
Perdió, pero la derrota no le dejó tan devastado como cabría esperar. Después de levantarse un domingo de finales de agosto a las 7 de la mañana, conducir una hora y media hasta El Pedernoso, un pequeño pueblo de Cuenca, y pintar la ermita de la Abuela Santa Ana durante un día entero, el jurado determinó que el cuadro de Pedro Alfonso Méndez, de 33 años, no merecía ninguno de los 10 premios que se repartieron —y por tanto, ninguna recompensa económica. Asumió la derrota con estoicismo. El joven artista comentó el desastroso resultado del concurso de pintura rápida con el resto de compañeros, metió el lienzo en el maletero del coche, se encendió el cigarrillo que tenía enganchado en la oreja y partió de vuelta a su casa en Rivas-Vaciamadrid. “Es una lotería, nunca sabes si vas a ganar”, reflexionó en el trayecto de vuelta. “Los que nos dedicamos a esto vivimos mucho del orgullo propio, de la fe divina en que las cosas van a salir bien, aunque haya muchos días en los que te vas a casa de vacío”.
Cada fin de semana, decenas de pintores de todos los rincones de España se montan en sus coches y furgonetas y recorren los pueblos de la península. Participan en concursos de pintura rápida. Durante un día entero, los participantes realizan una obra original al aire libre y frente a la iglesia, ayuntamiento o calle que hayan decidido retratar. Un exhaustivo estudio de 2016 llamado Los certámenes de pintura rápida al aire libre en España, de la Universidad Miguel Hernández de Elche, calculó que se celebran al año unos 600 concursos cuyos premios oscilan entre los 300 euros (para los últimos puestos) y los 3.000 euros (para los ganadores). Algunos artistas ganan los suficientes certámenes como para poder permitirse vivir de su arte (ya casi convertido en oficio). Otros —la mayoría— vienen aquí por afición, porque les apasiona el reto de viajar, pintar un pueblo en un solo día y marcharse de vuelta a casa al final de la tarde.

Pedro es de los que se ganan la vida con esto. Llegó a El Pedernoso a las 9.30 de la mañana. Allí le estaba esperando su padre, Tomás, el hombre que le enseñó el camino de la pintura rápida y al que ahora supera en número de victorias. Pedro sacó del maletero dos lienzos grandes, entraron con ellos al Ayuntamiento y un encargado de la organización apuntó su nombre y selló los lienzos. “Ale. Y buena suerte. A eso de las dos nos decís dónde estáis y os llevamos un táper con paella”, dijo el encargado. Después de desayunar unos churros untados en un café negro como el asfalto en el único bar abierto, Pedro y el resto de compañeros empezaron a pensar en el cuadro del día y dónde iban a situarse para hacerlo. “¿Y si vamos a la ermita?”, propuso Tomás, “aunque hay mucha gente allí”. “Hay una esquina cerca de la Iglesia que me gusta… pero es muy cerrada”, comentó Pedro. Después de un pequeño debate decidieron ir a la Ermita de la Abuela Santa Ana, en lo alto del pueblo. Para entonces ya eran las 10 de la mañana.
Al llegar, Tomás intenta buscar un enfoque diferente: de espaldas a la ermita, con el pueblo al fondo y un campo de olivos que llega hasta sus pies. Pedro da vueltas alrededor de la edificación hasta que se decide por pintar la entrada a través de unos árboles. Abre el maletero de su coche y saca el armamento del pintor: un caballete, un estuche lleno de pinceles y brochas y un cubo donde va metiendo los usados. También están las herramientas propias del pintor itinerante que tiene que adaptarse a condiciones de tiempo muy variables: una navaja, una garrafa de agua para colgar del caballete y que no lo derribe el viento, una lona para protegerse del sol —aquel día se superaron los 30 grados—, un manojo de cuerda, spray con agua.

