Fotografía y simulacro

La fotografía siempre mintió; y mucho. De hecho, es precisamente esta supuesta veracidad que entre todos le hemos conferido históricamente la que ha favorecido que se convierta en un arma de doble filo

PARTE 1

En realidad, la fotografía siempre mintió. No es el resultado de la aparición de la IA, de Instagram o de las redes sociales primigenias. Tampoco ocurrió a raíz del nacimiento de Photoshop a finales del siglo pasado, ni como consecuencia de las manipulaciones analógicas de los reporteros de guerra de la última mitad del siglo XX. Estas solamente han sido las últimas manifestaciones de las embaucadoras propiedades de la fotografía. Como digo, la fotografía siempre mintió. Simplemente, antes lo hacía mejor.

Cuando digo esto me refiero a que mintió desde sus inicios. En concreto, desde el día que Nicéphore Niépce expuso durante ocho horas una placa de peltre de 20 x 25 cm impregnada con betún de judea por la ventana de su habitación en Saint-Loup-de-Varennes. Parece evidente que en este caso no era el embuste lo que motivó al químico francés, sino la ambición por profundizar en sus investigaciones sobre la obtención de imágenes imperecederas. Pero la fotografía, ya desde su primera manifestación, dejó patente su verdadera naturaleza. El resultado es irrefutable: de momento y que sepamos, el sol no es capaz de iluminar dos fachadas opuestas a la vez y, menos aún, de arrojar sombras en diferentes direcciones al mismo tiempo. De modo que sí, quizás no fuese intencionado, ya que la falta de compromiso de la imagen con la realidad se produjo como consecuencia del elevado tiempo de exposición; pero no cabe duda: primera fotografía, primera falsedad.

Point de vue du Gras. Nicéphore Niépce. 1824

Años después, a Louis Daguerre le pasó algo parecido. El también francés, si bien resolvió las dificultades a las que se enfrentó Niépce para fijar las imágenes sobre su soporte definitivo —y aunque logró reducir los tiempos de exposición de horas a minutos—, se encontró con un problema similar en uno de sus primeros daguerrotipos. La fotografía, conocida como Boulevard du Temple, muestra una calle de París completamente solitaria, a excepción de dos personas que quedaron inmortalizadas: un zapatero y su cliente. Esta vez solamente hicieron falta diez minutos de exposición para retratar aquella escena; pero las personas tenemos la mala costumbre de movernos —sobre todo cuando estamos en la calle— y todos los transeúntes que recorrieron aquel bulevar durante ese intervalo de tiempo y que debieron figurar en la imagen desaparecieron ante los ojos de Daguerre. Todos excepto dos, los dos únicos que aguantaron en la misma posición durante aquellos diez minutos: el zapatero y su cliente.

Pero ¿acaso no cambiaron de posición? ¿No movía los brazos el zapatero para realizar su trabajo? ¿Sólo le dio tiempo a limpiar un zapato en esos diez minutos? ¿El tránsito de la gente no debería haber producido una neblina en el resultado? Son preguntas sin respuesta, ya que hasta ahora nadie ha demostrado que se trate de una imagen intencionadamente manipulada o de una escena posada, como otros apuntan. Joan Fontcuberta, maestro del simulacro fotográfico, dice que fue Daguerre quien conoció por primera vez el dilema que enfrenta la veracidad histórica con la verdad perceptiva.1 Sea como fuere, lo que parece evidente es que, una vez más, la fotografía no se limitó a capturar la verdad, sino a redefinirla.

Boulevard du Temple. Louis Daguerre. 1838

Aunque resulte evidente, no deberíamos olvidar que las fotografías son, por lo tanto, una representación de la realidad, una interpretación, y no la realidad en sí misma como quisieran hacernos creer. Las fotografías son tan poco veraces como las pinturas y los dibujos y, sin embargo, se les ha conferido un carácter documental y un realismo indiscutible a lo largo de la historia. Tanto es así que siguen sirviendo como pruebas fehacientes en un proceso jurídico; como si su propósito fuese el de servir como evidencia y no como testimonio. 

