Y si existe el diablo

Yo vivía mucho mejor pensando que Zapatero no era más que un tipo blando en todo los sentidos.

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Considerar al expresidente José Luis Rodríguez Zapatero una figura maléfica es una postura que se suele ver como una alucinación producto de una fiebre ultra reaccionaria. Nadie que se tome a sí mismo en serio puede darle media onza de peso a las acusaciones que cierta derecha un poco tontorrona ha vertido desde hace décadas sobre el expresidente.

A lo sumo, sus críticos más cabales lo han tachado de incompetente sin malas intenciones: un iluminado que tuvo la suerte de cabalgar la ola de bonanza económica de la España Feliz y no supo frenar el desastre que precipitó su salida antes de que pudiese terminar su segunda legislatura. Tras su mandato, se fue al rincón de pensar y, mal que bien, intentó ejercer una influencia pacificadora como mediador en conflictos que le venían grandes. Un irresponsable con buen fondo. Un tipo limitado, pero con la voluntad de hacer el bien.

Sin embargo, en los últimos meses se ha venido perfilando la figura del Zapatero actual como un animal muy distinto. Los que se ubican de su lado del espectro político —por decirlo de alguna manera— no van a dedicar un solo segundo a artículos como el que Jesús Cacho publicó el pasado verano en Vozpópuli o la reciente pieza de Ketty Garat y Teresa Gómez para The Objective. El Gobierno actual ha dicho que son medios basura, y hay que creer al Gobierno, sobre todo cuando señala a alguien que habla mal de él. Estos artículos caerían del lado de la conspiranoia alucinada de principios de siglo, cuando autores como Pío Moa o César Vidal vomitaban todo tipo de acusaciones sobre zETApé con un odio africano que muchos atribuyeron al resentimiento del fundamentalista que no puede soportar a un presidente que puso encima de la mesa el matrimonio igualitario y la reparación a las víctimas del franquismo.

Y sin embargo puede que haya algo más. Los años nos han ido dejando un rastro de migas de pan: el tan formidable como injustificado esplendor económico de Zapatero y otros compañeros suyos (José Bono); la oscura consultoría Acento, capitaneada por José Blanco y otras figuras políticas del Partido Popular —demostrando que para las cosas importantes sí pueden entenderse—; los turbios movimientos empresariales atribuidos a las hijas del expresidente; el rescate de Plus Ultra; Delcy Rodríguez y los maletines. Es difícil ver todas estas cosas y no pensar que tal vez haya un patrón, y ese patrón, tal y como apuntan algunas piezas clave de las tramas de corrupción atribuibles al gobierno actual, podría ser Zapatero. Sin embargo, todo está tan suelto por ahora que tal vez no sea más que una gran teoría de la conspiración, una avalancha de bulos de extremaderecha. El resto lo haría nuestra necesidad de buscar la conexión, la gran narrativa, el deseo inevitablemente humano de que los sucesos estén relacionados entre sí.

Yo vivía mucho mejor pensando que Zapatero no era más que un tipo blando en todo los sentidos. Un señor que llegó al poder de casualidad —terrible casualidad, pero casualidad al fin y al cabo— y del que se pintaba una caricatura grotesca, homologable a la que la izquierda pintó de Aznar: la de un muñequito un poco bobo al que achacar todos los males del país. No estoy preparado para esta nueva realidad en la que Zapatero es el malo final de una película de James Bond, el hombre poderoso que se esconde tras la máscara de Eyes Wide Shut. Puede que sean conjeturas absurdas, pero la narrativa es muy poderosa, muy superior a las teorías de la conspiración que armaba la derecha dura —teorías de titadine y capas de calzoncillos— durante su presidencia. Zapatero como la mano que mueve los hilos en la portada de El padrino. Zapatero como diablo védico con una sonrisa que hiela la sangre. Que sea verosímil no quiere decir que sea cierto, por mucha potencia literaria que tenga —y tiene— este reverso tenebroso del que no pocos consideran el mejor presidente de la democracia reciente. Pero ya conocemos la famosa frase de Baudelaire sobre la más bonita astucia del diablo.

