Es 2007. Después del mp3 y antes del iPod Touch, mucho antes del primer smartphone, guardo mi música en la PSP, donde a veces juego un rato al Monster Hunter Freedom 2, sin mucho éxito. Pienso en una selección musical que defina mi personalidad. Por un momento, atesoro una treintena de canciones de metalcore que rara vez escucho, pero que creo que implican algo sobre mí que intuyo que deseo proyectar. Antes vino la época del grunge, que nunca disfruté mucho más allá de Nirvana y algo de Soundgarden. Antes había pensado que lo mío era el punk, que creo que saqué del continuum de bandas que dominaron el cambio del milenio, como Sum 41 o Green Day, que de todas formas debían ser demasiado comerciales si las escuchaban las chicas de mi instituto, aunque fueran las chicas que me gustaran: yo debía tener algo más interesante que descubrirles. A veces llevaba ropa de skater pero nunca me salió ni un ollie en el garaje de mi casa.
Cuando pienso en cómo pensaba en la música entonces entiendo que, mucho más allá de cualquier experiencia estética aislada, trataba de capturar aquello que su aura prometía. El punk, el grunge o el metal eran para mí señales de otros mundos, de tradiciones ricas en sentido, universos de valores de rebeldía y pertenencia. Pero poco quedaba en la memoria de mi PSP de las escenas y las comunidades que habían levantado aquellos géneros décadas atrás. Los archivos mp3 no eran más que un acervo cultural abstracto, un momento de ebullición envejecido y manoseado. Nada de esto está mal ni es raro. La identidad es una de las necesidades básicas de cualquier adolescente. Pero yo no llegué a skater ni a metalero, y me tuve que contentar con chaval un poco friki de la sierra de Madrid que iba a muchos parques y a ningún concierto y se sabía más letras de reggeaton que líneas de un bajo que compró porque tocar la guitarra le parecía demasiado mainstream.
Es 2025 y el algoritmo me enseña a un grupo de chavales llamados South Arcade que ahora hacen la música que se supone que yo escuchaba hace casi veinte años. Definen su estilo como “Y2KCORE”, y la paleta de referencias, basadas en la estética dosmilera, resulta a primera vista un poco ridícula e innecesaria. Tardé un poco en darles una oportunidad. No me interesa demasiado escuchar regurgitado un estilo que quemé en mi adolescencia. Llevo también más de una década escuchando que la cultura popular con la que crecí supuso un momento de estancamiento y pobreza imaginativa sin precedentes (De forma conocida, Mark Fisher lo denominó “el peor momento para la cultura popular de toda mi vida”, parafraseando). La idea es que la rabia desparramada del nu metal y el pop punk era machista y asquerosamente apolítica. La moda era hortera, cosificadora e ingenua. Reinaba la superficialidad. Ya no soñábamos con un mundo mejor, todo era vulgar, artificial y narcisista.
Por lo que sea, acabé por escuchar a South Arcade, y descubrí que, lejos del valle inquietante que genera una copia fallida, el grupo recobra el sentido de un momento cultural en una forma extrañamente refrescante y familiar. Recupera un valor que llegué a pensar que la cultura de mi adolescencia nunca tuvo. Mi reacción puede resumirse con el comentario más votado en el videoclip de su canción Stone Cold Summer: “Es un sentimiento de lo más extraño ver a las nuevas generaciones recrear la estética y la música de tu infancia lol No me quejo. Echaba mucho de menos este género de música.” Primero extrañeza, después aclaración (esto no es una queja, es solo confusión), finalmente agradecimiento.