Para autores como Susan Sontag la fotografía miente casi por definición. Después de todo, en el momento en el que encuadramos un fragmento y no otro de la realidad que observamos, ya estamos realizando la primera simplificación de la realidad. Se produce entonces una renuncia y, con ella, la primera omisión de la verdad. La siguiente falacia inherente a la fotografía posiblemente tenga lugar en el momento en que decidimos enfocar un objeto sobre un fondo, o viceversa, o enfocar los dos, o no enfocar ninguno. Como dice la propia Sontag «fotografiar es conferir importancia»2; y cuando decidimos si mostramos con repentina claridad o con brumosa difusión un simple objeto, redefinimos la realidad para señalar otra mucho más interesada: la nuestra.

A partir de este momento, del de las falsedades a las que nos induce la propia técnica fotográfica de forma casi involuntaria, llegan todas las demás manipulaciones: borrado de elementos existentes, adición de otros que nunca se capturaron, alteraciones en la luz, modificación de colores, escenificaciones… Se han hecho todas. En nombre del arte, en nombre de ideales políticos y, por supuesto, también en nombre de la arquitectura.

En esta última línea, entre los primeros en hacerse un nombre en este noble arte destaca Édouard Baldus, de nuevo francés y heredero de la técnica del daguerrotipo. Conocido por su enfoque meticuloso y su habilidad para capturar el detalle en sus fotografías, en 1851 recibe el encargo de documentar los monumentos históricos más emblemáticos de Francia con motivo de la Exposición Universal de París de 1855. Para ello, Baldus viajó durante casi siete años por todo el país catalogando el patrimonio arquitectónico francés; por supuesto, valiéndose de múltiples técnicas fraudulentas, como la exageración de perspectivas, la alteración de la iluminación, la eliminación de elementos secundarios o, su favorita, la composición de negativos. 

En su extenso catálogo existen numerosos ejemplos de sus dotes para la simulación de la realidad, aunque, por encima de todos, el más notable es el de su fotografía del claustro de San Trófimo, en la Catedral de Arlés. En ésta compuso hasta una docena de negativos con el fin de disimular su avanzado estado de deterioro, lo cual, a posteriori, terminó impulsando su proyecto de restauración. Baldus, además de capturar por separado columnas y capiteles, fotografió el claustro bajo diferentes condiciones de luz y, una vez recopiló todo el material, copió, pegó y unió fragmentos de sus negativos aprovechando las líneas que producían cornisas, columnas y juntas de mampostería. Con todo esto, la composición aún no lograba revelar el grado de detalle que esperaba en las zonas más oscuras de la imagen, por lo que finalmente echó mano de sus pinceles y realzó los detalles de la bóveda, aclaró los bordes de la imagen e introdujo algo de contraste en las zonas sobreexpuestas.

Arles. Cloître St. Trophime. Édouard Baldus. 1851

Está claro que, ante el resultado de sus fotografías, la voluntad de Baldus no era la de representar la apariencia visible de la arquitectura que retrataba, sino la de una realidad recuperada, la de la realidad que él consideraba como verdadera. Y, si lo que tomamos como verídico es aquello que percibimos a través de nuestros sentidos, esto convierte al francés, pese a sus aparentemente buenas intenciones, en un embustero —además de en un romántico empedernido—. Pero ¿acaso nuestros torpes sentidos no nos engañan a menudo? ¿No nos ocurre que percibimos como reales escenas que finalmente resultan ser meras ilusiones? ¿Quién es más reduccionista, la fotografía o nuestra miope percepción del mundo?

No sé si con cierta inocencia o con absoluto conocimiento de causa, Baldus fue testigo o cómplice de la capacidad que la fotografía tiene de detener el tiempo, de conferir esa perdurabilidad a todo cuando encuadra. De nuevo en palabras de Sontag:

Toda fotografía es un memento mori. Hacer una fotografía es participar de la mortalidad, la vulnerabilidad y la mutabilidad de otra persona (o de otra cosa). Precisamente al recortar un momento y congelarlo, todas las fotografías atestiguan el paso despiadado del tiempo.

