Ensayar el amor

En el laboratorio de sentimientos de OT conocen bien el discurso amoroso de Roland Barthes.

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Ocultar (Figura deliberativa)

Según Roland Barthes, el sujeto amoroso se pregunta no si debe declarar al ser amado que lo ama (ésta es una figura de declaración), sino en qué medida debe ocultarle las «perturbaciones» (las turbulencias) de su pasión.

Aunque la referencia por excelencia sea eso que decían en Scarface de que ‘‘los ojos nunca mienten’’, prefiero quedarme con las palabras de Lola Flores cuando afirmó ‘‘el brillo de los ojos no se opera’’. Esta semana, en nuestra particular liturgia del pop, Operación Triunfo, ha llegado el momento más esperado: la historia de amor entre dos concursantes. Desde la dirección del programa, siempre atenta al relato amoroso, todo se orquesta para que dos sujetos, que viven en su burbuja y se encuentran ajenos a cualquier estímulo exterior, interpreten una canción de amor y así todos nos enganchemos al romance adolescente, pues nos acabamos reconociendo en sus inocentes gestos. Y si no, que se lo digan a Aitana y Cepeda o Chenoa y Bisbal. A diferencia de otras ocasiones, la chica a la que le ha tocado la canción esta semana, Olivia, es una actriz excelente. El otro integrante del dúo, Crespo –paisano mío y por ello el mejor artista de esta edición–, sonrió al conocer el tema de la semana y aún no ha parado de hacerlo. Los ensayos comenzaron y enseguida –o eso creemos– se percibía bastante complicidad entre ellos. Y es ahí cuando la mirada de Olivia, a pesar de que confesó nunca haber estado enamorada, denotaba un cierto sentimiento como una corriente invisible de intimidad... o no. ¿Ha estado toda la semana actuando? ¿Es posible fingir estar enamorado? ¿Es estar enamorado un acting?

El discurso amoroso, como bien afirma Roland Barthes, se trata de una constelación de figuras, emociones y pensamientos, y eso lo saben bien en este laboratorio de sentimientos que es OT. Si bien es cierto que, podríamos decir que es poco probable eso de fingir enamoramiento, que las mariposas en el estómago solo nacen si tenemos diarrea o si aquel que te dio el teléfono en la fiesta te vuelve a escribir, Barthes nos indica lo contrario. Porque una cosa es creer que estás fingiendo, tener la intención incluso de no querer enamorarte, o de estarlo sin creértelo, pero hay elementos de la ecuación amorosa que no pueden faltar. El brillo en los ojos se puede fingir, pero el buscarse con la mirada es un acto involuntario.

Imagen que contiene persona, mujer, niña, jovenEl contenido generado por IA puede ser incorrecto.

La doctrina barthesiana nos dice que el proyecto de amar puede conllevar también la idea de fingir, o más bien, de poner en escena un sentimiento. Y ahí radica el quid de la cuestión porque ese fingir estar enamorado implica buscar en ciertos lugares que remueven por dentro para poder transmitir. Claro está que el amor, que es más astuto que nosotros, aunque no lo admitamos, siempre coge ventaja y encuentra la forma de colarse dentro, sin esperarlo. ¿Podemos actuar? Sí, un par de veces, pero a la tercera algo se desmorona. 

Sin embargo…  ¿Cómo se recrea un enamoramiento que nos es ajeno? Quizás todo es cuestión de mantener la mirada más tiempo de lo normal, sonreír en el momento exacto… ¿acariciar la cara? Tal vez inclinar la cabeza un poco, como signo de interés… ¿y si el cuerpo es capaz de adelantarse al corazón? Pero claro, tanto si quiere probar su amor –sostiene Barthes– o que se esfuerza por descifrar si el otro lo ama, el sujeto amoroso no tiene a su disposición ningún sistema de signos definitivos. A veces nos juegan malas pasadas las propias aventuras de nuestras cabezas, nuestros pequeños ensayos de amor internos. Olivia y Crespo, a base de repetición, están inocentemente invocando al amor. Ambos están cumpliendo, sin saberlo, el gesto más antiguo del mundo: el de ensayar la verdad hasta que duela. 

Ya lo dijo Noemí Galera, directora del programa, hace un par de días en una de sus esperadas regañinas hacia los concursantes: tenían que ser ellos mismos, olvidarse de las cámaras, aunque los concursantes son conscientes de lo que vende. Y con la actuación de Crespo y Olivia sucede que es como si se suspendiera el simulacro televisivo para dejar entrever la verdad, aunque solo sea mientras dure la canción, a partir de signos constantes de afecto. Porque no es solamente la necesidad de ternura –nos dice Barthes–, sino también la necesidad de ser tierno para el otro, como demuestra la cara de enamorada de Olivia mientras le dice cantando: ‘‘Si estamos tú y yo, que no brille el cielo. No importa, tú me alumbras mucho más’’. 