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Considerar al expresidente José Luis Rodríguez Zapatero una figura maléfica es una postura que se suele ver como una alucinación producto de una fiebre ultra reaccionaria. Nadie que se tome a sí mismo en serio puede darle media onza de peso a las acusaciones que cierta derecha un poco tontorrona ha vertido desde hace décadas sobre el expresidente.

A lo sumo, sus críticos más cabales lo han tachado de incompetente sin malas intenciones: un iluminado que tuvo la suerte de cabalgar la ola de bonanza económica de la España Feliz y no supo frenar el desastre que precipitó su salida antes de que pudiese terminar su segunda legislatura. Tras su mandato, se fue al rincón de pensar y, mal que bien, intentó ejercer una influencia pacificadora como mediador en conflictos que le venían grandes. Un irresponsable con buen fondo. Un tipo limitado, pero con la voluntad de hacer el bien.

Sin embargo, en los últimos meses se ha venido perfilando la figura del Zapatero actual como un animal muy distinto. Los que se ubican de su lado del espectro político —por decirlo de alguna manera— no van a dedicar un solo segundo a artículos como el que Jesús Cacho publicó el pasado verano en Vozpópuli o la reciente pieza de Ketty Garat y Teresa Gómez para The Objective. El Gobierno actual ha dicho que son medios basura, y hay que creer al Gobierno, sobre todo cuando señala a alguien que habla mal de él. Estos artículos caerían del lado de la conspiranoia alucinada de principios de siglo, cuando autores como Pío Moa o César Vidal vomitaban todo tipo de acusaciones sobre zETApé con un odio africano que muchos atribuyeron al resentimiento del fundamentalista que no puede soportar a un presidente que puso encima de la mesa el matrimonio igualitario y la reparación a las víctimas del franquismo.

Y sin embargo puede que haya algo más. Los años nos han ido dejando un rastro de migas de pan: el tan formidable como injustificado esplendor económico de Zapatero y otros compañeros suyos (José Bono); la oscura consultoría Acento, capitaneada por José Blanco y otras figuras políticas del Partido Popular —demostrando que para las cosas importantes sí pueden entenderse—; los turbios movimientos empresariales atribuidos a las hijas del expresidente; el rescate de Plus Ultra; Delcy Rodríguez y los maletines. Es difícil ver todas estas cosas y no pensar que tal vez haya un patrón, y ese patrón, tal y como apuntan algunas piezas clave de las tramas de corrupción atribuibles al gobierno actual, podría ser Zapatero. Sin embargo, todo está tan suelto por ahora que tal vez no sea más que una gran teoría de la conspiración, una avalancha de bulos de extremaderecha. El resto lo haría nuestra necesidad de buscar la conexión, la gran narrativa, el deseo inevitablemente humano de que los sucesos estén relacionados entre sí.

Yo vivía mucho mejor pensando que Zapatero no era más que un tipo blando en todo los sentidos. Un señor que llegó al poder de casualidad —terrible casualidad, pero casualidad al fin y al cabo— y del que se pintaba una caricatura grotesca, homologable a la que la izquierda pintó de Aznar: la de un muñequito un poco bobo al que achacar todos los males del país. No estoy preparado para esta nueva realidad en la que Zapatero es el malo final de una película de James Bond, el hombre poderoso que se esconde tras la máscara de Eyes Wide Shut. Puede que sean conjeturas absurdas, pero la narrativa es muy poderosa, muy superior a las teorías de la conspiración que armaba la derecha dura —teorías de titadine y capas de calzoncillos— durante su presidencia. Zapatero como la mano que mueve los hilos en la portada de El padrino. Zapatero como diablo védico con una sonrisa que hiela la sangre. Que sea verosímil no quiere decir que sea cierto, por mucha potencia literaria que tenga —y tiene— este reverso tenebroso del que no pocos consideran el mejor presidente de la democracia reciente. Pero ya conocemos la famosa frase de Baudelaire sobre la más bonita astucia del diablo.

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