El grupo, originario de Oxford, apenas suma un puñado de singles y un EP de cinco canciones titulado 2005, publicado el año pasado, pero acumulan un número admirable de reproducciones y mueven multitudes en festivales. Por si el título del EP no dejase claro el gesto, la portada es mucho más elocuente: la carátula es una foto de una carátula de un CD con pegatinas y graffitis que recuerdan a los viejos discos pirateados con los que tu padre, si era un poco espabilado, llenaba archivadores de películas descargadas ilegalmente. Pero la portada no es una mera reproducción. Demuestra un goce estético, autoconsciente. Es más un homenaje que una copia falsa. El grupo ha sido comparado con Avril Lavinge, Paramore o Bring me The Horizon, pero siento que su sonido, si bien recrea el sentimiento de euforia y rebeldía inocente que contenía gran parte de aquella música, suena por momentos más distorsionada y emborronada, distante, como si contuviera en sí misma las décadas que nos separan de sus referentes. Cuando lo retro funciona es cuando no pretende ser una mera reproducción. Lo que ahora conocemos como Y2K no es simplemente la resurrección de las estéticas de los albores del milenio, de la misma manera que el cibersigilismo supone una distorsión original, bajo una nueva sensibilidad, de los viejos tribales. También la recuperación del Frutiger Aero, la reformulación del horterismo informático de los dosmil, contiene en sí la misma autoconciencia que el estilo al que hace referencia pretendía soterrar bajo su aspecto etéreo y estilizado. Esta estética, que debe su nombre a Adrian Frutiguer, creador de la tipografía Frutiguer, y Windows Aero, el estilo de las interfaces de Windows Vista y Windows 7, representaba hasta ahora un momento un poco vergonzoo en la historia del software. Ahora, sin embargo, forma parte del imaginario de una nueva generación que la recupera como una paleta psicodélica para nuevas creaciones.

No resulta en absoluto original afirmar que vivimos en una sociedad retromaníaca. La crítica de la cultura nostalgia es ya su propio nicho editorial. Lo interesante es preguntarse cómo cada generación metaboliza la memoria colectiva a medida que el entorno mediático se transforma y, por lo tanto, la forma en la que producimos y consumimos la cultura popular cambia bajo nuestros pies. No se trata de reconocer que, con el tiempo, todo momento pasado parece mejor, sino de entender hasta qué punto el espejo que nos devuelve el recuerdo colectivo lo hace bajo una nueva distorsión.
Hace no mucho William Gibson, autor de Neuromante y padre literario del cyberpunk, comentaba en twitter en qué medida, a finales del siglo pasado, el siglo XXI representaba una frontera estimulante, un vector de aceleración hacia el futuro. Sin embargo, decía Gibson, el siglo XXII está completamente ausente en nuestra cultura popular, como si el futuro hubiera desaparecido. No deja de ser irónico que el Y2K haya regresado como marcador nostálgico para una generación que en gran parte no vivió directamente aquella era. Pero lo más interesante es que el término Y2K, cuando se popularizó en los años noventa, refería a una profecía urbana según la cuál el entramado informático de la humanidad colapsaría por el cambio de milenio. Ese límite imaginativo del futuro, el vector de aceleración del siglo XXI que decía Gibson, aparecía como teoría de la conspiración sobre un inminente glitch apocalíptico. Hoy Y2K es una utopía informática perdida, las llanuras fosforitas del Frutiguer Aero, las playas que poblaban los niveles de los videojuegos a comienzos de los dos mil. El gozne del milenio, lo que antes representaba el futuro aterrador y estimulante de la singularidad tecnológica, pasó a ser un momento de estancamiento cultural y pobreza imaginativa. Hoy, sin embargo, regresa como un emblema de familiaridad perdida, una Arcadia digital que encarna una armonía desaparecidas. “Check, check. To a place where you felt alive. Take me back, 2005”, canta South Arcade en la canción que da título al EP.

El posible valor de aquella era no es tan difícil de entender, paradójicamente, cuando se ve a través de los ojos de las generaciones que no lo experimentaron de forma igual de directa. Hoy en día, el Y2K y la nostalgia por los albores del milenio contienen el glamour de un internet todavía joven e inmaduro. En aquel internet perdido de llanuras fosforitas y zumbidos de messenger todo parecía posible, mucho antes que el ciberespacio se convirtiera en una industria mastodóntica y la arquitectura del doomscrolling redujera nuestra capacidad de atención y de interacción a mínimos inimaginables.
