—La mezquita está ardiendo— gritó mi madre. Enseguida empezó el ulular de los bomberos por la calle. Hicimos un barrido rápido por todas las cadenas de televisión con la urgencia de confirmar una desgracia, pero nada. Abrí Twitter y ahí estaba un video que al verlo solo rezaba para que fuera creado con IA: un lateral de la Mezquita de Córdoba estaba envuelto en llamas.
El incendio ocurría fuera de campo y por lo tanto solo podíamos intuir lo que ocurría dentro. Y eso es lo peor porque allí donde la vista no alcanza, la imaginación se incendia aún más. Me imaginaba el humo enroscándose entre los arcos rojos y blancos, una judería completamente enmudecida y una luz naranja que no solo iluminaba los callejones llenos de macetas azules, sino que alertaba sin lugar a duda que algo grave ocurría. Lo que sentía como cordobés era el desasosiego de contemplar cómo tu propia casa estaba ardiendo.
Acto seguido los grupos de amigos comenzaron a llenarse de teorías e hipótesis sobre las causas y las consecuencias. Y como telón de fondo, la certeza de que no solo ardía un monumento, sino un lugar que guarda algún recuerdo nuestro: todos le hemos enseñado a alguien muy orgullosos los rincones del monumento, nos hemos aventurado a soltar algún dato histórico, hemos presumido de historia y belleza mientras esos arcos han sido testigos de primeros besos, de gente escondida a medianoche viendo alguna procesión. Un edificio que ha sobrevivido a tormentas, terremotos, pero que hoy veía sus techos caer.
Pero si dolían los videos, me enfadaban aún más si cabe los comentarios en redes sociales, y no solo la politización mecánica e inmediata, que ya es inherente a cualquier acontecimiento social, sino los propios cordobeses alegrándose de lo que estaba sucediendo. Está ardiendo un patrimonio de la humanidad, ¿de verdad es momento de debates terminológicos? Para empezar, nosotros llevamos toda la vida yendo a misa a la Mezquita, yendo de excursión a la Mezquita y admirando la Mezquita. No necesito que nadie venga a decirme en un comentario de Facebook, y menos en medio de un incendio, como tenemos que llamar a lo nuestro. Para seguir, tendríamos que estar todos preparados con cubos de agua. En París, con Notre Dame, toda la ciudad —e incluso el mundo— lloró al unísono. Con la mezquita parece que solo lloramos los de aquí, pero solo unos pocos. Porque si el humo en la mezquita era espeso, más lo era el silencio de los medios de comunicación. Ningún medio, ni, aunque sea local, fue capaz de dar cuenta de lo que estaba sucediendo en tiempo real. Como siempre Andalucía, además de puta, apaleá.
Ahora bien, incluso en momentos así, hay lugar para la gratitud. Es una pena todo lo sucedido, pero podría haber sido mucho peor, tampoco hay que ser alarmistas. Más bien debemos agradecer la rápida actuación de los bomberos, a quienes intentaron infiltrarse por ahí y tratar de salvar cualquier resquicio. Y a los que estuvieron toda la noche a golpe de fregona para que al día siguiente pudiera seguir visitándose.
A la mañana siguiente, el suelo ennegrecido y un olor a humo que se negaba a irse nos dio una clara advertencia. La noche del viernes no solo contemplamos cómo ardía un edificio, como se llame, la parte que sea y por los motivos que fuese. Lo que las llamas abrasaban era la memoria de los cordobeses, nuestra identidad y del mundo. Todo ello nos dio la mayor de las certezas: la arrogancia de pensar que hasta lo que parece eterno también es frágil. La próxima vez que como cordobeses entremos a nuestra casa, miraremos de reojo con cierto pudor a esa zona que ahora está por reconstruir. Como quien contempla la herida de un ser querido tras una operación. Tendremos un nudo en la garganta que debe recordarnos que nada es para siempre, pero que mientras vivamos, debemos agradecer que aún todo perviva. Al igual que se ese crucificado intacto en la capilla más dañada. Frente a él, su techo se ha desmoronado, las paredes estaban tiznadas y sin embargo, Él, ahí, suspendido aún estaba. No como un adorno en vano, sino como un milagro, una pequeña diosidad, que nos recuerda que, aunque todo se derrumbe hay cosas como la fe y la esperanza que ni las llamas más voraces serán capaces de destruir.