Se llama Frank Ilett y suya es la historia de la temporada. Harto de los malos resultados de su equipo, el bueno de Frank prometió no cortarse el pelo hasta que el Manchester United ganase cinco partidos consecutivos. Sucedió el cuatro de octubre de 2024. Han pasado 404 días desde aquello. El United, que hace unas semanas encadenó tres victorias seguidas por primera vez desde enero, volvió a las andadas con sendos empates ante Nottingham Forest y Tottenham. Lo veía casi hecho el tal Ilett, que a estas alturas de la película es más árbol que persona, como en la canción de Nacho Vegas. Pese a los dos tropiezos, coinciden los expertos, las sensaciones son positivas. Los expertos en Premier League, se entiende, no los expertos en asuntos capilares. El mundo está lleno de sensaciones positivas y de buenas intenciones. Pero el mundo se empeña en tener otros planes. El mundo es un poco hijo de puta. Para mí que la reivindicación de Frank, o The United Strand, como se hace llamar el muchacho en su impagable cuenta de Instagram, no es tanto una queja dirigida hacia el equipo de Old Trafford sino hacia el gremio de barberos y peluqueros mancunianos.
En personas como Frank, o como tú o como yo, un cambio radical de look sólo significa una cosa: un hombre atormentado. Del impulso femenino casi psicópata de raparse al cero mejor hablamos otro día. Cada vez que veo a alguna amiga de habitual y tornasolada melena aparecer con el pelo corto pienso en el desbarajuste emocional que estará pasando la pobre. Lo mío es, directamente, inenarrable. Me vengo abajo, me deshago, pierdo toda dignidad humana cada vez que entro a la peluquería. Nunca he sido tan consciente del principio de autoridad como ante esos hombres. Cómo lo quieres, me dice el peluquero, y yo casi que me estoy echando a llorar. Haga usted lo que le dé la puta gana, qué quiere que le diga. Cuanto antes nos lo quitemos de encima mejor. No se lo digo así, claro. Al revés, me convierto en la persona más agradable del mundo. Imposto una simpatía desmedida. En sus manos encomiendo no sé si mi espíritu, desde luego sí mis ilusiones. Y sobre todo mis temores. Y luego ese trámite ridículo del espejito detrás, enseñándote una nuca y un cuello que es tuyo como podría ser de cualquiera, un cuello que no reconoces como propio, y tú, anestesiado todavía en el tufo de la laca y el horror, anestesiado e idiota, dices bien, bien, y afirmas, con cara muy seria, como diciendo sí, ahora sí, ahora sí que me siento cómodo conmigo mismo. Por fin, lo necesitaba, me ha ahorrado usted horas de terapia, no sabe cuánto le agradezco haberme rescatado de esta indefinición vital.
Para difuminar semejante cara de tonto post corte me vuelvo original e innovo con un simulacro de bigote, con unas gafas de sol estridentes, me planteo incluso tatuarme la cara a lo Post Malone. Busco cualquier elemento en el rostro que pueda desviar la atención del esperpento de aquí arriba. Incluso fantaseo con la posibilidad de ir a un segundo peluquero y pedirle que arregle el desaguisado con un degradado o con un mullet. Maquinilla al uno y que sea lo que Dios quiera. Pero lo siento, soy un conservador. ¿Qué sería lo próximo? ¿un arito?
No han sido ni los años ni la cuota de autónomos lo que me ha hecho percatarme de mi pulsión reaccionaria, sino mi conducta ante el peluquero. A un hombre se le adivina su inteligencia en aquello que le hace reír, su moralidad en el trato a los camareros y su ideología en su actitud en la peluquería. Ahí es donde se distingue al conservador del verdaderamente progresista. El corte de pelo como termómetro exacto del ideario político. Últimamente estoy innovando, apuesto por un pelín más corto de atrás y los lados, con maquinilla incluso, frente al corte clásico con tijera en flequillo y parte superior. Corto de atrás y los lados, pero sin atreverme todavía como para llamarlo degradado, sólo faltaba. El diagnóstico es claro, acepto el cambio, sí, pero lo justo. Soy un hombre de orden. Me miro al espejo y digo pero dónde vas, puto facha. Soy un reaccionario. Y luego os veo a vosotros, que parece que no os enteráis de nada, tan pendientes de vuestras cosas, de vuestras frivolidades, superficiales como sois, sobreanalizando todo, enredados en la última polémica viral de la que en una semana nadie hablará, ajenos a lo realmente importante: tener bien el pelo.