición solar sin protección con los ahora dignificados chapoteos en sus aguas. La piscina se convirtió en símbolo del progreso y estandarte de la cultura popular veraniega previa a la Guerra Civil.

En ese mismo contexto, el del conformismo hídrico como alternativa a la procesión playera, en 1931 se inauguró la impoluta piscina La Isla, un complejo de unos cinco mil metros cuadrados que se situó junto al Puente del Rey, sobre una formación fluvial de escasa entidad a la que debe su nombre. Éste contaba con piscina olímpica, gimnasio, solárium, zonas de descanso, vestuarios y servicios, todo ello con un cómodo acceso desde la ciudad garantizado por la Compañía del Tranvía, promotora del proyecto. El encargo se le concedió a Luis Gutiérrez Soto, quien, aclamado por su fama alcanzada tras la construcción de los Cines Callao, se inspiró en el racionalismo que plasmó José Goicoa en su Club Náutico de San Sebastián. La pureza geométrica y el funcionalismo de la obra de Gutiérrez Soto ofrecieron un espacio sin precedentes al servicio del ocio y el deporte acuático, convirtiéndose en un auténtico icono de modernidad y aspiración urbana. Eso sí, de carácter privado y reservado en exclusiva a las clases más pudientes.

Sin embargo, el colofón del divertimento estival se produciría justo un año después, con la inauguración de la celebérrima y, por todos deseada, Playa de Madrid. La infraestructura, de nuevo vinculada al tenue cauce de nuestro, en palabras de Quevedo, aprendiz de río, por primera vez representaba aquello que todos entendemos por playa. Con su arena, su orilla, sus tumbonas, sus sombrillas, sus bocatas y la incomodidad de una zona de agua repleta de bañistas, garantizó la algarabía de la sociedad de entonces, esta vez teniendo a bien incluir también a las clases más populares. En sus humildes aguas los madrileños practicaron todo tipo de deportes acuáticos, como el remo, la natación o el salto de trampolín, y otros más de secano como el cortejo veraniego; todo ello gracias a los ochenta mil metros cúbicos de agua que su embalse arrebató al Manzanares.
De iniciativa republicana, esta vez el diseño corrió a cargo del arquitecto Manuel Muñoz Monasterio, conocido autor de la plaza de toros de Las Ventas o del proyecto original del Santiago Bernabéu, quien de nuevo impregnó de racionalismo y limpieza formal la que fue, posiblemente, su obra más ambiciosa. Si bien heredó de Gutiérrez Soto ciertos recursos formales y estilísticos, como la referencia constante al mundo náutico o los remates curvos de sus fachadas —que concedían esa sensación de movimiento y fluidez al conjunto—, también logró proponer una solución que fue, en cualquier caso, innovadora e influyente en aquellos años y en los posteriores para arquitectos venideros, como Alejandro de la Sota.

De modo que sí, frente a la absoluta ausencia que hoy padecemos de masas de agua donde zambullirnos en la capital, durante casi cinco años tan breves como refrescantes Madrid no solamente tuvo playa, sino que además disfrutó de uno de los clubes sociales más exclusivos del país. Pero con la llegada de la Guerra Civil a la villa todo cambió, y los veranos no volvieron a ser los mismos. Durante la contienda, un obús impactó contra las instalaciones de la piscina La Isla y la presa que delimitaba La Playa de Madrid también quedó parcialmente destruida tras el conflicto, poniendo fin al divertimento acuático de los madrileños del primer tercio del siglo pasado.
Tras la guerra, en una tentativa de sofocar el calor de los años siguientes, se intentaron reconstruir tanto las instalaciones de La Playa como las de La Isla, aunque esta última tuvo menos suerte que la primera. El desbordamiento del Manzanares de 1947 —increíble pero cierto— dañó de nuevo las dependencias de la que fue la piscina más célebre de la ciudad, que terminó por cerrar sus puertas de forma definitiva en 1954.
Casualidades de la vida y de esta particular cruzada contra las temperaturas extremas, como si la ciudad fuera conocedora de su inevitable destino, el mismo año que se inundó La Isla, iniciándose su declive y proceso de desmantelamiento, se inauguró la que sería su hermana menor, la afamada Piscina Stella. Ubicada en el extremo opuesto de la ciudad y aún visible desde la M-30 a su paso por Ciudad Lineal, fue el lugar de refugio de la jet set madrileña de la segunda mitad de siglo. Personajes como Xavier Cugat, Antonio Machín, Joaquín Blume, Hércules Cortés e incluso la mítica Ava Gardner desfilaron por sus bordillos y remojaron las canillas en sus aguas cristalinas. El club social contaba con gimnasio, salón de baile, peluquería, bolera, bingo y, por supuesto, un bar en el que disfrutar de su dry martini, siempre corto de vermut. La piscina Stella fue tan rompedora en su época que se dice que fue en su solárium donde aparecieron por vez primera en la capital el bikini, el fenómeno topless y hasta el nudismo integral, convirtiéndose en la metáfora líquida de la modernidad y de la libertad estética durante los años del franquismo.
Su diseño, de nuevo heredero de los tintes racionalistas y marineros de sus predecesoras, corrió a cargo de Fermín Moscoso del Prado Torre, arquitecto mucho menos conocido que al que se encargó su ampliación de 1952, quien terminó por cerrar el círculo del panorama arquitectónico y piscinero madrileño: Luis Gutiérrez Soto.

