Apuntes de un verano sin gracia

Ahora yo veo que los jóvenes van a todas partes con la maquinita que les dice a dónde tienen que ir y qué camino tienen que seguir… JODER, si lo que mola es perderse

Una pareja sentada en el césped frente a un aparcamiento. 

Hay tantos textos que se han quedado sin escribir. Yo pensaba que simplemente no escribía porque me faltaban ideas, pero creo que lo que me faltaban eran fuerzas. Después de una revisión concienzuda de apuntes tomados en papeles a punto de perderse en el cajón, notas guardadas en la aplicación más caótica del móvil y comienzos aventurados en Google Docs, he descubierto muchos intentos de aventurarme a contar algo relevante. Estamos a principios de septiembre, me doy un baño en el agua fría de la piscina de mis padres, me siento en una silla y me digo que voy a intentarlo. Porque se acaba el verano y a la estepa castellana de mi corazón ha empezado a llegar un viento gélido que augura un invierno tan frío como la mirada de mi madre cuando le dije que fumaba. Y porque el viento azota con fuerza huracanada mi pelo grasiento y la ropa tendida en el jardín de la casa de mis padres. Una toalla sale volando, cae suavemente en la piscina, poco a poco se moja y va hundiéndose en el fondo. Así he ido yo descendiendo hasta las profundidades de mi mente en busca de la fuerza para seguir escribiendo. La encuentro justo antes de ahogarme. 


1.

Estaba haciendo un reportaje en la calle cuando me enfrasco en una conversación intensa con el dueño de una librería de segunda mano de Chamberí. Es un mexicano de unos 50 años con un cuerpo de mantis religiosa y una mente de gacela. Lleva 20 años viviendo en España. La selección de libros es sutil, especial, llena de pequeñas sorpresas relativamente baratas. Le pido su opinión sobre el precio desorbitado del alquiler en Madrid y la desaparición del comercio de barrio tradicional. El tipo acaba contándome su vida y dándome unos consejos interesantes para la mía. 

—A mí no me extraña esto que está pasando. Sabiendo cómo son los seres humanos y sabiendo cómo está organizado el sistema… vamos hacia la igualdad, hacia la homogeneización de todo lo que nos rodea. Porque si cada uno tiene su tiendita, cada uno tiene su personalidad y eso se nota en el producto final… y aunque no tengas personalidad, vaya, es casi inevitable. Claro que hay mucha gente parecida, se ve cuando sales de casa y ves que uno se parece al otro. Pero si te fijas hay pequeñas cosas, pequeños tics inevitables que nos hacen diferentes. Lo otro tiende a robotizarte. Si no te conviertes en un robot, te echan de la empresa. Es por esas cosas de la marca, le dicen ahora, la homogeneidad que requiere la marca. 

Y sigue hablando, y sus palabras se convierten en un torrente que limpia todo lo malo que hay en el mundo. Luego vuelve a entrar la mierda como si la entrada de una presa se hubiera abierto por error. En otro momento de la conversación:

—No me gusta tampoco echarle la culpa a los jóvenes y pensar que son diferentes. Es un proceso natural de la vida… porque uno siempre mira atrás y dice ah, nosotros éramos mejores. Pero no, también cometimos errores, cada generación tiene sus errores. Alguna vez veo a los jóvenes y digo aaaah, ya aprenderás de tus errores… yo en tu generación veo a mucha gente que no reflexionan, ni les interesa. Se dejan guiar mucho por la supuesta modernidad. Pero bueno, yo he sido un poco temerario en mi vida. 

Y con esa frase lanzada al aire empieza a contarme su vida:

—Salí de mi país sin dinero y sin objetos de valor, apenas con una maletita de este tamaño. Llegaba a países donde no conocía a nadie, ni hablaba la lengua de ese país, y me tenía que buscar la vida. He vivido en Grecia, he vivido en Israel, he vivido en diferentes sitios, y ahora yo veo que los jóvenes van a todas partes con la maquinita que les dice a dónde tienen que ir y qué camino tienen que seguir. Vale, aquí es dónde hay que ir, no me pierdo… JODER, si lo que mola es perderse —lo dice con una intensidad inédita, cabreado pero contenido, yo escucho atentamente, presiento que se acerca el clímax de nuestra conversación—. Yo siempre he dicho eso, a mí me mola extraviarme, no saber dónde estoy, y empezar a buscar. En cambio, ahora es justo lo contrario. Ay, estoy perdido, ay, no sé dónde estoy. JODER. Ay, no sé esto, no controlo esto, cuánto vale esto… no, lo que mola es la oscuridad, mola perderse, mola que no hablen tu lengua, mola todo ese tipo de cosas que no entiendo, ¡cojonudo que no entiendas!, tienes una puerta abierta y un horizonte para empezar a aprender. JODER, qué más quieres. Sabores diferentes, colores diferentes… yo no sé a la gente por qué eso no le gusta. 

Se queda en silencio por fin. Yo no sé qué decir. Seguimos hablando de más cosas y al rato me voy, un poco exhausto. Esto iba a ser un cajón de sastre de las palabras anotadas en verano, pero creo que no hace falta decir nada más. 

