Al final del documental Supersonic, Noel Gallagher dedica unas palabras a los masivos conciertos en Knebworth de 1996 cargadas de un extraño tono apocalíptico: “Fue antes de la era digital, antes de la era de los talent shows y la reality tv. Las cosas significaban más. [...] He pensado siempre que aquel fue el último gran encuentro entre la gente antes del nacimiento de Internet. No es casualidad que cosas así ya no pasen.”
La realidad es que, vistas hoy en día, las últimas imágenes de Supersonic resultan, a falta de un mejor término, espectrales. En particular, me acechan las imágenes de los fans abandonando el concierto. Sus cuerpos deambulan entre los restos de un éxtasis grupal: muchachos borrachos que saltan abrazados, personas que bailan solas como peonzas, una pareja que se besa frente al brillo residual del escenario. Not a phone in sight se ha convertido en un meme, en parte, por la ridícula apreciación de que todo tiempo pasado fue mejor, como si la vida de un campesino alemán en la Guerra de los Treinta Años fuera más deseable que la de un europeo medio del siglo XXI. Pero el chiste es también humor negro: una forma de compensar con la risa el carácter trágico e irreversible del daño que ha provocado los teléfonos móviles y las redes sociales, del que estamos de alguna forma de acuerdo pero que somos incapaces de imaginar cómo deberíamos evitar.
Comparto con Bardají mi indignación, que roza la náusea, frente a la aberración disociativa de los enjambres de teléfonos móviles en los conciertos, pero no confío mucho en lo lejos que la indignación puede llegar. La apelación a la autogestión siempre me ha parecido utópica, y solo se me ocurren soluciones totalitaristas: pulsos electromagnéticos, multas millonarias, listas negras de telefoneadores baneados de por vida del circuito de los festivales. Yo qué sé.
No sé qué más decir de todo esto salvo que es extraño: en los noventa, Oasis no venía antes, sino después del final. La indignación que el grupo levantó entre los más puristas no fue casual ni comparable a cualquier otro fenómeno de masas. Oasis, para los críticos, era la peor encarnación de la pesadilla del Fin de la Historia, el avatar de los años noventa como la era de la superficialidad y la banalidad más absoluta. El britpop se concebía a sí mismo como la respuesta al grunge, música depresiva y paralítica pero que nacía de una angustia existencial, enteramente humana, de comprobar que el mundo se había convertido en un enorme centro comercial. Oasis también venía a opacar la incipiente escena de la música electrónica de baile que, sumida en otro pánico moral (esta vez desde un ángulo conservador, por su estrecha relación con las drogas), sonaba todavía demasiado alienígena: “Cuando todo el mundo estaba en The Haçienda metiéndose pastillas”, explica Liam en Supersonic, “mis colegas me preguntaban qué hacía esa noche y les decía que ensayar en el local. Toda la puta ciudad estaba inmersa en esta música que no tenía ningún sentido para mí.”
Todo esto es extraño porque Oasis fue acusado también de una retromanía vaga y vacía. Se presentaban a sí mismos como simulacro de Los Beatles, vampirizaban su imagen pero nada más, no quedaba rastro ni de la filosofía hippie que, por muy desencaminada o ingenua que pensemos que fuera, preservaba al menos la pretensión de ser algo más de lo que era. Los críticos de Oasis no les achacaban sus devaneos histéricos y agresivos porque sí. La banda era la muestra de que la rebeldía rockstar ya no tenía un sentido, ni político ni existencial ni de ningún tipo. La revolución era ya otro producto, de forma autoconsciente y descarada.
Sin embargo, uno no puede ver las imágenes de Knebworth sin compartir el lamento postapocalípitco de Noel. Me parece imposible, si todavía te late el corazón, ver a 250.000 personas sacudiéndose a la vez, sin una pantalla a la vista, y no entender aquel lugar y aquel momento como intensamente repletos de un sentido perdido para siempre. Sus figuras aparecen, sin exageración, como las almas congeladas de los últimos inocentes que nos abandonaron al resto, pobres criaturas, en el infierno terrenal que queda después del Rapto.
Pero aunque veo natural sentirse así, no puedo creer del todo en ello. No me veo capaz de concluir diciendo algo tan burdo como que todo pasado siempre parece mejor, que todo momento encuentra en su historia reciente el momento en el que se jodió su Perú particular, su propio día de antes que atesorar en el recuerdo como la edad dorada previa a la Caída. En el mejor de los casos, es perezoso. En el peor, deshonesto.
Pero tampoco puedo decir que tenga una conclusión alternativa clara. Solo sé regresar al asombro ante cómo un instante puede contener sentidos así de opuestos al distorsionarse por el prisma del tiempo que lo observa y lo juzga.
La forma más atrevida de concluir sería decir que esa quizás sea la condición del estadio actual de la modernidad capitalista. Cada momento, visto desde sí mismo, se siente como un escenario catastrófico. Pero, desde el momento inmediatamente posterior, reaparece como el último instante previo a una nueva catástrofe imprevista e inimaginable, cualitativamente incomparable con la anterior. Y esto ocurre todo el rato, cada vez más rápido. El ciclo se acelera, impulsado por el avance exponencial de la tecnología: una catástrofe social cada década, cada año, cada mes, cada día. En eso sí que se parece nuestra existencia a la de un campesino alemán del siglo XVII: la perpetua sensación de estar viviendo un nuevo fin de los tiempos cada temporada, de forma recurrente y acelerada.
Este año, Oasis anunció su regreso con la declaración “La gran espera se ha acabado. Ven a verlo. No será televisado.” La sentencia es tan viejuna que da risa, ¿qué demonios es una “televisión”? Me pregunto qué pensará Noel Gallagher de esas palabras al ver los enjambres de teléfonos móviles en sus conciertos. Me pregunto también cuál será la media de edad de los asistentes.
Mi intuición más optimista de todo esto es la siguiente: hoy, Knebworth está pasando en algún otro lugar. Quizás ya no como pensábamos que lo haría. Quizás la música, el arte, ya no puede hacer lo que pensábamos que podía. Quizás tampoco el pensamiento. Eso era algo que Hegel ya decía: las cosas tienen la tendencia a dejar de servir para lo que servían. Hegel también se esforzaba por recordar que la historia suele ser más lista que tú: cuando crees que todo está perdido, la historia se reordena de formas que nunca imaginaste. El resultado revela el sentido de sus partes. Quizás el éxtasis colectivo, el entusiasmo radical, la vanguardia, la frontera de la experiencia, está pasando en algún otro lugar, de alguna otra forma para la que aún no tenemos lenguaje, con una imagen que no reconoceremos hasta que haya pasado, a no ser que nos esforcemos un poco por buscarla.