PARTE 2

Mentiroso o no, Baldus fue un pionero cuando hablamos de manipulaciones fotográficas en nombre de la arquitectura. Su caso, sin embargo, es más bien atípico, ya que su afán era el de recuperar el estado previo de un edificio que ni siquiera era obra suya. En cambio, los arquitectos de las generaciones posteriores —esta vez de manera innegablemente premeditada— se sirvieron de este tipo de recursos para justificar la pertinencia de sus edificios y, con éstos, su manifiesto arquitectónico. O al menos así lo hicieron los dos representantes del movimiento moderno por antonomasia: Le Corbusier y Mies van der Rohe.

El primero de ellos —otro francés, aunque suizo de nacimiento— hizo lo propio a lo largo de toda su carrera. Durante su actividad profesional como arquitecto, trabajó estrechamente con el fotógrafo Lucien Hervé, a quien encargó reportajes de sus edificios más ilustres. Desde el inicio de su relación profesional, el arquitecto supervisó meticulosamente las instantáneas que éste tomaba, hasta el punto de entenderlas como propias: indicaba desde dónde debían tomarse, las reencuadraba, las retocaba e, incluso, las coloreaba.

Aunque no son pocos los ejemplos de este tipo de manipulaciones en las fotografías de las obras construidas por Le Corbusier, las que mejor resumen su manera de entender el papel de la fotografía en la representación de su arquitectura son las que realizó en el primer número de la revista L’Esprit Nouveau, de 1920. Fundada junto a el pintor Amédée Ozenfant y el poeta Paul Dermée, la publicación tuvo un papel clave en la difusión de las ideas del movimiento moderno durante los cinco años que estuvo en funcionamiento. Para ello, en su artículo "Trois rappels à MM. les architectes", Le Corbusier se sirvió de una serie de fotografías de silos de grano y de otros edificios de carácter industrial, con el objeto de defender esta estética de lo funcional como nueva fuente de inspiración para la arquitectura moderna. Pero estos silos no eran tan pragmáticos ni estaban tan libres de ornato como pretendía mostrar, de modo que recortó y eliminó todos los elementos accesorios que los componían, enfatizando su pureza geométrica y,con ella, esta nueva belleza de lo racional.

De nuevo, el compromiso de las fotografías del último francés de esta historia no se alineaba con la representación de la realidad, sino con la coherencia que ésta podía arrojar en favor del significado de su arquitectura. Cargados de historicismos, estos silos hoy ejemplifican la intransigencia con la que Le Corbusier quiso suprimir las reminiscencias ornamentales que arrastraba la arquitectura de principios del siglo XX, pero también su excesiva simplificación de la realidad cultural en favor de su purismo arquitectónico, que se convertiría en el principal objetivo de las críticas más incisivas a su obra durante el posmodernismo.

L’Esprit Nouveau nº 1. Le Corbusier. 1920. Superposición fotografía original y retocada

El caso de Mies van der Rohe es, quizás, menos evidente, aunque no por ello menos relevante. En las imágenes de los edificios del alemán, éstos se muestran como volúmenes abstractos que funcionan de forma autosuficiente, sin ofrecer ningún tipo de vínculo con su entorno más inmediato, salvo su negación. A Mies no le interesaba responder a los condicionantes del lugar, sino mostrar la posibilidad de una nueva arquitectura estrechamente ligada a la técnica, que fue posible gracias a los nuevos avances constructivos del momento. Mies quería proponer una arquitectura optimista con el futuro inmediato, pero disruptiva con todo lo construido con anterioridad. 

Así sucede en las fotografías originales de su Pabellón Alemán de la Exposición Universal de Barcelona de 1929, en las que evitó mostrar cualquier referencia a su contexto, retratando exclusivamente sus interiores o las perspectivas de su exterior cuyo fondo no incluía ningún edificio colindante. O las de su Seagram Building de Nueva York, que al tomarse de noche retrataban el edificio casi como un volumen de luz etéreo, cuya ligereza mejoraba con creces el carácter monolítico que éste adquiere durante el día. Aunque, sin duda, el mejor ejemplo lo encontramos en los fotomontajes que realizó para su Rascacielos en Fiedrichstrasse de 1921. En ellos, el alemán superpuso una imagen de su maqueta del proyecto sobre una fotografía tomada en la propia Friedrichstrasse; eso sí, se tomó la licencia de alterar por completo el contexto que lo rodearía. En primer lugar, eliminó los edificios que se ubicarían junto al suyo; después, borró todos los elementos secundarios que aparecían en la calle e interrumpían la limpieza formal del proyecto; también recortó las buhardillas y las cubiertas de los edificios existentes que pudiesen competir en altura con el suyo; y, para terminar, sesgó la perspectiva de la fotografía con el fin de exagerar aún más la diferencia de altura entre el rascacielos y su modesto entorno urbano. 

