Era un viernes de agosto, llevábamos un verano de mucha tralla y tampoco había ningún plan digno de ser considerado imprescindible. Nos debatíamos entre salir o no. Pesaban más los inconvenientes de la noche que sus virtudes. No encontrábamos, en definitiva, expectativas. Hasta que un amigo sacó el as de bastos, argumento inapelable con forma de punto y final y no hay más preguntas señoría, y ahí mismo se acabó el debate. "Coño, habrá que salir y bebérselo y bailárselo todo hoy que podemos, que luego el invierno en Madrid es muy frío y llega el primer viernes gris y lluvioso y te acuerdas de estos días". Nos convenció. Salimos. Bebimos y comimos unas cosas riquísimas, nos reímos con las anécdotas de siempre. Nos gustó aquella noche. Nos gustó salir. Acertamos saliendo. En una noche de verano cabe todo. Si lo pienso bien, el puñadito de veces que me he enamorado -pero enamorado de verdad, con toda la carga y toda la rotundidad del verbo, con toda la cursilería infantil del concepto- las veces que me he enamorado, decía, han nacido siempre de una noche de verano. De agosto, concretamente. Y yo no creo en el horóscopo, no creo en los eneatipos. No creo en nada ni en nadie que no sean mi madre o Nanni Moretti. Pero joder, ¿esta querencia estival a encariñarse cómo se explica? Esto quiere decir algo, ¿no? A lo mejor es que los piscis, tan sensibles nosotros, tan alérgicos a las grandes urbes y al asfalto y a los atascos, a lo mejor es que estamos hechos de agua y sal y únicamente estamos capacitados para sentir en esta época del año. Será nuestra naturaleza, qué quieres que te diga. Los piscis somos así, tenemos potestad para mear en el mar y nos enamoramos en agosto. No lo sé. Lo que sé, sin embargo, es que me gusta la combinación del olor del perfume con mi sudor. Me gusta porque me recuerda a ti. A este momento mágico y perfecto en el que te he conocido, antes de que al tiempo se le vaya a ocurrir la estupidez de no pararse aquí, aquí y ahora, antes de que al tiempo, imbécil y cínico y perfecto como es, le dé por su santa manía de seguir corriendo, y de que avancen los segundos impávidos, uno tras otro, inalterables a lo que sucede a su alrededor, para recordarnos que todo ya ha sido, que no hay presente sino pasado, y que uno sólo es consciente de los momentos de felicidad plena cuando los mira por el retrovisor, porque uno, cuando está inmerso en los momentos de felicidad plena, no está ni para cuestiones filosóficas ni para dilemas espacio temporales ni para accesos de melancolía, uno en los momentos de felicidad plena tiene que estar a lo importante, es decir, al amor y a la salud, porque empiezo a creer que a mí después de conocerte me llevan directamente al manicomio, así, sin solución de continuidad, nada más acabe el concierto me ingresan en la López Ibor. Quiero que este concierto no se acabe nunca, que dure hasta febrero. Quiero sobrevivir al otoño y llegar al invierno bailando. Quiero enterarme de todos los planes que haces. Estas primeras semanas de enamoramiento son una cosa loquísima y no sé si lo serían de habernos conocido, qué sé yo, en marzo o en octubre. Y también quiero que me subas a instagram y que improvisemos un plan de fin de semana en un sitio con mar. En Tarifa o en Llanes o en Altea. El destino me da un poco igual. Si sólo quiero lo que queremos todos, un amor de verano que dure todo el año, presentarte a mis amigos, comentar luego quien de todos fue el que te cayó peor y conocer tu casa de Madrid. Creernos un poco protagonistas de una peli de Jonás Trueba. No ser turista en tu vida a partir de septiembre. Habrá que salir y bebérselo y bailárselo todo hoy que podemos, hoy que todavía estamos a tiempo.