Lo que más bonito me parece es lo que está viviendo nuestra pequeña pelirroja: empezó todo con un ahondar en su interior para encarnar un personaje de cuento enamorado, pero esa situación ya le ha sobrepasado. De tanto fingir el amor, ha terminado por convocarlo y es ahí donde reside el milagro. Ha probado tanto toda la semana cómo es eso de amar, que ha acabado sintiéndolo. Quizá ese sea el poder del amor: convertir en verdadero lo que empezó siendo un juego. Barthes sostiene que el amor, como proyecto, conlleva siempre algo de puesta en escena. Se ensaya el amor, la puesta en escena, el yo enamorado, hasta que, sin darnos cuenta, estamos amando. Por eso, Olivia es, sin duda, esa amiga a la que se le cae la baba con alguien, pero ella es tan inocente que no se da cuenta. Ojalá poder entrar al programa y decirle: adelante, quiérele sin miedo. El amor no es cuestión de entenderlo, sino de reconocerlo. Y nosotros, espectadores, lo estamos viendo, tanto que aplaudimos al terminar la actuación como si fuese un gol de Iniesta.

El amor, por lo tanto —y aquí Barthes vuelve a tener razón— es cuestión de atopía, porque el sujeto amoroso es inclasificable, de una originalidad incesantemente imprevisible. El amor no es ni siquiera del lugar en el que lo creemos haber encontrado. De hecho, a raíz de ver los ensayos de Crespo y Olivia no he parado de pensar que quizás el amor no es más que eso: un simulacro, una interpretación con tanta verdad, que acaba por volverse cierta. ¿Se puede fingir amor? Sí, ya lo hemos comprobado. Pero eso nos devuelve la contraparte, pues actuar como un personaje enamorado nos recuerda que, aunque la vida a veces sea cuestión de fingir, siempre encontramos un instante – una mirada inocente, un parpadeo nervioso por la inminente cercanía, la búsqueda de roce–, en la que la ficción se rinde a lo verdadero. Porque todo acaba doblegándose a la verdad, al amor, que siempre se acaba colando en nosotros, aunque no queramos. Ese segundo, breve e involuntario, es el que nos deja creyendo, como espectadores y como fieles creyentes del amor, que lo imposible —por un momento— puede llegar a ser real.

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Aunque la referencia por excelencia sea eso que decían en Scarface de que ‘‘los ojos nunca mienten’’, prefiero quedarme con las palabras de Lola Flores cuando afirmó ‘‘el brillo de los ojos no se opera’’. Esta semana, en nuestra particular liturgia del pop, Operación Triunfo, ha llegado el momento más esperado: la historia de amor entre dos concursantes. Desde la dirección del programa, siempre atenta al relato amoroso, todo se orquesta para que dos sujetos, que viven en su burbuja y se encuentran ajenos a cualquier estímulo exterior, interpreten una canción de amor y así todos nos enganchemos al romance adolescente, pues nos acabamos reconociendo en sus inocentes gestos. Y si no, que se lo digan a Aitana y Cepeda o Chenoa y Bisbal. A diferencia de otras ocasiones, la chica a la que le ha tocado la canción esta semana, Olivia, es una actriz excelente. El otro integrante del dúo, Crespo –paisano mío y por ello el mejor artista de esta edición–, sonrió al conocer el tema de la semana y aún no ha parado de hacerlo. Los ensayos comenzaron y enseguida –o eso creemos– se percibía bastante complicidad entre ellos. Y es ahí cuando la mirada de Olivia, a pesar de que confesó nunca haber estado enamorada, denotaba un cierto sentimiento como una corriente invisible de intimidad... o no. ¿Ha estado toda la semana actuando? ¿Es posible fingir estar enamorado? ¿Es estar enamorado un acting?

El discurso amoroso, como bien afirma Roland Barthes, se trata de una constelación de figuras, emociones y pensamientos, y eso lo saben bien en este laboratorio de sentimientos que es OT. Si bien es cierto que, podríamos decir que es poco probable eso de fingir enamoramiento, que las mariposas en el estómago solo nacen si tenemos diarrea o si aquel que te dio el teléfono en la fiesta te vuelve a escribir, Barthes nos indica lo contrario. Porque una cosa es creer que estás fingiendo, tener la intención incluso de no querer enamorarte, o de estarlo sin creértelo, pero hay elementos de la ecuación amorosa que no pueden faltar. El brillo en los ojos se puede fingir, pero el buscarse con la mirada es un acto involuntario.

