Sillón ball

Ahí están el ciclismo, o el tenis o la Fórmula 1, salvándote de tu propia angustia. Los deportes masivos se inventaron para paliar el bajón de las tardes de domingo.

Hay días en los que uno se levanta convencido de que es capaz de todo. Hoy no es uno de esos días. Porque es domingo, porque en la calle debemos tener 56 grados, porque tengo una resaca que me muero. Porque todos los problemas del ser humano nacen de su santa manía de no quedarse quietecito en casa. Quién nos mandará. Hay una cosa, eso sí, que podemos hacer. Hay una cosa que nos salvará ya que no lo hará ni la comida basura ni la masturbación. Hay ciclismo en la tele. 80 kilómetros hasta meta. La fuga tiene buena ventaja. ¿Será suficiente? ¿Cuándo atacará Pogacar? Por mí puede atacar ahora mismo o dentro de dos horas, que yo no pienso moverme. Por mí como si viene la misma muerte a visitarme que yo no me levanto, yo aquí me quedo, tan repanchingado y tan patético antes de entregar el último suspiro a Dios. Yo aquí me quedo, en este sofá granate y feo que, a fuerza de costumbre, ha ido cogiendo forma humana, la forma de mi culo y de mi espalda, como esa esa vieja cartera que usaba en la adolescencia con un condón en su interior y que, optimista como era, guardaba con la esperanza de darle uso cualquier viernes tonto. Dos años estuvo el preservativo sin moverse de su sitio, adoptando así la vieja cartera una especie de relieve circular que no impidió, sorprendentemente, que acabase cogiendo cariño a esa forma ciclópea, metáfora perfecta de mi fracaso sentimental y mi sex appeal negativo. Ahora bien, tanta espera mereció la pena, ¡vaya que si mereció! Menudo minutazo y medio de gloria me dio llegado el momento. Dos años tardó el condón en ser desenfundado y pasarán más de dos años, muchos más, hasta que me levante del sofá, ahora mismo ir a mi habitación me parece un esfuerzo similar al de coger un avión hasta El Cairo. Llega uno derrengado al domingo, sin fuerzas más que para cambiar de canal, cansado de hacer los mismos planes con la misma gente en los mismos sitios. La misma resaca, los mismos remordimientos. Pero ahí está el ciclismo, o el tenis o la Fórmula 1, salvándote de tu propia angustia. Los deportes masivos se inventaron para paliar el bajón de las tardes de domingo. Hemos construido una industria gigantesca con la que entretenernos los días de resaca. Especialmente en estos fines de semana de junio, con la canícula asomando la patita, que es cuando el sillón ball alcanza su máxima expresión. En esas dos, tres semanas que trascurren desde el final de la Liga hasta la molicie de julio, cuando las tardes de domingo saben a sudor y a Maxibón y suenan a gritos de los niños y a matraca de ventilador estropeado. Hay cierto placer en ver a esos atletas de élite retorciéndose de dolor, deshidratados, muertos por un cansancio que ni siquiera eres capaz de calibrar, mientras tú, tiradazo en el sofá y con los berretes del helado en las comisuras, les llamas de todo. “Corre un poco más, puto vago”, te han visto gritarle a la tele. Me gustan estos domingos, me dan paz. Domingos de Wimbledon y de Tour de Francia, de Gran Premio de Canadá y de playoffs de ascenso. Vuelvo a mi infancia estos domingos. A las siestas en casa de los abuelos, a la orden suprema de no despertar a los mayores y al vuelo de las moscas como único entretenimiento. La Phillippe Chatrier o la Planche des Belles Filles son nombres que evocan en mí las mismas sensaciones que las palabras manguitos o sandía. Carlos de Andrés hablándome de una catedral francesa del siglo XV es mi madre jugando al veo a veo. Algo que no se irá de mí jamás. Y ahora, que empiezo a coger forma de reloj de Dalí, que no tengo a mi madre para jugar al veo veo pero sí un móvil que me ha abrasado la atención y que me ha incapacitado para concentrarme en algo durante más de sesenta segundos, ahora que estoy cercano al TDAH por culpa de tanto estímulo breve, ahora sólo quiero entregar mi tarde entera y la vida misma si hiciera falta a la contemplación del esfuerzo ajeno, una actividad que no me exige demasiado, que está ahí de fondo, que la ignoro y la contemplo según me convenga. Perfecta para domingos de junio como este, con 56 grados en la calle y una resaca que me muero.

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