Huella Positiva: cuando viajar regenera

En Navarra, un proyecto impulsado por un puñado de casas rurales, anfitriones y almas arraigadas a la tierra, que creen que viajar puede ser una forma de regenerar, no sólo el paisaje, sino también al viajero. 

Viajar, en su forma más honesta, no es moverse de un punto A a un punto B. Es deshacerse —aunque sea por un rato— de lo que creemos ser. Un viaje consciente no se mide en kilómetros ni en checklists, sino en silencios que nos atraviesan, en extrañezas que nos revelan, en esa sutileza casi invisible con la que el afuera empieza a modificar el adentro. Salimos buscando libertad y encontramos una especie de exilio íntimo, dulce, necesario. Porque lo que se transforma en el camino no es el paisaje: somos nosotros. 

La velocidad reposada del caminar lento nos devuelve algo que la aceleración del día a día nos arrebata sin permiso: la capacidad de contemplar, de preguntarnos quiénes somos cuando nadie nos llama por nuestro nombre. A medida que avanzamos, los vínculos se hacen más fugaces pero más hondos, el hogar se vuelve un recuerdo durante un espacio de tiempo y lo desconocido, un espejo que nos refleja como nunca antes. Partir —lo sabía bien Claudio Magris— es también descansar de la intensidad doméstica. Y es que al desplazarnos, también nos descolocamos. Nos vaciamos un poco. Nos abrimos del todo. El viaje, cuando es verdadero, no nos permite volver siendo los mismos. Y tal vez ahí resida su mayor promesa: en que toda distancia recorrida es, en realidad, una forma de acercamiento a algo que no sabíamos que buscábamos.

Hace unos días me escapé a Navarra, donde antes solamente había estado de paso. Mi visita iba destinada a conocer de cerca un proyecto del que me habían hablado y que ha transformado, un poco más, mi forma de entender el turismo. Un sector donde llevo tantos años viviendo a nivel personal y profesional.

En un mundo donde el turismo a menudo deja cicatrices en lugar de recuerdos, Navarra se erige como un susurro de esperanza, invitando a los viajeros a dejar una Huella Positiva. Este programa piloto de turismo regenerativo impulsado y apoyado por el gobierno de Navarra no solo busca compensar la huella de carbono de los visitantes, sino también enriquecer el entorno y las comunidades locales. Desde la creación de oasis de mariposas hasta la recuperación de antiguos senderos, cada experiencia es una oportunidad para conectar profundamente con la tierra y sus habitantes.

Este colectivo de alojamientos trata de que cada paso dado sobre esta Navarra silenciosa y viva, cada encuentro, cada comida cocinada a fuego lento, cada árbol abrazado por el viento, deje algo mejor de lo que había. Un tipo de hospitalidad que no se ofrece desde la lógica del servicio, sino desde la generosidad radical de quien abre su mundo para compartirlo con quien llega. 

Y así comienza el viaje. Navarra florece en Abril y viceversa. Las colinas se tiñen de amarillo por los campos de colza, y el verde es tan verde que parece una promesa cumplida. Venimos de Donosti, de la marea del norte, y nos internamos hacia el silencio: a los pies del monte Larun, la Casa Rural Iratxeko-Berea nos recibe como se recibe a un viejo amigo. Paredes y muros de piedra rescatadas del olvido, caballos, gallinas, Maitetxu, su marido y su hijo que han hecho del cuidar su forma de estar en el mundo. Dormimos con el rumor del bosque, cenamos tortilla de huevos de gallinas felices, croquetas caseras, revuelto de setas y tomate que sabe a huerta y a infancia. Al amanecer, la luz se filtra tímida por los porticones de madera y las ovejas nos miran desde el porche. Hay algo ancestral en ese lugar, algo que no necesita explicarse.

Al día siguiente, seguimos rumbo al Agroturismo Maricruz, donde Luismi, Alicia y su familia decidieron un día dejarlo todo y mudarse a un pueblo. Allí, rodeados de montañas y del latido de la tierra, construyeron con sus manos dos cabañas en los árboles —sí, con sus manos— con claraboyas para ver las estrellas desde la cama. El desayuno llega en una cesta de picnic: bizcocho, tortilla, mermeladas caseras, café humeante y una infusión de las hierbas del jardín. Se vive despacio. Se vive con sentido. Barnizamos un banco, participamos del cierre del pastoreo, conocemos el refugio de abejas que están rehabilitando, alimentamos con biberón a dos corderos que aún no tiene nombre. Las flores secas colgadas del techo de la cocina parecen ramos de tiempo. Y entre una comida macrobiótica y una ducha en un árbol, entendemos que la regeneración no es una moda: es una práctica cotidiana, es una forma de vivir. Ellos lo saben desde hace demasiado y parece que ahora, empiezan a sentirse menos solos y más acompañados. “Aún falta mucho camino”, dicen. Pero lo hacen sin abandonar la esperanza ni las buenas prácticas.