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La doctrina barthesiana nos dice que el proyecto de amar puede conllevar también la idea de fingir, o más bien, de poner en escena un sentimiento. Y ahí radica el quid de la cuestión porque ese fingir estar enamorado implica buscar en ciertos lugares que remueven por dentro para poder transmitir. Claro está que el amor, que es más astuto que nosotros, aunque no lo admitamos, siempre coge ventaja y encuentra la forma de colarse dentro, sin esperarlo. ¿Podemos actuar? Sí, un par de veces, pero a la tercera algo se desmorona. 

Sin embargo…  ¿Cómo se recrea un enamoramiento que nos es ajeno? Quizás todo es cuestión de mantener la mirada más tiempo de lo normal, sonreír en el momento exacto… ¿acariciar la cara? Tal vez inclinar la cabeza un poco, como signo de interés… ¿y si el cuerpo es capaz de adelantarse al corazón? Pero claro, tanto si quiere probar su amor –sostiene Barthes– o que se esfuerza por descifrar si el otro lo ama, el sujeto amoroso no tiene a su disposición ningún sistema de signos definitivos. A veces nos juegan malas pasadas las propias aventuras de nuestras cabezas, nuestros pequeños ensayos de amor internos. Olivia y Crespo, a base de repetición, están inocentemente invocando al amor. Ambos están cumpliendo, sin saberlo, el gesto más antiguo del mundo: el de ensayar la verdad hasta que duela. 

Ya lo dijo Noemí Galera, directora del programa, hace un par de días en una de sus esperadas regañinas hacia los concursantes: tenían que ser ellos mismos, olvidarse de las cámaras, aunque los concursantes son conscientes de lo que vende. Y con la actuación de Crespo y Olivia sucede que es como si se suspendiera el simulacro televisivo para dejar entrever la verdad, aunque solo sea mientras dure la canción, a partir de signos constantes de afecto. Porque no es solamente la necesidad de ternura –nos dice Barthes–, sino también la necesidad de ser tierno para el otro, como demuestra la cara de enamorada de Olivia mientras le dice cantando: ‘‘Si estamos tú y yo, que no brille el cielo. No importa, tú me alumbras mucho más’’. 

Lo que más bonito me parece es lo que está viviendo nuestra pequeña pelirroja: empezó todo con un ahondar en su interior para encarnar un personaje de cuento enamorado, pero esa situación ya le ha sobrepasado. De tanto fingir el amor, ha terminado por convocarlo y es ahí donde reside el milagro. Ha probado tanto toda la semana cómo es eso de amar, que ha acabado sintiéndolo. Quizá ese sea el poder del amor: convertir en verdadero lo que empezó siendo un juego. Barthes sostiene que el amor, como proyecto, conlleva siempre algo de puesta en escena. Se ensaya el amor, la puesta en escena, el yo enamorado, hasta que, sin darnos cuenta, estamos amando. Por eso, Olivia es, sin duda, esa amiga a la que se le cae la baba con alguien, pero ella es tan inocente que no se da cuenta. Ojalá poder entrar al programa y decirle: adelante, quiérele sin miedo. El amor no es cuestión de entenderlo, sino de reconocerlo. Y nosotros, espectadores, lo estamos viendo, tanto que aplaudimos al terminar la actuación como si fuese un gol de Iniesta.

El amor, por lo tanto —y aquí Barthes vuelve a tener razón— es cuestión de atopía, porque el sujeto amoroso es inclasificable, de una originalidad incesantemente imprevisible. El amor no es ni siquiera del lugar en el que lo creemos haber encontrado. De hecho, a raíz de ver los ensayos de Crespo y Olivia no he parado de pensar que quizás el amor no es más que eso: un simulacro, una interpretación con tanta verdad, que acaba por volverse cierta. ¿Se puede fingir amor? Sí, ya lo hemos comprobado. Pero eso nos devuelve la contraparte, pues actuar como un personaje enamorado nos recuerda que, aunque la vida a veces sea cuestión de fingir, siempre encontramos un instante – una mirada inocente, un parpadeo nervioso por la inminente cercanía, la búsqueda de roce–, en la que la ficción se rinde a lo verdadero. Porque todo acaba doblegándose a la verdad, al amor, que siempre se acaba colando en nosotros, aunque no queramos. Ese segundo, breve e involuntario, es el que nos deja creyendo, como espectadores y como fieles creyentes del amor, que lo imposible —por un momento— puede llegar a ser real.

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