
Eran las seis de la tarde de un martes oscuro y frío en la ciudad de Gante, en Bélgica, cuando llegué al hotel y me tumbé un momento sobre la cama. Estaba derrotado por los vaivenes del avión, el paseo posterior con un guía bruselense y la cerveza de 8 grados que me había bebido por educación (pero sin ninguna gana) mientras el tipo nos contaba —a mí y a la encargada de prensa, una señora con dos hijos pequeños que vive en Vallecas— historias de cuando empezó por accidente sus andanzas como guía turístico.
Su táctica era infalible: primero se aseguraba de que los presentes no tenían ni la más remota idea del lugar en el que estaban con una pregunta inocente pero certera: “¿Alguno de vosotros ha estado aquí antes?”. Luego procedía a realizar un recorrido por la ciudad contando historias que no eran más que un fruto aleatorio de su mente fantasiosa. Porque en este mundo todo es relativo y volátil, como el avión de papel que se estrella contra el suelo nada más despegar: no se trata de saber más que el resto del mundo, sino de saber un poco más que la gente que te rodea.
Cuando al calor de la cerveza nos hizo esta confesión, me quedé pensando. Analizadas a la luz de este nuevo dato, algunas de las explicaciones que había dado a nuestras preguntas más extravagantes se volvieron extremadamente sospechosas, rocambolescas, extraordinarias, pero en el mal sentido de la palabra. En un ocasión, le pregunté por un edificio cuya fachada estaba inclinada hacia delante y el tipo no tardó ni dos segundos en contarme que ese era el antiguo edificio del gremio de los panaderos, y que la pared estaba así para que los sacos de harina no se rozaran al subirlos para meterlos por el tejado. La explicación no parecía muy certera, pero me la creí (o había querido creérmela) porque ya había dado al hombre un grado altísimo de autoridad.
Cuando la idea que me había hecho de ese hombre empezó a derrumbarse, pensé: “Para, no te hagas esto”. ¿Qué hay mejor que una mentira piadosa que calma el corazón inquieto de un alma dubitativa? Nada. ¿Yo quería una explicación? El señor me había dado una explicación magnífica. ¿Para qué indagar? ¿Por qué empeñarse en conocer la verdad cuando la fantasía era suficiente para justificar nuestra existencia, la suya y la mía? Su misión no es saber cada maldito detalle de la ciudad de Gante. Su verdadera misión es hacernos pasar un buen rato, fingir que nuestras preguntas eran interesantes, inventar una respuesta curiosa que contar cuando estuviéramos de vuelta en casa y dejarnos la sensación de que el esfuerzo había merecido la pena.
Yo no quiero la verdad, sólo quiero una explicación plausible de por qué pasan las cosas que pasan, y eso es mucho más de lo que se puede pedir a la verdad, siempre tan complicada. El corazón no quiere la verdad ni aunque la busque con ahínco. Cuando llega no puede soportarla y se deshace entre los dedos justo cuando estamos a punto de tocarla, como las nubes que se disipan cuando el avión las atraviesa. No merece la pena seguir pensando en esto, me dije, me levanté de la cama y me metí en la ducha. No sirvió de nada. La suciedad metafísica que se me había pegado al cerebro aquella tarde no se quitaba ni con jabón de lavanda.
Una frase es como un buen hijo. Sabes que es lo correcto, pero cuesta un poco dejarla marchar.