En Muneta, la Casa Rural Basaula nos abre sus puertas con la misma calidez y generosidad. Aquí, el Sendero Tximeleta —el sendero de las mariposas— serpentea entre prados y colinas, convertido en santuario de biodiversidad. Las mariposas no se dejan ver mucho, ha llovido hace poco y la primavera justo arranca a despuntar. Pero aprovechamos para visitar los espantapájaros-nido que contribuyen a preservar la vida de distintos pájaros de la zona. Es un pequeño paraíso hecho de gestos minúsculos y acciones cotidianas.

Y finalmente, llegamos a Txandia, donde María y Abel —junto a su hijo y las yeguas que les acompañan— nos enseñan qué significa cuidar de verdad el origen. Herederos de una tradición carbonera, siguen produciendo carbón vegetal como lo hacían los abuelos, alimentando la carbonera cada dos horas, protegiéndola del viento del norte con un respeto casi ceremonial. La casa fue comprada por los abuelos, la huerta vibra con lo que da la temporada, y desde su casa se ve un horizonte de esos que no se olvidan. Subimos al monte. Los buitres nos sobrevuelan. Nos sentimos, por un instante, fuera de lugar y absolutamente presentes.

En cada paso, en cada casa, en cada conversación compartida bajo una parra o junto a una chimenea, se desdibuja la idea del turista y se perfila la del caminante. La del habitante y terrícola. De quien no viene a consumir, sino a comprender. De quien no viene a ver, sino a ser parte. Huella Positiva no es una ruta. Es una forma de caminar y vivir. Y en ese andar lento, tan lleno de belleza y propósito, entendemos que el verdadero viaje nunca fue hacia un destino, sino hacia una nueva forma de estar en el mundo.

Es justamente desde ese lugar que nace Huella Positiva, un proyecto impulsado por un puñado de casas rurales, anfitriones y almas arraigadas a la tierra, que creen que viajar puede ser una forma de regenerar, no sólo el paisaje, sino también al viajero. 

Fuentes:

  • Travesías. Ensayo sobre el viaje, las imágenes y los desplazamientos. (Alejandro de Oto y Jimena Rodríguez)
  • Huella Positiva Navarra

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Huella Positiva: cuando viajar regenera

En Navarra, un proyecto impulsado por un puñado de casas rurales, anfitriones y almas arraigadas a la tierra, que creen que viajar puede ser una forma de regenerar, no sólo el paisaje, sino también al viajero. 

Viajar, en su forma más honesta, no es moverse de un punto A a un punto B. Es deshacerse —aunque sea por un rato— de lo que creemos ser. Un viaje consciente no se mide en kilómetros ni en checklists, sino en silencios que nos atraviesan, en extrañezas que nos revelan, en esa sutileza casi invisible con la que el afuera empieza a modificar el adentro. Salimos buscando libertad y encontramos una especie de exilio íntimo, dulce, necesario. Porque lo que se transforma en el camino no es el paisaje: somos nosotros. 

La velocidad reposada del caminar lento nos devuelve algo que la aceleración del día a día nos arrebata sin permiso: la capacidad de contemplar, de preguntarnos quiénes somos cuando nadie nos llama por nuestro nombre. A medida que avanzamos, los vínculos se hacen más fugaces pero más hondos, el hogar se vuelve un recuerdo durante un espacio de tiempo y lo desconocido, un espejo que nos refleja como nunca antes. Partir —lo sabía bien Claudio Magris— es también descansar de la intensidad doméstica. Y es que al desplazarnos, también nos descolocamos. Nos vaciamos un poco. Nos abrimos del todo. El viaje, cuando es verdadero, no nos permite volver siendo los mismos. Y tal vez ahí resida su mayor promesa: en que toda distancia recorrida es, en realidad, una forma de acercamiento a algo que no sabíamos que buscábamos.

Hace unos días me escapé a Navarra, donde antes solamente había estado de paso. Mi visita iba destinada a conocer de cerca un proyecto del que me habían hablado y que ha transformado, un poco más, mi forma de entender el turismo. Un sector donde llevo tantos años viviendo a nivel personal y profesional.

En un mundo donde el turismo a menudo deja cicatrices en lugar de recuerdos, Navarra se erige como un susurro de esperanza, invitando a los viajeros a dejar una Huella Positiva. Este programa piloto de turismo regenerativo impulsado y apoyado por el gobierno de Navarra no solo busca compensar la huella de carbono de los visitantes, sino también enriquecer el entorno y las comunidades locales. Desde la creación de oasis de mariposas hasta la recuperación de antiguos senderos, cada experiencia es una oportunidad para conectar profundamente con la tierra y sus habitantes.