Friedrichstrasse Skyscraper. Mies van der Rohe. 1921.

De modo que sí, la fotografía siempre mintió; y mucho. De hecho, es precisamente esta supuesta veracidad que entre todos le hemos conferido históricamente la que ha favorecido que se convierta en un arma de doble filo, aprovechada por muchos y criticada por tantos. Es cierto que los discursos más radicales e inquisidores utilizaron en su favor su aparente credibilidad, pero también hicieron lo propio artistas y arquitectos. Como ocurre habitualmente, el problema no está en la herramienta en sí misma, sino en el uso que se hace de ella.

Es por ello que, en la fotografía, en el arte y también en la arquitectura reivindico la simulación, la manipulación y, por supuesto, la mentira. Pues ¿qué es el arte sino un gran engaño? ¿No son más fieles con nuestro concepto de aquel claustro de Arlés las fotografías de Baldus que su perceptible deterioro? ¿No representan mejor el manifiesto arquitectónico de Le Corbusier sus silos manipulados que los reales? ¿No es más coherente desde el punto de vista de su significado el Rascacielos de Mies en ese entorno imaginado? Como dice Oscar Wilde en su Decadencia de la Mentira: «La revelación final es que la mentira, es decir, el relato de bellas cosas falsas, es el fin mismo del arte»3.

Sigamos mintiendo, al menos, en nombre del arte. A veces es la mejor forma de decir la verdad.

---

1 Joan Fontcuberta, La Cámara de Pandora: La fotografí@ después de la fotografía, 2010

2 Susan Sontag, On Photography, 1977

3 Oscar Wilde, The Decay of Lying, 1889

*Créditos de la imagen de la portada: Joan Fontcuberta, Guillumeta polymorpha. Herbarium, 1982

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Fotografía y simulacro

La fotografía siempre mintió; y mucho. De hecho, es precisamente esta supuesta veracidad que entre todos le hemos conferido históricamente la que ha favorecido que se convierta en un arma de doble filo

PARTE 1

En realidad, la fotografía siempre mintió. No es el resultado de la aparición de la IA, de Instagram o de las redes sociales primigenias. Tampoco ocurrió a raíz del nacimiento de Photoshop a finales del siglo pasado, ni como consecuencia de las manipulaciones analógicas de los reporteros de guerra de la última mitad del siglo XX. Estas solamente han sido las últimas manifestaciones de las embaucadoras propiedades de la fotografía. Como digo, la fotografía siempre mintió. Simplemente, antes lo hacía mejor.

Cuando digo esto me refiero a que mintió desde sus inicios. En concreto, desde el día que Nicéphore Niépce expuso durante ocho horas una placa de peltre de 20 x 25 cm impregnada con betún de judea por la ventana de su habitación en Saint-Loup-de-Varennes. Parece evidente que en este caso no era el embuste lo que motivó al químico francés, sino la ambición por profundizar en sus investigaciones sobre la obtención de imágenes imperecederas. Pero la fotografía, ya desde su primera manifestación, dejó patente su verdadera naturaleza. El resultado es irrefutable: de momento y que sepamos, el sol no es capaz de iluminar dos fachadas opuestas a la vez y, menos aún, de arrojar sombras en diferentes direcciones al mismo tiempo. De modo que sí, quizás no fuese intencionado, ya que la falta de compromiso de la imagen con la realidad se produjo como consecuencia del elevado tiempo de exposición; pero no cabe duda: primera fotografía, primera falsedad.

