Si no te gusta lo que están diciendo, cambia la conversación. Eso dijo Don Draper y eso vemos a diario cada vez que alguien dice algo que no nos gusta. Al que protesta por la matanza de palestinos en Gaza le preguntan por qué no se queja de la masacre de cristianos en Nigeria y al que denuncia la limpieza étnica de los uigures le afean no opinar sobre Armenia.
A mí mismo me han llegado a preguntar por qué dediqué un texto al asesinato de Charlie Kirk y no a otros asesinatos, matanzas u horrores. El otro día, alguien preguntó a Nadia Risueño si no le preocupaba España, a tenor de la importancia que daba a Palestina por encima de otras cuestiones nacionales. Risueño contestó con un merecido derechazo en forma de artículo.
La respuesta a este tipo de preguntas es sencilla: ¿Por qué no me dejas en paz? ¿Mi escala de preferencias tiene que alinearse con la tuya? ¿Acaso debo preguntarte a qué debo darle más importancia antes de abrir la boca? ¿Quién eres para imponer mis batallas?
Hace unas semanas, Rosalía tuvo problemas por no posicionarse precisamente sobre el asunto palestino en los términos supuestamente adecuados, usando su posición para ejercer presión y, como consecuencia de ello, un diseñador cuyo nombre no quiero molestarme en buscar decidió no vestirla más. El error de Rosalía fue no preguntarle cada mañana al diseñador sobre qué debía opinar y cómo.
Esta manera de obligar a los demás a cambiar de tema no es solo un desvío de atención para que deje de hablarse de algo que no nos gusta. Es una forma de autoritarismo, buscando dominar la narrativa, el tema, la batalla. Monopolizar la importancia de las cosas. El recurso barato de los abusones cuando los demás no hacen lo que desean. Una muestra más de la manía que tiene tanta gente de llevar la vida de los demás con correa y bozal.
Así, es muy importante que decidamos lo que consideramos importante. Otro tema es que la importancia que le otorgamos a las cosas la escojamos o no, que sea fruto de nuestro raciocinio, de nuestros prejuicios o de la manipulación mediática a la que estamos sometidos. Es igual. La libertad de elegir nuestras batallas es inalienable.
Escúpele a la cara de quien te diga, levantando el dedito, que no se te veía tan preocupado por otro tema que te interpela menos pero que, oh casualidad, encaja perfectamente con los objetivos ideológicos de tu interlocutor. Ya va siendo hora de desenmascarar este truco barato, humillar en público a quienes lo utilizan y dejar a la gente en paz para que opine lo que quiera, se preocupe de lo que le emocione y sea libre de escoger la importancia que le da a las cosas.