
El hotel tenía piscina, una piscina pequeña, majestuosa, climatizada, y yo no podía soportar la idea de no bañarme. Pero ya eran las seis de la tarde en Gante, noche cerrada, oscuridad penetrante que incitaba al inmovilismo, al recogimiento de la mente y el cuerpo en un manto de penumbra. Yo estaba tirado en la cama, muerto. En recepción me habían dicho que la piscina abría hasta las 10, pero la oscuridad que rodeaba esa parte del edificio, al otro lado de un patio, invitaba a no acercarse demasiado. Aun así me levanté de la cama, fui corriendo al Primark, entré cuando quedaban apenas 10 minutos para cerrar, compré un bañador (pantalón corto de plástico) y volví al hotel. Subí a la habitación, cogí las zapatillas blancas que había encima de la cama, una toalla del baño, y bajé. Me sentía extraño. Estaba cansado, emocionado, y en las profundidades de mi mente podía notar algo más, una especie de vergüenza que venía de no sé dónde. La intentaba camuflar con una media sonrisa ocasional y un pensamiento concreto. Decidí pensar (al menos lo intenté) que ellos, los otros, eran los pringados, seres humanos incapaces de apreciar una piscina climatizada. Habían estado ya en tantos hoteles con piscina climatizada que aquello no podía cambiarles la vida. Apenas era capaz de cambiarles el estado de ánimo.
Cuando crucé la puerta del recinto ya eran casi las nueve de la noche. Lo primero que me encontré fue un cambiador. Había zapatillas y toallas —iguales que las que yo me había traído desde la habitación—, y filas de botellitas de agua. Me sentí pobre por no saber que en un hotel de esta categoría sus huéspedes no tendrían que ir cargados por ahí con chanclas y toallas. Luego seguí adelante con el plan. Bebí agua de la botellita, me quité la ropa, la guardé en el casillero, me puse el bañador, cogí una toalla y las chanclas y me fui a la piscina. No me zambullí porque no quería llamar la atención de nadie, así que entré a la piscina caminando, por las escaleras. El agua estaba templada como un abrazo. Cuando sumergí la cabeza, por fin, el ruido ensordecedor que retumbaba en las paredes de mi mente se acalló un poco y me di permiso para relajarme. Luego me reí. De la pura felicidad de estar bajo el agua de una piscina climatizada en Gante, una ciudad triste en la que ahora me sentía un poco menos solo.
Andaba tan contento que empecé a tocar todos los interruptores que vi esperando que uno de ellos encendiera un chorro a presión que había en la pared de la piscina. Fallaron todos menos uno (nunca supe cuál) que activó unos motores tan ruidosos como un tractor en movimiento y de la superficie de la piscina empezó a salir agua a borbotones. Pulsé el interruptor que creía que lo había activado, pero nada. El ruido ensordecedor del agua era increíble. Miré hacia arriba, por los ventanales y hacia la zona de la recepción, pero no vi a nadie. A lo mejor no me habían visto. Toqué desesperado el resto de botones en un intento inútil de apagar la máquina. Era imposible. Salí del agua perturbado, confundido, me cambié rápido en el vestuario y con el pelo mojado y el bañador goteando bajo el brazo crucé la recepción, el restaurante, el bar y subí a mi habitación, muerto de vergüenza. Maldita sea.