Point de vue du Gras. Nicéphore Niépce. 1824

Años después, a Louis Daguerre le pasó algo parecido. El también francés, si bien resolvió las dificultades a las que se enfrentó Niépce para fijar las imágenes sobre su soporte definitivo —y aunque logró reducir los tiempos de exposición de horas a minutos—, se encontró con un problema similar en uno de sus primeros daguerrotipos. La fotografía, conocida como Boulevard du Temple, muestra una calle de París completamente solitaria, a excepción de dos personas que quedaron inmortalizadas: un zapatero y su cliente. Esta vez solamente hicieron falta diez minutos de exposición para retratar aquella escena; pero las personas tenemos la mala costumbre de movernos —sobre todo cuando estamos en la calle— y todos los transeúntes que recorrieron aquel bulevar durante ese intervalo de tiempo y que debieron figurar en la imagen desaparecieron ante los ojos de Daguerre. Todos excepto dos, los dos únicos que aguantaron en la misma posición durante aquellos diez minutos: el zapatero y su cliente.

Pero ¿acaso no cambiaron de posición? ¿No movía los brazos el zapatero para realizar su trabajo? ¿Sólo le dio tiempo a limpiar un zapato en esos diez minutos? ¿El tránsito de la gente no debería haber producido una neblina en el resultado? Son preguntas sin respuesta, ya que hasta ahora nadie ha demostrado que se trate de una imagen intencionadamente manipulada o de una escena posada, como otros apuntan. Joan Fontcuberta, maestro del simulacro fotográfico, dice que fue Daguerre quien conoció por primera vez el dilema que enfrenta la veracidad histórica con la verdad perceptiva.1 Sea como fuere, lo que parece evidente es que, una vez más, la fotografía no se limitó a capturar la verdad, sino a redefinirla.

Boulevard du Temple. Louis Daguerre. 1838

Aunque resulte evidente, no deberíamos olvidar que las fotografías son, por lo tanto, una representación de la realidad, una interpretación, y no la realidad en sí misma como quisieran hacernos creer. Las fotografías son tan poco veraces como las pinturas y los dibujos y, sin embargo, se les ha conferido un carácter documental y un realismo indiscutible a lo largo de la historia. Tanto es así que siguen sirviendo como pruebas fehacientes en un proceso jurídico; como si su propósito fuese el de servir como evidencia y no como testimonio. 

Para autores como Susan Sontag la fotografía miente casi por definición. Después de todo, en el momento en el que encuadramos un fragmento y no otro de la realidad que observamos, ya estamos realizando la primera simplificación de la realidad. Se produce entonces una renuncia y, con ella, la primera omisión de la verdad. La siguiente falacia inherente a la fotografía posiblemente tenga lugar en el momento en que decidimos enfocar un objeto sobre un fondo, o viceversa, o enfocar los dos, o no enfocar ninguno. Como dice la propia Sontag «fotografiar es conferir importancia»2; y cuando decidimos si mostramos con repentina claridad o con brumosa difusión un simple objeto, redefinimos la realidad para señalar otra mucho más interesada: la nuestra.

A partir de este momento, del de las falsedades a las que nos induce la propia técnica fotográfica de forma casi involuntaria, llegan todas las demás manipulaciones: borrado de elementos existentes, adición de otros que nunca se capturaron, alteraciones en la luz, modificación de colores, escenificaciones… Se han hecho todas. En nombre del arte, en nombre de ideales políticos y, por supuesto, también en nombre de la arquitectura.

En esta última línea, entre los primeros en hacerse un nombre en este noble arte destaca Édouard Baldus, de nuevo francés y heredero de la técnica del daguerrotipo. Conocido por su enfoque meticuloso y su habilidad para capturar el detalle en sus fotografías, en 1851 recibe el encargo de documentar los monumentos históricos más emblemáticos de Francia con motivo de la Exposición Universal de París de 1855. Para ello, Baldus viajó durante casi siete años por todo el país catalogando el patrimonio arquitectónico francés; por supuesto, valiéndose de múltiples técnicas fraudulentas, como la exageración de perspectivas, la alteración de la iluminación, la eliminación de elementos secundarios o, su favorita, la composición de negativos. 