“Había pensado en pintar la estructura aquella”, dijo Pedro mientras señala una estructura insípida y sin nombre —apenas un cartel indicando que quizás fue un antiguo depósito de agua— al otro lado de la carretera, “pero creo que voy a hacer caso a Blai y no me voy a liar, voy a pintar la entrada de la ermita y listo”. Blai Tomás Ibáñez, el gurú de los artistas de pintura rápida, es un valenciano de 70 años delgado, serio y con pulseras en las muñecas. Llevaba pintando un buen rato muy cerca de allí, debajo de los olivos que rodean la iglesia. Su pincelada es decidida y avanza rápido, sin contemplaciones. Pedro Asuar, de 67 años, otro de los pintores con más experiencia, le describe como uno de los pocos que “ganaba antes, y gana ahora”. Blai, después de un rato conversando, confesó la clave de su modesto éxito en estos concursos: “Hay que pintar para la gente, no para ti mismo”. “El otro día, en otro concurso, hice el interior de una iglesia, me quedó precioso, pero luego nada, el jurado no se enteró de la calidad que tenía ese cuadro”, contaba. No se llevó ningún premio en aquella ocasión.
En los concursos más importantes —el de Uclés, en Cuenca, por ejemplo— tienen un jurado de expertos que valora la calidad de la pincelada y la destreza general que ha demostrado el pintor al realizar su obra. Pero en los premios menores como el de aquel día, el concepto de jurado es diferente. La única forma que tiene este pueblo de menos de 1.000 habitantes de financiar un premio así (14 premios en total) es que lo financien los patrocinadores. Suelen ser familias adineradas del pueblo: la más rica financia el primer premio, el más cuantioso, y el resto se reparten el segundo, el tercero y los demás. Por eso Blai hablaba tanto de saber ubicarse, porque no es lo mismo pintar aquí que pintar en otro sitio. Los ojos que juzgan no son los mismos. Así que, esta vez, él ha ido a por algo básico, una panorámica del pueblo. “Los patrocinadores, en general, no tienen ni idea, y acaban escogiendo como ganadores cuadros de mercadillo y dejan de lado cuadros que realmente valen lo que están pagando por ellos”.

Para asegurarse de que no se van a casa de vacío después de pasar el fin de semana en la carretera, Blai y un buen grupo de pintores itinerantes van a todos los concursos posibles. Los Ayuntamientos, como saben esto, intentan organizarse para que estén más o menos cerca. “Intentamos coordinarnos con los pueblos de alrededor para que así vengan más pintores”, contaba Ana Cantero, la alcaldesa del pueblo. “Se trata de sacar la cultura a la calle, y que haya un museo al aire libre durante todo un día”, apuntó. El concurso de El Pedernoso, el domingo por la mañana, es el cuarto al que acuden muchos de los pintores que han salido este fin de semana a hacer la ruta. Pedro Asuar ha estado en todo el recorrido: viernes por la noche, concurso, sábado por la mañana, concurso, sábado por la noche (terminaron a las 4.30 de pintar), concurso, y domingo por la mañana, último concurso en El Pedernoso. Es un señor mayor, perro viejo de este circuito, y lo explica mejor que nadie: “El lunes estoy muerto, el martes medio muerto, el miércoles me empiezo a recuperar y a ver lo que hay el próximo fin de semana, y el jueves ya me preparo para salir el viernes”.
Aunque se quejen, ninguno de ellos quiere dejar esta afición convertida en trabajo. “Estoy enganchado, como casi todos estos”, decía Asuar, malagueño de nacimiento, bajo la sombra de otro olivo, al lado de la ermita. “Si eres una persona activa, te gusta conducir, pintar y conocer sitios —yo he conocido toda España pintando. He ido siete veces a la Palma a pintar”, cuenta Asuar. Blais también dice: “Es fascinante. Llega un punto en el que tus manos van solas, ya no puedes darles órdenes ni pensar porque ellas tienen autonomía propia y van más rápido que la propia mente. Mis manos me sorprenden, deciden y de repente hacen algo que dices, ostras, no lo voy a tocar más, ya está”. Otros están más por necesidad: “Yo estoy aquí porque en 2008 todas las galerías se van al traste y de algo hay que vivir”. Eso lo cuenta Fernando Casanova, alto y algo más joven que los dos anteriores. Ha enchufado una sombrilla a la esquina de su furgoneta y pinta, como los demás, una panorámica del pueblo, pero en tonos ocres.

