A veces la vida no marcha por los caminos que yo le marco, la gente me decepciona y mis convicciones se tambalean en la fina línea de mi personalidad quebradiza. En esos momentos solo quiero encerrarme debajo de una piedra y esperar a que pase la tormenta. Ya sé que estamos en verano y que la vida tiene que ser maravillosa, pero he tenido un fin de semana de mierda lleno de pequeñas derrotas y necesito contarlo. A ver si consigo darle significado a tanta tragedia (o al menos que me sirva de algo). Ayer (miércoles) me vine a Valladolid en autobús para escapar del calor de Madrid, estar con mi familia y bañarme en la piscina. Tenía el asiento número 13, pero me cambié porque mi hermana estaba en el 50. Después de una breve negociación con el individuo del asiento 49, cogí el ordenador, los cascos inalámbricos, el teléfono y me trasladé hasta allí. Durante la primera parte del viaje hablamos de la vida, de sus vacaciones, de mis viajes de trabajo y de las desgracias familiares.
Cuando se nos acabó la conversación todavía no habíamos salido de Madrid. El atasco tenía al autobús parado en mitad de la nada, rodeado de coches ansiosos por volver a casa o salir de vacaciones. Con dos horas de trayecto por delante, saqué el ordenador y me puse a trabajar. Edité un texto, escribí otro y, cuando me cansé de estar medio encorvado con la pantalla del ordenador apuntando a mi estómago, lo guardé con los AirPods en la rejilla del asiento delantero. Me arrebujé en el asiento minúsculo y traté de dormir hasta que llegamos a Valladolid. Al llegar y antes de salir me fui hasta mi asiento original, cogí la raqueta y la mochila que había dejado en la parte de arriba y bajé. En la rejilla del asiento 49 se quedó el ordenador (mi único medio de trabajo) y los AirPods. No me di cuenta hasta mucho tiempo después.
Mi padre nos vino a buscar, fuimos a casa, me bañé en la piscina. “Qué bien”, pensé. “Qué gusto la vida”, dije en voz baja. Luego me hice tres cortes en la mano intentando separar en dos un estropajo de alambre. Quería utilizar un cacho para limpiar el cemento de los azulejos del jardín (resultado de una chapuza que hice el fin de semana anterior), pero en el proceso de estirar el estropajo para separarlo en dos, una línea se quedó enganchada a mis dedos y me corté. Uno de los cortes, en el pulgar izquierdo, era moderadamente profundo.
El jueves me levanté tarde, cansado y dolorido, abrí la mochila, toqué el fondo y se me hundió la mano. Pensé, todavía un poco dormido: “Mierda”. Encima me había salido un grano de adolescente en el pómulo. Todo esto, sumado a otro par de cosas que me estaban jodiendo la vida, hicieron que tuviera una mañana de mierda, trabajando mientras escuchaba sin cesar la misma canción de música clásica del tono de espera de objetos perdidos de Alsa. En una ocasión esperé 20 minutos, alguien contestó, no se escuchaba bien y colgó. Otra vez estuve 10 minutos esperando y de repente, sin aviso previo ni explicación, el teléfono se colgó solo. Fui perdiendo la esperanza, me hundí en el sofá y empecé a investigar cuanto costaba un ordenador nuevo de Apple. Creció mi desesperación mientras resistía con estoicismo vikingo la mirada penetrante y culposa de mi madre.
Hice la última llamada a la 13.30 pensando que seguramente los empleados de Alsa ya estarían comiendo. No fue así. Una señora contestó solo 5 minutos después de que saltase a escuchar el tono de espera. Le conté mi situación, me dejó en espera otra vez, hizo un par de llamadas y volvió con una información que me sacó del hoyo: el ordenador estaba en un cajón en la sala del conserje de la estación de autobuses de Valladolid. Alex Honnold dice que hay enfrentarse a la muerte de vez en cuando para que cuando nos pasen estas cosas, no le demos demasiada importancia. Mi madre, que está pintando un cuadro enfrente de mí mientras escribo, tiene otra forma de ver las cosas.
—Esto es una señal— dice sin levantar la vista.
—¿Una señal de qué?
—Una señal— ahora sí que levanta la cabeza y me mira— de que estás haciendo más cosas de las que puedes manejar. Hay cosas que tienes que dejar ir, y centrarte en lo importante. En el fondo es un signo de narcisismo. No ves tus propios límites.
—Joder.