En su extenso catálogo existen numerosos ejemplos de sus dotes para la simulación de la realidad, aunque, por encima de todos, el más notable es el de su fotografía del claustro de San Trófimo, en la Catedral de Arlés. En ésta compuso hasta una docena de negativos con el fin de disimular su avanzado estado de deterioro, lo cual, a posteriori, terminó impulsando su proyecto de restauración. Baldus, además de capturar por separado columnas y capiteles, fotografió el claustro bajo diferentes condiciones de luz y, una vez recopiló todo el material, copió, pegó y unió fragmentos de sus negativos aprovechando las líneas que producían cornisas, columnas y juntas de mampostería. Con todo esto, la composición aún no lograba revelar el grado de detalle que esperaba en las zonas más oscuras de la imagen, por lo que finalmente echó mano de sus pinceles y realzó los detalles de la bóveda, aclaró los bordes de la imagen e introdujo algo de contraste en las zonas sobreexpuestas.

Arles. Cloître St. Trophime. Édouard Baldus. 1851

Está claro que, ante el resultado de sus fotografías, la voluntad de Baldus no era la de representar la apariencia visible de la arquitectura que retrataba, sino la de una realidad recuperada, la de la realidad que él consideraba como verdadera. Y, si lo que tomamos como verídico es aquello que percibimos a través de nuestros sentidos, esto convierte al francés, pese a sus aparentemente buenas intenciones, en un embustero —además de en un romántico empedernido—. Pero ¿acaso nuestros torpes sentidos no nos engañan a menudo? ¿No nos ocurre que percibimos como reales escenas que finalmente resultan ser meras ilusiones? ¿Quién es más reduccionista, la fotografía o nuestra miope percepción del mundo?

No sé si con cierta inocencia o con absoluto conocimiento de causa, Baldus fue testigo o cómplice de la capacidad que la fotografía tiene de detener el tiempo, de conferir esa perdurabilidad a todo cuando encuadra. De nuevo en palabras de Sontag:

Toda fotografía es un memento mori. Hacer una fotografía es participar de la mortalidad, la vulnerabilidad y la mutabilidad de otra persona (o de otra cosa). Precisamente al recortar un momento y congelarlo, todas las fotografías atestiguan el paso despiadado del tiempo.

PARTE 2

Mentiroso o no, Baldus fue un pionero cuando hablamos de manipulaciones fotográficas en nombre de la arquitectura. Su caso, sin embargo, es más bien atípico, ya que su afán era el de recuperar el estado previo de un edificio que ni siquiera era obra suya. En cambio, los arquitectos de las generaciones posteriores —esta vez de manera innegablemente premeditada— se sirvieron de este tipo de recursos para justificar la pertinencia de sus edificios y, con éstos, su manifiesto arquitectónico. O al menos así lo hicieron los dos representantes del movimiento moderno por antonomasia: Le Corbusier y Mies van der Rohe.

El primero de ellos —otro francés, aunque suizo de nacimiento— hizo lo propio a lo largo de toda su carrera. Durante su actividad profesional como arquitecto, trabajó estrechamente con el fotógrafo Lucien Hervé, a quien encargó reportajes de sus edificios más ilustres. Desde el inicio de su relación profesional, el arquitecto supervisó meticulosamente las instantáneas que éste tomaba, hasta el punto de entenderlas como propias: indicaba desde dónde debían tomarse, las reencuadraba, las retocaba e, incluso, las coloreaba.

Aunque no son pocos los ejemplos de este tipo de manipulaciones en las fotografías de las obras construidas por Le Corbusier, las que mejor resumen su manera de entender el papel de la fotografía en la representación de su arquitectura son las que realizó en el primer número de la revista L’Esprit Nouveau, de 1920. Fundada junto a el pintor Amédée Ozenfant y el poeta Paul Dermée, la publicación tuvo un papel clave en la difusión de las ideas del movimiento moderno durante los cinco años que estuvo en funcionamiento. Para ello, en su artículo "Trois rappels à MM. les architectes", Le Corbusier se sirvió de una serie de fotografías de silos de grano y de otros edificios de carácter industrial, con el objeto de defender esta estética de lo funcional como nueva fuente de inspiración para la arquitectura moderna. Pero estos silos no eran tan pragmáticos ni estaban tan libres de ornato como pretendía mostrar, de modo que recortó y eliminó todos los elementos accesorios que los componían, enfatizando su pureza geométrica y,con ella, esta nueva belleza de lo racional.

