A medida que iba leyendo la historia del registro de la casa de José Luis Ábalos —durante el cual una actriz porno intentó llevarse un disco duro escondido en el pantalón para que la policía no lo encontrase— me fui dando cuenta de que ya no quería más espectáculo. Estaba harto.
Basta ya de corruptelas aderezadas con putas y coca, de nepotismo cutre y de numeritos populistas. No puedo más con los políticos que juegan a ser influencers y gritan y lloran y buscan momentos virales. Estoy hasta las narices del Trump errático e impredecible que ayer se jactaba de poder acabar con cualquier guerra en veinticuatro horas y hoy bombardea Irán; he tenido suficientes escenas de Milei congestionado y gritando faltadas a los zurdos; me he hartado de las escenas torrentianas del Tito Berni, de Ábalos, de Santos Cerdán.
Abogo por los políticos aburridos, aquellos de los que apenas puedes recordar el nombre: traje gris, pelo gris, discurso gris. Ratones de biblioteca, opositores de voz queda, delegados de clase. Gente seria que invite al bostezo, que no incite más que a la modorra con su existencia anodina. Alguno hay, pero no diré nombres porque en cualquier momento podrían aparecer fotos suyas en un burdel de Bangkok. A estas alturas quién sabe. Incluso los que intentan cultivar esa imagen seria de paterfamilias suburbial —Sánchez, Feijoo— terminan envueltos en sórdidas tramas de saunas gays o yates de narcotraficante. Basta ya.
Quiero poder desentenderme de la política, que ésta avance en piloto automático bajo la tutela de rábulas e interventores, burócratas híper especializados, tecnócratas del tedio. Que el Congreso de los Diputados sea una constante invitación a la siesta en el que se diriman asuntos técnicos y que la mayor controversia sea un décalage de unos pocos céntimos en los presupuestos de la Comisión Nacional del Mercado de la Competencia.
En lugar de eso, tenemos a Miguel Ángel Revilla dando la brasa en El Hormiguero, a Santiago Abascal haciendo el indio con un morrión, a Irene Montero echándote una bronca infinita en TikTok, a Gabriel Rufián haciendo no se sabe muy bien qué tipo de danza de seducción con Vito Quiles.
Yo culpo a Hugo Chávez de dar forma definitiva al monstruo grotesco que es el político populista que tanto ha triunfado —cosas de la vida— a la derecha del espectro político y a la cascada infinita de vídeos breves en redes sociales que nos han achicharrado el cerebro para que a la hora de dar nuestro voto sólo nos llame la atención un payaso con pintas.
Quién va a armar un discurso político serio, diseñar políticas complejas y efectivas pudiendo blandir una motosierra en prime time y cosechar una aplastante victoria electoral. Lo de gobernar ya lo iremos viendo entre bacanales y apagones.
Mientras tanto, el espectáculo de la política que no cese: que se sucedan los personajes como de puticlub de autopista, de reservado de discoteca de pueblo, en los ministerios y en la cámara baja, en los mítines y las tertulias. ¡Que no pare la fiesta! Sobre todo si es a nuestra costa, y si tienen que confinarnos en casa para que no veamos cómo desfalcan, pues nos confinan. Mientras podamos seguir viendo en la pantallita cómo se suceden sus bufonadas, cómo roban hasta las cortinas y las esconden en las bragas de una señorita, seguiremos entretenidos. Pero yo ya me he cansado del espectáculo. Sólo quiero que la política vuelva a ser aburrida y poder así dedicarme sin ira a mis labores.