Detuvo Bunbury el concierto y abroncó a un espectador de las primeras filas: “Vale ya con la puta cámara grabando todo el puto concierto”. Por si el comentario había sido demasiado críptico y la esencia del mensaje no había llegado a captarse bien, el artista tuvo el detalle de profundizar: “Entiendo la locura que hay con los teléfonos. Pero si estás en primera fila, seguro que hay mucha gente que le gustaría estar ahí, disfrutando, conectando, utilizando las manos para algo más que tener un puto apéndice tecnológico. Ustedes dejan de participar, ustedes incomodan, hacen que el concierto sea peor”.
Lo primero que pensé al ver el vídeo fue en el receptor de la reprimenda. En el bochorno hiperbólico del abroncado, la vergüenza ajena de los que estarían con él, el sentimiento de culpa de los otros asistentes que justo, viva la casualidad, habían sacado el iPhone en justamente esa canción. Yo que sé, los aprensivos somos así de empáticos. Yo creo que me llega a pasar a mí y, si no me desmayo ahí mismo, hubiese dicho que soy community manager de la Rockdeluxe o algo del estilo y que estaba trabajando. Que ser un currela en pleno ejercicio del oficio es algo que siempre sofoca muchos cabreos ajenos.
Lo segundo que pensé, pasado ya el agobio por tan incómodo escarnio público, fue en lo muchísimo que disfruto los momentos de un artista perdiendo los papeles, riñendo a alguien del público, humanizándose, dejando por primera vez de ser Dios reencarnado sobre una tarima para convertirse en cualquiera de nosotros pagando un día de mierda en el trabajo con el primer compañero que pasaba por ahí. Como cuando Robe Iniesta paró el solo de guitarra de La vereda de la puerta de atrás porque “algún hijoputa” le había tirado un cachi. “Yo ya he cobrado. Al loro, que me voy a mi pueblo y os dan por el culo”. Dadme rockeros así, malencarados, abiertamente hijos de puta, sin ningún interés en disimular un falso cariño por su público, que no se molestan en esconder su absoluto desprecio por aquellos que les llenan los bolsillos.
La escena en su conjunto tiene especial gracia dado que ha alcanzado la viralidad gracias a que otro espectador, no el de la primera fila -espero que ese hubiese guardado el móvil- decidió grabar, desde su celular, la bronca de Bunbury a un fulano por pasarse el concierto grabando. Metahumor. La clave, volviendo a Bunbury, la encontramos en las últimas palabras de su mosqueo. Ustedes incomodan, ustedes hacen que el concierto sea peor. Ahí está todo. El concierto es, si hacemos caso a los artistas, sencillamente peor. Y lo es porque todo Dios siente la necesidad imperiosa de grabar el momento climático del concierto. No se nos vaya a escapar de la memoria, ahora que la tenemos abrasada de tanto scroll.
Claro está, existe un eximente. Grabar pensando en alguien. Esta historia la subo para ti, que es lo que pensamos todos. Maradona jugaba para su madre y yo grabo el concierto para ti. Yo, por regla general, siempre estaré a favor de querer ligar de la forma más evidente y descarada posible, de la ausencia de disimulo.
La historia para ti, sin duda una de las más altas cotas de arrastre emocional que puede alcanzar un ser humano, sólo se ve superada como epítome del amor en tiempos modernos por otra escena de igual simbolismo. Siendo honestos, compone ésta última mi momento favorito en cualquier concierto. Se produce durante una canción medianamente emotiva, cuando alguien, unas filas delante, saca el móvil, no para grabar, sino para hacer una videollamada. A la persona especial, intuimos, para que también pueda disfrutar de su canción. Y mientras tanto, los de las filas de detrás vemos un primer plano de la sonrisa bobalicona de un paisano ajustándose las gafas desde un salón destartalado y mal iluminado.
¿Qué es el amor? ¿Y tú me lo preguntas? Amor es acordarse de ti en cualquier concierto.
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La foto de la portada es de EFE/JAVIER BELVER