De nuevo, el compromiso de las fotografías del último francés de esta historia no se alineaba con la representación de la realidad, sino con la coherencia que ésta podía arrojar en favor del significado de su arquitectura. Cargados de historicismos, estos silos hoy ejemplifican la intransigencia con la que Le Corbusier quiso suprimir las reminiscencias ornamentales que arrastraba la arquitectura de principios del siglo XX, pero también su excesiva simplificación de la realidad cultural en favor de su purismo arquitectónico, que se convertiría en el principal objetivo de las críticas más incisivas a su obra durante el posmodernismo.

L’Esprit Nouveau nº 1. Le Corbusier. 1920. Superposición fotografía original y retocada

El caso de Mies van der Rohe es, quizás, menos evidente, aunque no por ello menos relevante. En las imágenes de los edificios del alemán, éstos se muestran como volúmenes abstractos que funcionan de forma autosuficiente, sin ofrecer ningún tipo de vínculo con su entorno más inmediato, salvo su negación. A Mies no le interesaba responder a los condicionantes del lugar, sino mostrar la posibilidad de una nueva arquitectura estrechamente ligada a la técnica, que fue posible gracias a los nuevos avances constructivos del momento. Mies quería proponer una arquitectura optimista con el futuro inmediato, pero disruptiva con todo lo construido con anterioridad. 

Así sucede en las fotografías originales de su Pabellón Alemán de la Exposición Universal de Barcelona de 1929, en las que evitó mostrar cualquier referencia a su contexto, retratando exclusivamente sus interiores o las perspectivas de su exterior cuyo fondo no incluía ningún edificio colindante. O las de su Seagram Building de Nueva York, que al tomarse de noche retrataban el edificio casi como un volumen de luz etéreo, cuya ligereza mejoraba con creces el carácter monolítico que éste adquiere durante el día. Aunque, sin duda, el mejor ejemplo lo encontramos en los fotomontajes que realizó para su Rascacielos en Fiedrichstrasse de 1921. En ellos, el alemán superpuso una imagen de su maqueta del proyecto sobre una fotografía tomada en la propia Friedrichstrasse; eso sí, se tomó la licencia de alterar por completo el contexto que lo rodearía. En primer lugar, eliminó los edificios que se ubicarían junto al suyo; después, borró todos los elementos secundarios que aparecían en la calle e interrumpían la limpieza formal del proyecto; también recortó las buhardillas y las cubiertas de los edificios existentes que pudiesen competir en altura con el suyo; y, para terminar, sesgó la perspectiva de la fotografía con el fin de exagerar aún más la diferencia de altura entre el rascacielos y su modesto entorno urbano. 

Friedrichstrasse Skyscraper. Mies van der Rohe. 1921.

De modo que sí, la fotografía siempre mintió; y mucho. De hecho, es precisamente esta supuesta veracidad que entre todos le hemos conferido históricamente la que ha favorecido que se convierta en un arma de doble filo, aprovechada por muchos y criticada por tantos. Es cierto que los discursos más radicales e inquisidores utilizaron en su favor su aparente credibilidad, pero también hicieron lo propio artistas y arquitectos. Como ocurre habitualmente, el problema no está en la herramienta en sí misma, sino en el uso que se hace de ella.

Es por ello que, en la fotografía, en el arte y también en la arquitectura reivindico la simulación, la manipulación y, por supuesto, la mentira. Pues ¿qué es el arte sino un gran engaño? ¿No son más fieles con nuestro concepto de aquel claustro de Arlés las fotografías de Baldus que su perceptible deterioro? ¿No representan mejor el manifiesto arquitectónico de Le Corbusier sus silos manipulados que los reales? ¿No es más coherente desde el punto de vista de su significado el Rascacielos de Mies en ese entorno imaginado? Como dice Oscar Wilde en su Decadencia de la Mentira: «La revelación final es que la mentira, es decir, el relato de bellas cosas falsas, es el fin mismo del arte»3.

Sigamos mintiendo, al menos, en nombre del arte. A veces es la mejor forma de decir la verdad.

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1 Joan Fontcuberta, La Cámara de Pandora: La fotografí@ después de la fotografía, 2010

2 Susan Sontag, On Photography, 1977

3 Oscar Wilde, The Decay of Lying, 1889

*Créditos de la imagen de la portada: Joan Fontcuberta, Guillumeta polymorpha. Herbarium, 1982

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