Gondolero, lléveme a Nápoles

Cuando uno ve a una pareja de napolitanos discutir o abrazarse o besarse o agredirse le da la sensación de que nunca nadie jamás en ningún lugar del planeta estuvo tan enamorado como lo están estos dos

Leo en el libro que acabo de empezar: Gondolero, lléveme a Nápoles. Y qué coño querrá decir eso. Sé lo que es un gondolero y conozco el significado del verbo llevar y también el del nombre Nápoles, pero no el de todas esas palabras juntas. Algo se me escapa.

Y así, de esta manera tan aparentemente ingenua, se edifican cada año centenares de cuentas corrientes millonarias en tantos países como uno imagine. Sobre el estereotipo napolitano se escriben libros y canciones, se graban películas, anuncios de perfumes. Cualquier elemento que dote al extranjero de la mínima percepción, aunque sea solo por un ratito, de haber pertenecido al mundo onírico y tragicómico de esta orillita del mar. Y lo más importante, todo eso, toda esa manera de andar por la vida despreocupado, todo se vende. Se factura. Se exporta.

Lo primero que le intimida a uno es el sentido del espectáculo que domina a cada habitante de esta ciudad. Ese dramatismo hiperbólico, ese lenguaje corporal, esa forma de hablar con las manos. Todo forma parte de una exageración ensayadísima que avasalla al turista, quien, en comparación, se siente un miserable y un mediocre. Es algo inevitable, nada de lo que preocuparse, un poco como lo de sentir complejo por el tamaño de la polla después de ver una peli porno. Descubre uno en Nápoles la mentira que es su vida; una vida plana, sin aventuras ni fuegos artificiales. Es bastante humillante ser consciente así, de golpe y por comparación, de las pésimas habilidades de amante con las que uno ha sido dotado. Sentirse ridículo por el noviazgo o el matrimonio o el rollete de fin de semana propio, sin platos rotos ni numeritos en el restaurante, sin besos con lengua desde hace ni se sabe.

Cuando uno ve a una pareja de napolitanos discutir o abrazarse o besarse o agredirse le da la sensación de que nunca nadie jamás en ningún lugar del planeta estuvo tan enamorado como lo están estos dos, que nunca nadie sufrió tanto dolor, que nunca tan sádico fue el odio ni tan compasivo el perdón. Que me cambiaría todos los días del año salvo dos o tres por ese Francesco o esa Chiara o por Michele o por Federica o por Alessandro gritándose en un idioma ininteligible que poco o nada tiene que ver con el italiano de las canciones de Franco Battiato, que hay que ver, que si estos alaridos provienen del latín y no del turco o del sarraceno o del sánscrito o de una mezcla de todas ellas que venga Dios y lo vea. 

Y en el fondo sabes que no es verdad, que el amor es siempre el mismo, la misma enfermedad, en Nápoles y en Pekín, como también lo es el mar o los mosquitos. Lo sabe cualquiera que haya estado enamorado, hombre. ¿Y quién no ha estado nunca enamorado? Sólo que aquí, barnizado de esta teatralidad italiana que tan bien les sienta a ellos, jóvenes, jóvenes y bellos, uno llega a la conclusión de que se morirá en su triste ciudad de mierda sin haber conocido los misterios más poderosos de la vida. Que todos estos años han sido una estafa. Pero lo que tampoco se puede hacer es estar constantemente autoboicoteándose a uno mismo.

Lo mejor es no interactuar con ellos. Estos cabrones, los napolitanos, digo, parecen encontrar siempre la salida ingeniosa, la réplica brillante, la mejor respuesta posible para dejarte con cara de absoluto imbécil, únicamente capacitado para la conversación de ascensor, para el lugar común, para los hay que ver qué calor hace o los vaya caos con el tráfico hay aquí, incapaz de articular una oración mínimamente compleja que demuestre que has leído más de cinco libros en la última década. Ellos emplean las palabras perfectas para cada situación porque tienen todo el tiempo del mundo para hacer acopio de ellas, los muy vagos y maleantes, que me da a mí que se pasan todo el día en la calle estos tíos. Nadie trabaja en una ciudad que este año, viva la efeméride, cumple 2500 años. Nadie trabaja pero yo aquí sigo, buscando al gondolero.