¿Pensabais que había terminado? Pues no. Desde que empecé a escribir este texto me han pasado cosas que no puedo dejar de incluir en este texto. A ver si alguien es capaz de interpretar lo que significan. El sábado, llevando a mi abuela de vuelta a su casa en el pueblo, un pájaro que volaba demasiado bajo se empotró contra la delantera de mi coche. Giré la cabeza para ver si mi abuela había oído el golpe secó, pero no. Miré por el retrovisor y no vi nada en la carretera. “A lo mejor se ha salvado y solo han sido imaginaciones mías”, pensé. Qué va. Su cuerpo inerte se había quedado metido entre las rendijas del coche. No pude sacarlo de ahí hasta que no conseguí una bolsa de basura al llegar a casa. Era bonito y tenía las plumas de varios colores.

Al día siguiente, antes de ir a la estación de autobuses, revisé la mochila como hago siempre, para comprobar que por accidente no había dejado por ahí las llaves del piso de Madrid. Miré en el bolsillo pequeño, pero no estaban. Pensé un momento y me di cuenta de que ni siquiera las había cogido al salir de casa. Así que estoy en Madrid, son las 12 de la mañana y el primero de mis compañeros de piso no llega hasta las 19.30. ¿Qué es esto? No entiendo nada. No sé qué hacer, así que me voy a escalar. Con cuidado, porque ya no me fio de nada ni de nadie. Están poniendo a Bill Withers por los altavoces y un temazo que se llama For What It’s Worth de Buffalo Springfield, así que bueno, la vida es una mierda, pero yo hago lo que sea para que no se me atragante. Estoy solo en una sala subterránea llena de agarres. Silencio, música y escalada. Si mis pensamientos me dejarán tranquilo durante un rato, estaría tan a gusto.
Llega un momento en el que ya no puedo alargar más mi estancia en el rocódromo. Me pongo las chanclas y me voy. Pienso en hablar con algún amigo, pero me da coraje mandar un mensaje de WhatsApp un domingo por la tarde suplicando compañía. Me resisto y me inclino a pensar que esta batalla la tengo que pelear solo, con mis propias armas. Que no son pocas: tengo una raqueta de tenis, un ordenador con batería, una cámara carísima, ropa sucia, cepillo de dientes y dentífrico, un cuaderno, un libro de reportajes por si todo falla, un boli, un cuaderno. Podría irme lejos, podría empezar a caminar y no volver. Mientras escalaba se me ha abierto un poco el corte que me hice el miércoles en el pulgar izquierdo.
Cuántas cosas puede pensar una cabeza cuando tiene tiempo. Es abrumador. No quiero esta vida, quiero una vida tranquila, donde no haya que esforzarse por fluir. Quiero fluir sin darme cuenta, porque la gente a mí alrededor fluye y yo no tengo que forzar nada, solo estar, ser, sentir. Estoy tomando una cerveza en el bar del toldo rojo, al lado de mi casa, a las dos de la tarde. Mi comida son unos cacahuetes y dos cigarrillos de liar. No tengo hambre. ¿Mi vida es un desastre o soy yo el que se obsesiona? Seguramente sea lo segundo. En realidad he tenido un fin de semana lleno de cosas positivas que ahora mismo no vienen a cuento.
Después de la cerveza en el bar del toldo rojo me voy al césped que corre al lado del pequeño río en el Parque del Oeste. También me canso. Intento hacerme el hippie, dormir la siesta, meditar, leer, absorber la energía de la naturaleza, pero no puedo. Me lo impiden las hormigas que trepan por los pelos de mi pierna, las moscas sin miedo a la muerte y el resto de bichos del infierno animal. Termino esta aventura trepidante en el único bar abierto de mi zona, un par de calles más arriba de Guzmán el Bueno. Hay cuatro señores, una señora loca y excéntrica, una camarera buenaza y un señor decrépito que está en una esquina medio dormido. España juega la Eurocopa y va ganando 1-0. Me quedo sin batería en el móvil.

Hay un Yorkshire muy simpático que me alegra la tarde. Me recuerda ligeramente a mi perro muerto hace cinco años —misma raza, misma combinación de pelo negro y gris, misma expresión alegre, mismo tamaño—, pero no me hace sentir triste. Le doy una patata frita mientras le acarició y comentó el partido con los señores. Lenta pero inexorablemente me pongo de buen humor. La vida puede ser maravillosa. “A la mierda, me voy a tomar una cervecita”, pienso, y le pido una cerveza a la camarera. De vez en cuando la señora loca suelta algún comentario obsceno en voz muy alta, el amigo le dice que se calle y el dormido abre ligeramente los ojos. Luego los vuelve a cerrar. “Cálmate, que le vas a despertar”, le recrimina el otro sin mucha convicción. Uno por ciento de batería.