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Ahora yo veo que los jóvenes van a todas partes con la maquinita que les dice a dónde tienen que ir y qué camino tienen que seguir… JODER, si lo que mola es perderse
Una pareja sentada en el césped frente a un aparcamiento. 

Hay tantos textos que se han quedado sin escribir. Yo pensaba que simplemente no escribía porque me faltaban ideas, pero creo que lo que me faltaban eran fuerzas. Después de una revisión concienzuda de apuntes tomados en papeles a punto de perderse en el cajón, notas guardadas en la aplicación más caótica del móvil y comienzos aventurados en Google Docs, he descubierto muchos intentos de aventurarme a contar algo relevante. Estamos a principios de septiembre, me doy un baño en el agua fría de la piscina de mis padres, me siento en una silla y me digo que voy a intentarlo. Porque se acaba el verano y a la estepa castellana de mi corazón ha empezado a llegar un viento gélido que augura un invierno tan frío como la mirada de mi madre cuando le dije que fumaba. Y porque el viento azota con fuerza huracanada mi pelo grasiento y la ropa tendida en el jardín de la casa de mis padres. Una toalla sale volando, cae suavemente en la piscina, poco a poco se moja y va hundiéndose en el fondo. Así he ido yo descendiendo hasta las profundidades de mi mente en busca de la fuerza para seguir escribiendo. La encuentro justo antes de ahogarme. 


1.

Estaba haciendo un reportaje en la calle cuando me enfrasco en una conversación intensa con el dueño de una librería de segunda mano de Chamberí. Es un mexicano de unos 50 años con un cuerpo de mantis religiosa y una mente de gacela. Lleva 20 años viviendo en España. La selección de libros es sutil, especial, llena de pequeñas sorpresas relativamente baratas. Le pido su opinión sobre el precio desorbitado del alquiler en Madrid y la desaparición del comercio de barrio tradicional. El tipo acaba contándome su vida y dándome unos consejos interesantes para la mía. 

—A mí no me extraña esto que está pasando. Sabiendo cómo son los seres humanos y sabiendo cómo está organizado el sistema… vamos hacia la igualdad, hacia la homogeneización de todo lo que nos rodea. Porque si cada uno tiene su tiendita, cada uno tiene su personalidad y eso se nota en el producto final… y aunque no tengas personalidad, vaya, es casi inevitable. Claro que hay mucha gente parecida, se ve cuando sales de casa y ves que uno se parece al otro. Pero si te fijas hay pequeñas cosas, pequeños tics inevitables que nos hacen diferentes. Lo otro tiende a robotizarte. Si no te conviertes en un robot, te echan de la empresa. Es por esas cosas de la marca, le dicen ahora, la homogeneidad que requiere la marca. 

Y sigue hablando, y sus palabras se convierten en un torrente que limpia todo lo malo que hay en el mundo. Luego vuelve a entrar la mierda como si la entrada de una presa se hubiera abierto por error. En otro momento de la conversación:

—No me gusta tampoco echarle la culpa a los jóvenes y pensar que son diferentes. Es un proceso natural de la vida… porque uno siempre mira atrás y dice ah, nosotros éramos mejores. Pero no, también cometimos errores, cada generación tiene sus errores. Alguna vez veo a los jóvenes y digo aaaah, ya aprenderás de tus errores… yo en tu generación veo a mucha gente que no reflexionan, ni les interesa. Se dejan guiar mucho por la supuesta modernidad. Pero bueno, yo he sido un poco temerario en mi vida. 

Y con esa frase lanzada al aire empieza a contarme su vida:

—Salí de mi país sin dinero y sin objetos de valor, apenas con una maletita de este tamaño. Llegaba a países donde no conocía a nadie, ni hablaba la lengua de ese país, y me tenía que buscar la vida. He vivido en Grecia, he vivido en Israel, he vivido en diferentes sitios, y ahora yo veo que los jóvenes van a todas partes con la maquinita que les dice a dónde tienen que ir y qué camino tienen que seguir. Vale, aquí es dónde hay que ir, no me pierdo… JODER, si lo que mola es perderse —lo dice con una intensidad inédita, cabreado pero contenido, yo escucho atentamente, presiento que se acerca el clímax de nuestra conversación—. Yo siempre he dicho eso, a mí me mola extraviarme, no saber dónde estoy, y empezar a buscar. En cambio, ahora es justo lo contrario. Ay, estoy perdido, ay, no sé dónde estoy. JODER. Ay, no sé esto, no controlo esto, cuánto vale esto… no, lo que mola es la oscuridad, mola perderse, mola que no hablen tu lengua, mola todo ese tipo de cosas que no entiendo, ¡cojonudo que no entiendas!, tienes una puerta abierta y un horizonte para empezar a aprender. JODER, qué más quieres. Sabores diferentes, colores diferentes… yo no sé a la gente por qué eso no le gusta. 

Se queda en silencio por fin. Yo no sé qué decir. Seguimos hablando de más cosas y al rato me voy, un poco exhausto. Esto iba a ser un cajón de sastre de las palabras anotadas en verano, pero creo que no hace falta decir nada más. 

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