Este colectivo de alojamientos trata de que cada paso dado sobre esta Navarra silenciosa y viva, cada encuentro, cada comida cocinada a fuego lento, cada árbol abrazado por el viento, deje algo mejor de lo que había. Un tipo de hospitalidad que no se ofrece desde la lógica del servicio, sino desde la generosidad radical de quien abre su mundo para compartirlo con quien llega. 

Y así comienza el viaje. Navarra florece en Abril y viceversa. Las colinas se tiñen de amarillo por los campos de colza, y el verde es tan verde que parece una promesa cumplida. Venimos de Donosti, de la marea del norte, y nos internamos hacia el silencio: a los pies del monte Larun, la Casa Rural Iratxeko-Berea nos recibe como se recibe a un viejo amigo. Paredes y muros de piedra rescatadas del olvido, caballos, gallinas, Maitetxu, su marido y su hijo que han hecho del cuidar su forma de estar en el mundo. Dormimos con el rumor del bosque, cenamos tortilla de huevos de gallinas felices, croquetas caseras, revuelto de setas y tomate que sabe a huerta y a infancia. Al amanecer, la luz se filtra tímida por los porticones de madera y las ovejas nos miran desde el porche. Hay algo ancestral en ese lugar, algo que no necesita explicarse.

Al día siguiente, seguimos rumbo al Agroturismo Maricruz, donde Luismi, Alicia y su familia decidieron un día dejarlo todo y mudarse a un pueblo. Allí, rodeados de montañas y del latido de la tierra, construyeron con sus manos dos cabañas en los árboles —sí, con sus manos— con claraboyas para ver las estrellas desde la cama. El desayuno llega en una cesta de picnic: bizcocho, tortilla, mermeladas caseras, café humeante y una infusión de las hierbas del jardín. Se vive despacio. Se vive con sentido. Barnizamos un banco, participamos del cierre del pastoreo, conocemos el refugio de abejas que están rehabilitando, alimentamos con biberón a dos corderos que aún no tiene nombre. Las flores secas colgadas del techo de la cocina parecen ramos de tiempo. Y entre una comida macrobiótica y una ducha en un árbol, entendemos que la regeneración no es una moda: es una práctica cotidiana, es una forma de vivir. Ellos lo saben desde hace demasiado y parece que ahora, empiezan a sentirse menos solos y más acompañados. “Aún falta mucho camino”, dicen. Pero lo hacen sin abandonar la esperanza ni las buenas prácticas.

En Muneta, la Casa Rural Basaula nos abre sus puertas con la misma calidez y generosidad. Aquí, el Sendero Tximeleta —el sendero de las mariposas— serpentea entre prados y colinas, convertido en santuario de biodiversidad. Las mariposas no se dejan ver mucho, ha llovido hace poco y la primavera justo arranca a despuntar. Pero aprovechamos para visitar los espantapájaros-nido que contribuyen a preservar la vida de distintos pájaros de la zona. Es un pequeño paraíso hecho de gestos minúsculos y acciones cotidianas.

Y finalmente, llegamos a Txandia, donde María y Abel —junto a su hijo y las yeguas que les acompañan— nos enseñan qué significa cuidar de verdad el origen. Herederos de una tradición carbonera, siguen produciendo carbón vegetal como lo hacían los abuelos, alimentando la carbonera cada dos horas, protegiéndola del viento del norte con un respeto casi ceremonial. La casa fue comprada por los abuelos, la huerta vibra con lo que da la temporada, y desde su casa se ve un horizonte de esos que no se olvidan. Subimos al monte. Los buitres nos sobrevuelan. Nos sentimos, por un instante, fuera de lugar y absolutamente presentes.

En cada paso, en cada casa, en cada conversación compartida bajo una parra o junto a una chimenea, se desdibuja la idea del turista y se perfila la del caminante. La del habitante y terrícola. De quien no viene a consumir, sino a comprender. De quien no viene a ver, sino a ser parte. Huella Positiva no es una ruta. Es una forma de caminar y vivir. Y en ese andar lento, tan lleno de belleza y propósito, entendemos que el verdadero viaje nunca fue hacia un destino, sino hacia una nueva forma de estar en el mundo.

Es justamente desde ese lugar que nace Huella Positiva, un proyecto impulsado por un puñado de casas rurales, anfitriones y almas arraigadas a la tierra, que creen que viajar puede ser una forma de regenerar, no sólo el paisaje, sino también al viajero. 

Fuentes:

  • Travesías. Ensayo sobre el viaje, las imágenes y los desplazamientos. (Alejandro de Oto y Jimena Rodríguez)
  • Huella Positiva Navarra

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