En cuanto a La Playa, en un elegante ejercicio propagandístico por parte del régimen, se encargó su restauración después de la guerra y reabrió sus puertas el verano de 1952 bajo la firma del Sindicato Vertical, institución que, lejos de defender los derechos laborales de los trabajadores, buscaba ejercer un control social, cultural y laboral sobre la población activa. Para suerte y desgracia de su autor original, Muñoz Monasterio, éste fue elegido de nuevo para rehabilitar su recinto a base de piscinas repletas de tanta agua como personas, pero esta vez bajo unas directrices que lo alejaron de sus ideas iniciales, viéndose obligado a abandonar su modernidad. Las cubiertas de sus pabellones se inclinaron y se revistieron de pizarra, sus volúmenes sencillos adquirieron una monumentalidad casi institucional, su abstracción geométrica se recargó con cornisas y pilastras y su ambición naturalista de playa urbana quedó reducida a un conjunto de piscinas, gradas, trampolines y circuitos deportivos de renovada moralidad.
Aun con sus nuevos tintes neoclasicistas, imperantes durante la dictadura, fue tal el éxito de su reapertura, que en los años siguientes las modificaciones y las ampliaciones del conjunto se sucedieron de forma exponencial. Tanto fue así que el verano de 1956 la entonces ya irreconocible Playa de Madrid —popularmente conocida como “el charco del obrero”— abrió sus puertas bajo su nuevo apodo franquista: el Parque Sindical.
En cambio, para acometer todas las obras que fueron necesarias no se contó esta vez con Monasterio, sino con dos personajes ilustres que llegarían al proyecto para dinamitarlo desde dentro a golpe de revolución estilística: Francisco de Asís Cabrero y Rafael Alburto. Bajo la influencia de movimientos europeos que bebían de la modernidad del momento, como el neorracionalismo italiano, supieron combinar esta nueva funcionalidad con su particular reinterpretación la tradición constructiva española. Esto provocó que algunas de las características principales de su particular estilo, como el uso de la mampostería y el ladrillo o la rotundidad de sus estructuras porticadas, quedaran camufladas bajo una estética que parecía acorde y compatible con la respaldada por el régimen franquista.
Pero nada más lejos de la realidad. Alburto diseñó la puerta del acceso a las instalaciones como una estructura techada, consistente en una gran losa sujeta mediante tres robustos pilares de mampostería de forma prismática ahusada. Una rareza formal que, si bien se alejó completamente la anacronía de la ornamentación institucional, sí conservó cierta monumentalidad, enfatizando el carácter del complejo sin renunciar a una renovada abstracción volumétrica.

Asís Cabrero, por su parte, se encargó del pabellón de vestuarios y servicios, con un lenguaje mucho más técnico y racionalista, destacando el uso de cubiertas planas, estructuras vistas de ladrillo, forja y hormigón, dejando una impronta de absoluta claridad constructiva, que contrastaba fuertemente con la empastada arquitectura neoherreriana del franquismo. Pero, si hubo dos edificios que trasgredieron la estética del régimen hasta el punto de convertirse en verdaderos símbolos del complejo, esos fueron la torre-mirador y el bar.
La primera, de forma troncocónica, estaba recorrida por una escalera helicoidal perimetral y rematada por un mirador que permitía contemplar todo el recinto. De nuevo, una rareza formal que tiene más de Niemeyer que de Gutiérrez Soto, pero con zócalo de mampostería.

El segundo, de planta circular, elevado sobre el nivel del suelo y cubierto de vidrio, a los ojos del madrileño promedio de los años cincuenta, usuario del parque, parecería una pieza absolutamente futurista. Con su cubierta de hormigón apoyada sobre pilares en V, a modo de tempietto, se adelantó al mirador de Manrique en Timanfaya casi veinte años.

Hoy, habiendo pasado casi un siglo de esta quimera que disfrutamos y perdimos casi de forma simultánea, parece que las cosas no han cambiado demasiado y nuestra frustrada empresa se resiste a desaparecer. Asumámoslo, que Madrid no tenga playa no es tanto una carencia, sino más bien una coartada que nos ha sido dada para maldecirla, odiarla y desertarla sin mirar atrás durante el verano; para que luego, meses después, satisfecho nuestro ritual marítimo, septiembre nos devuelva a sus aceras, todavía humeantes, y nos entreguemos a ella reconciliados, prometiéndonos a nosotros mismos que esta vez sí, será diferente.
----
Bibliografía:
Manuel M. Monasterio, José Ramón Caso, “La Playa de Madrid” Revista Nacional de Arquitectura nº79, 1948
Guillermo Cid, “Este complejo en ruinas te explica por qué crear una playa en Madrid es un sueño maldito” El Confidencial, 2023
Beatriz Olaizola, “¿Qué fue de la playa artificial “más grande de Europa”? Un proyecto de hace siete años que ni está en Madrid ni se ha adjudicado” El País, 2023
Helena Cortés, “La primera playa de Madrid reflota tras una década de abandono” ABC, 2025
Miguel Díaz Martín, “Los arquitectos que se la colaron a Franco en el “charco obrero” de El Pardo” El Confidencial, 2025