Enfrentarnos a una muerte, de forma directa o indirecta es algo que nos conmueve a todos, pues a nadie deja indiferente la conciencia sobre la finitud de la vida. Podríamos decir incluso que estamos acostumbrados a que nos azoten con múltiples pérdidas a diario, pero sin embargo hoy hemos tenido una para las que el corazón nunca está prevenido, porque no estábamos preparados para que hoy la campana del vaticano anunciara la muerte del Papa Francisco a las 7:35 de la mañana.
En mi caso, que creo mucho en las Diosidades —esos pequeños detalles del día a día en los que Dios se hace presente—, considero que su despedida en el primer Lunes de Pascua no es casual, pues se marchó, sin hacer ruido, tras el Domingo de Resurrección, signo de luz y de vida, tras ofrecernos la bendición. Hoy, por unas horas, hasta el ruido parece más tenue. Y no porque haya consenso, sino porque hay algo que se impone: el silencio del que ha dicho demasiado y ahora tiene que pensar.
Huelga decir todas y cada una de las cosas que dejamos atrás con esta marcha. Sin duda, Jorge Mario Bergoglio, argentino y jesuíta, emprendió la concienzuda misión de reformar la Iglesia. Un Papa que por favor pidió en el cónclave celebrado en 2013 no ser el escogido. Desde ahí, se colocó unos zapatos normales y como una persona cualquiera con sus arrugas, ternura y contradicciones, empezó a hablar de periferias como si fueran el centro. Su voz emprendió la no fácil misión de hablar con el corazón, en nombre de todos, abriendo grietas, deshaciendo jerarquías, luchando contra siglos de imposiciones. Lo suyo desde luego, no era la infalibilidad, era la duda bien encauzada.
Las alas más conservadoras, en numerosas ocasiones, se han posicionado en contra de sus acciones y de su forma de pensar. De hecho, su pontificado se podía resumir con una de sus tantas citas: ‘‘y esa es la Iglesia, la Madre de todos. Hay lugar para todos. El señor no señala con el dedo, sino que abre sus brazos’’. Y partiendo de ahí, intentó darle peso a la mujer, aceptó la homosexualidad, pidió perdón por el pasado, luchó contra la pederastia, el sistema, abrió las puertas a los marginados, a los rechazados. Durante sus últimos días no dejó de visitar a los presos en la cárcel y nunca dejó de buscar la paz en los conflictos más importantes de la actualidad. Hizo hasta donde le dejaron hacer. Nos enseñó que el verdadero acto de Fe es escuchar al prójimo.
Uno de sus últimos mensajes fue ‘‘¡Cuánto desprecio se manifiesta a veces hacia los más débiles, los marginados, los migrantes!’’. Y este tipo de mensajes, en una época donde la sociedad cada vez está más pobre de espíritu, son necesarios. Por ello hoy se nos va no solo una persona, sino una forma de estar en el mundo. Una persona que abrazó a los jóvenes, la esperanza, la concordia, el avance, la alegría, el júbilo. Ejemplo de amor, verdad, comprensión y fuerza. Se va alguien que sabía que lo importante no era convencer, sino conmover.
Así, mientras en los próximos días San Pedro comienza a preparar un nuevo cónclave, mientras los medios hacen recuento de logros y omisiones, algunos —creyentes o no— simplemente sentimos esto: que a veces hay personas que no cambian la historia, pero te cambian la forma de caminarla y de sentirla. El Papa Francisco nunca nos pidió que creyéramos en todos los dogmas, sino más bien que los cuestionáramos. Nos enseñó que incluso en los tiempos más cínicos, hay gestos que siguen pareciendo milagros. Hablar bajito, escuchar, no huir del dolor ajeno, cuidar, sentirse en el otro, abrazar, quedarse cuando todos se van, dar las gracias, hacer las cosas sin esperar aplausos e iluminar la vida de los demás pero sin alardes. En tu sitio. Desde la Fe.
Hoy no ha muerto solo un líder de la Iglesia. Nos deja alguien que caminó despacio pero dejó huella. Ha muerto alguien que, en medio de tanto ruido, supo bajar el volumen. Para recordarnos que Dios, si existe, quizá hable en voz baja. Que se encuentra ahí a tu verita. Más cerca de lo que crees.
Algunos faros nunca llegan a apagarse, porque su luz se hace eterna.
---
La imagen del artículo es de una obra de Raúl Berzosa