Hay veces que uno se levanta como si su vida fuera un tren de Renfe: lento, apático, con el mundo en contra y sin solución. Se te olvidó destender, no dejaste hecha esa última tarea y cuando te miras al espejo, este te devuelve un: mejor sigue durmiendo, pero 24 horas más. Intentas pasar página, pero se te dobla la esquina. Ayer no compraste café. Un mal mensaje y rematamos la faena. Nada, no hay solución posible. Luego intentas ser positivo pero es ver la lista de cosas pendientes y el pecho aprieta. Hoy tampoco comprarás café. Encima has estropeado tu libro favorito con otra esquina doblada. No hay solución porque tampoco tienes pinzas para tender.
“Ánimo, a pesar de todo, sabes que puedes” y ahí, con ese mensaje, esbozas una sonrisa. “Oye me apetece un café, ¿te llevo uno?”. Pues parece que tampoco es para tanto. Aunque al tomártelo, alguien tropieza contigo y te lo tira encima. Bueno da igual, total, no me ha dado tiempo a plancharla. Al menos no cayó en la americana.. Solución parcial.
De repente un correo: “Para mañana deja hecho el pinopuente, construye un puente volador y gana supervivientes”. Cierras el ordenador y suspiras. No ves salida.
Te pones los cascos y escuchas una canción que te recuerda a una persona. Y decides llamarla para ver cómo está y charlar un rato. Te cuenta que tiene pensado comprarse un piso y que por qué no quedáis el finde para cenar. Y quizás el pinopuente lo dejes para otro día, pero el puente lo intentas construir. Un poquito.
Intentas volver a centrarte, con tu camisa manchada y la cabeza embotada. Todo se hace bola. Nuevo correo: ‘‘el cliente no está satisfecho, el proyecto no ha salido, esforzaos más’’. ¿Más? ¿Hasta cuándo? ¿Y si no vale la pena? ¿Y si el camino fuese otro… o para otro?
A tomar por culo. Cierro todo: correo, word, Excel, Adobe, el paint y el partido de Nadal que tenía de fondo. Decido ir a dar un paseo. Con mi camisa manchada (y encima ya arrugada). Los ojos vidriosos y pensando en si algo merece la pena. Me meto en un parque. Y veo a un nieto paseando con su abuelo. Y la vida, de repente, hace un poco de ruido. Escucho pasar a una pareja, también anciana, y ella le dice a él: no sé cuántos años llevamos juntos pero no me cansaré de decirte que te quiero. Pues sí que hay que esforzarse. Al menos en el amor. Y quizás el camino difícil sea el que lleva a la felicidad. O eso quiero creer. Pero sonrío. Les hago una foto mental, para recordarme que la vida no es solo un correo con malas noticias en un cúmulo de catástrofes.
Llego a casa y mi perro me saluda. A él no le importa si no he construido una nave galáctica o si no he resuelto el mundo. Solo quiere que le tire la pelota. Claro, porque la vida también es pensar: ¿y qué? Y seguir. Mi madre me pregunta qué tal el día. No sé qué responder. Pero sus movidas en la peluquería, en el trabajo y con la vecina me entretienen.
Decido pedirme algo de comer y ponerme una serie nueva. Oye pues no está mal. He destendido y la casa huele a suavizante. Decido leer un poco para darme cuenta de que en la ficción también salen las cosas mal y no pasa nada. Si hay gente que pudiendo crear mundos maravillosos, cuenta desgracias es porque a todos nos suceden.
Y así, me voy a la cama sabiendo con la certeza de que mañana será otro día. Que quizás no será tan malo. Porque en estos días uno no busca soluciones, ni grandes respuestas. Solo un asidero. Algo que te sostenga un poco el alma. Con eso basta. No para arreglarlo todo. Solo para no rendirse del todo. Porque hoy me he dado cuenta de que un mal día se sostiene con las cosas pequeñas. Las que no se cuentan y te salvan sin hacer ruido.
Hoy, si te pesa el día, quédate con eso.
Que, a veces, sobrevivir ya es un acto de belleza.