Pero son ya las doce de la mañana y Pedro apenas ha empezado su cuadro. Después de buscar su sitio, montar el caballete y poner el toldo, empieza a pintar y al rato dice: “No me gusta cómo está quedando. Creo que lo voy a borrar y voy a cambiar un poco el encuadre”. No está nervioso. Sabe que en un par de horas puede tener el cuadro listo. Es de muñeca rápida. Con cuatro pinceladas es capaz de pintar un árbol como si hubiera estado dos días trabajando intensamente. Después de solo tres años ha ganado bastantes concursos —incluidos los importantes, con jurado profesional—, los suficientes como para vivir de esto, darse un poco a conocer y empezar a dar clases en una escuela de pintura de Madrid y trabajar para una galería. Blais, que se ha erigido en una especie de mentor del joven, decía sin aspavientos que el chico “tiene talento”. “Hay quien tiene que aprender a pintar y otros que nacen sabiendo, que lo llevan dentro… y tú les enseñas cuatro cosas y ya van solos y empiezan a volcar su interior”.
En el pueblo, entre las calles de El Pedernoso, aparecen pintores con sus caballetes y pinceles. Ana ha decidido utilizar una calle colindante al ayuntamiento, con un arco antiguo, para apostar por otra temática. “A veces es como meter dentro de una bola todos los cuadros. A lo mejor te toca, pero nunca se sabe”, comenta. “A lo mejor justo has pintado la casa de una de las familias del jurado y te llevas un premio”. Mientras trabaja en su lienzo, la gente se acerca a hablar con ella y comentar la jugada. “Qué bonito está quedando”, dice una pareja. “Gracias”, contesta ella mientras mezcla los colores sobre una mesa plegable. Por la ermita también pasan los curiosos. A las dos, una comitiva reparte los táperes de paella con una gamba gigante dentro.

A las tres de la tarde se hace el silencio. Los vecinos del pueblo duermen la siesta en la comodidad de sus casas mientras en la ermita, rodeados de un ambiente de cementerio, los pintores pintan y el único ruido que perturba la tranquilidad de este paraje es el viento que agita las copas de los árboles. También, de vez en cuando, este arranca un lienzo de su caballete y se escucha el estruendo cuando choca contra el suelo. Entonces llega hasta los oídos la queja ligera —están demasiado acostumbrados a este tipo de accidentes como para enfadarse— de algún pintor, y vuelta al silencio. Pedro, con una lata de cerveza en la mano, lo arriesga todo con grandes pinceladas que sin mucho esfuerzo hacen un tronco perfecto, un árbol y la sombra de una columna sobre el suelo de tierra. Su padre se acerca a ver cómo va su hijo. Mientras comentan la jugada dice: “Esto de pintar requiere de mucha concentración, y cuando dejas de pintar y sales de ese estado de gracia, ya te quieres ir”. Pedro no come mientras pinta. Solo cerveza y pitillos. “Esta vez me he ido hacia los verdes, hacia el colorín, que es lo que les gusta por aquí”, argumenta.
A partir de las cuatro de la tarde empiezan a llegar a la plaza del Ayuntamiento los primeros cuadros terminados. Antes de las cinco tienen que estar ahí las obras de los 32 participantes. Los vecinos salen de sus casas y se acercan a mirar. Algunos de ellos van apuntando en un papel. Son los patrocinadores. En esta ocasión, el pueblo reparte 14 premios. El primero —patrocinado por la familia Menéndez González— tiene una dotación de 1.000 euros, el segundo —este sí, el único patrocinado por el Ayuntamiento— de 700 euros, el tercero de 500, y otros 11 premios de 300 euros patrocinados por distintas familias del pueblo. Pedro, por desgracia, no consigue ninguno. Su padre tampoco. Blai sí consigue su premio, acompañado de una pata de jamón. Los concursantes se felicitan unos a otros, se despiden y se van, con lienzo o sin lienzo, con cheque o sin cheque, de vuelta a casa. Hasta el próximo fin de semana.