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Cuando uno ve a una pareja de napolitanos discutir o abrazarse o besarse o agredirse le da la sensación de que nunca nadie jamás en ningún lugar del planeta estuvo tan enamorado como lo están estos dos

Leo en el libro que acabo de empezar: Gondolero, lléveme a Nápoles. Y qué coño querrá decir eso. Sé lo que es un gondolero y conozco el significado del verbo llevar y también el del nombre Nápoles, pero no el de todas esas palabras juntas. Algo se me escapa.

Y así, de esta manera tan aparentemente ingenua, se edifican cada año centenares de cuentas corrientes millonarias en tantos países como uno imagine. Sobre el estereotipo napolitano se escriben libros y canciones, se graban películas, anuncios de perfumes. Cualquier elemento que dote al extranjero de la mínima percepción, aunque sea solo por un ratito, de haber pertenecido al mundo onírico y tragicómico de esta orillita del mar. Y lo más importante, todo eso, toda esa manera de andar por la vida despreocupado, todo se vende. Se factura. Se exporta.

Lo primero que le intimida a uno es el sentido del espectáculo que domina a cada habitante de esta ciudad. Ese dramatismo hiperbólico, ese lenguaje corporal, esa forma de hablar con las manos. Todo forma parte de una exageración ensayadísima que avasalla al turista, quien, en comparación, se siente un miserable y un mediocre. Es algo inevitable, nada de lo que preocuparse, un poco como lo de sentir complejo por el tamaño de la polla después de ver una peli porno. Descubre uno en Nápoles la mentira que es su vida; una vida plana, sin aventuras ni fuegos artificiales. Es bastante humillante ser consciente así, de golpe y por comparación, de las pésimas habilidades de amante con las que uno ha sido dotado. Sentirse ridículo por el noviazgo o el matrimonio o el rollete de fin de semana propio, sin platos rotos ni numeritos en el restaurante, sin besos con lengua desde hace ni se sabe.

Cuando uno ve a una pareja de napolitanos discutir o abrazarse o besarse o agredirse le da la sensación de que nunca nadie jamás en ningún lugar del planeta estuvo tan enamorado como lo están estos dos, que nunca nadie sufrió tanto dolor, que nunca tan sádico fue el odio ni tan compasivo el perdón. Que me cambiaría todos los días del año salvo dos o tres por ese Francesco o esa Chiara o por Michele o por Federica o por Alessandro gritándose en un idioma ininteligible que poco o nada tiene que ver con el italiano de las canciones de Franco Battiato, que hay que ver, que si estos alaridos provienen del latín y no del turco o del sarraceno o del sánscrito o de una mezcla de todas ellas que venga Dios y lo vea. 

Y en el fondo sabes que no es verdad, que el amor es siempre el mismo, la misma enfermedad, en Nápoles y en Pekín, como también lo es el mar o los mosquitos. Lo sabe cualquiera que haya estado enamorado, hombre. ¿Y quién no ha estado nunca enamorado? Sólo que aquí, barnizado de esta teatralidad italiana que tan bien les sienta a ellos, jóvenes, jóvenes y bellos, uno llega a la conclusión de que se morirá en su triste ciudad de mierda sin haber conocido los misterios más poderosos de la vida. Que todos estos años han sido una estafa. Pero lo que tampoco se puede hacer es estar constantemente autoboicoteándose a uno mismo.

Lo mejor es no interactuar con ellos. Estos cabrones, los napolitanos, digo, parecen encontrar siempre la salida ingeniosa, la réplica brillante, la mejor respuesta posible para dejarte con cara de absoluto imbécil, únicamente capacitado para la conversación de ascensor, para el lugar común, para los hay que ver qué calor hace o los vaya caos con el tráfico hay aquí, incapaz de articular una oración mínimamente compleja que demuestre que has leído más de cinco libros en la última década. Ellos emplean las palabras perfectas para cada situación porque tienen todo el tiempo del mundo para hacer acopio de ellas, los muy vagos y maleantes, que me da a mí que se pasan todo el día en la calle estos tíos. Nadie trabaja en una ciudad que este año, viva la efeméride, cumple 2500 años. Nadie trabaja pero yo aquí sigo, buscando al gondolero.

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