El efecto de las tecnologías siempre ha tenido un correlato cultural sobre sus peligros imaginarios. La visión del cyberpunk, como decíamos, era puramente distópica: aterradora pero estimulante. Prometía una transformación radical del individuo a través de la tecnología que, por muchas amenazas que contuviera, desembocaba en una amplificación de sus capacidades. Después, para mi generación, el auge de las redes sociales provocó el pánico moral sobre el narcisismo desmedido, la bajeza de los reality shows, esa idea fisheriana de los dos mil como un páramo cultural. Hoy, siento que existe una generación cuyo torbellino de estímulos, intensificado y distorsionado por el ciclo vicioso del algoritmo (y todo ello amplificado por el trauma psicológico del confinamiento a una edad muy temprana) ha derivado en un comportamiento puramente posthumano y, sin necesidad de moralizar, ocasionalmente antisocial. También lo conocemos por el nombre de brainrot. Creo que esto explica la añoranza por una era donde internet prometía otra cosa.
Pero lo paradójico del Y2K es que su retromanía es producto de la cultura de internet reciente. También lo es South Arcade y su clara estrategia de viralización a través de vídeos divertidos, aparentemente improvisados, en reels y TikTok. Creo que el grupo suena bien, en mi opinión, porque no huye de esa paradoja. La tecnología nunca ha sido inocente. No lo era tampoco en 2005, donde el mp3 ya supuso una transformación radical en cómo nos relacionábamos con la música. Tampoco lo es ahora el algoritmo, aunque él mismo nos diga que deseamos volver a un tiempo donde su palabra no existía.
La moralización del debate de la nostalgia, como su acercamiento forzado al debate sobre el auge del sentimiento político reaccionario, es de todo menos productiva. Ya nos explicó Jameson que la nostalgia era algo más que una estética: la lógica cultural de una industria capitalista. Aunque lo niegue y lo impida, el capital necesita del futuro: requiere de una representación de un momento mejor, de un progreso, que redima el sufrimiento diario al que nos somete. Simplemente, ya no encuentra otro lugar donde rescatarlo que en el pasado. La función de futuro ha sido tradicionalmente ocupada por el aura de la tecnología, cuya acumulación de la inversión sigue siendo a día de hoy el motor económico del globo, quemando dinero en nuevas invenciones, un papel que ahora juegan los motores de inteligencia artificial, después de que la fiebre especulativa pasara por la Web3 al “Metaverso” (operación fallida de márketing particularmente sangrante). Estas tecnologías prometen transformar nuestra vida para mejor, cuando habitualmente la hacen más confusa y agobiante, acercándonos asintóticamente a un punto de no retorno en la escala de la locura colectiva. El punto terminal del brainrot. Ese quizás sea nuestro siglo XXII.

Si los años dos mil regresan es porque todavía no nos hemos desprendido de esa promesa, de ese límite imaginativo del cambio de milenio: la promesa incompleta de internet. Pese a todo, lo hacemos desde el prisma extraño de una red hostil, donde los incentivos de crecimiento de las compañías de las redes sociales y los servicios de streaming han transformado para siempre la forma en la que nos relacionamos con la cultura popular, por motivos que nos son comúnmente ajenos, incluso contrarios a nuestros instintos. Pero no podemos negar que esa forma nos configura y nos condiciona, y que ese es el punto desde el que partimos.
No es extraño que regresen el vinilo y las cámaras digitales. Es la nostalgia por la fricción: por cuando la tecnología requería un mínimo esfuerzo. Nostalgia de sentirnos sujetos activos, y no receptores pasivos de un feed de basura eléctrica que se reproduce solo hasta el infinito. Sin embargo, igual de los treinta archivos mp3 de la PSP, esa forma nos ha transformado también a nosotros. La metamorfosis se ha dado, y resulta inútil querer meter de nuevo al genio en la lámpara. Añoramos lo que éramos desde donde somos, e importa más a dónde nos conduce esa añoranza que el deseo, irreconciliable, de pensar que hay forma de parar el tiempo.