Se habla mucho de los hombres que leen en público. Son todos unos farsantes. Con sus bigotes, su ropa ancha y su libro de Sylvia Plath en una bolsa de tela estampada con una frase irónica se lanzan a colonizar las cafeterías de especialidad para hacer como que leen, cuando lo único que buscan es ligar. Lectura performativa, lo llaman.
A mí me gusta leer en público. Empecé a practicar este deporte en 2016, cuando me mudé a Ámsterdam y no conocía a nadie, y descubrí que allí la gente hacía muchas cosas en soledad: pasear, ir al cine y también tomar café con un libro en la mano. Es una forma muy agradable de olvidar que estás solo.
Ya de vuelta en España mantuve la costumbre a pesar de la suspicacia que se ha levantado en torno a esta actividad en los últimos años. Debo asumir que, cuando alguien me ve leyendo una novela en público, saltan las alarmas. Estoy ondeando una bandera roja del tamaño de la obra de Joan Didion.
Por suerte, ya tengo una edad para llevar el uniforme del lector performativo y puedo pasar un poco más desapercibido. Tampoco frecuento a autoras como Rebecca Solnit o Sally Rooney, así que más o menos puedo estar a salvo de los prejuicios. Disfruto honestamente de la lectura con ruido de fondo, me gusta distraerme de vez en cuando para poner la oreja y cazar un pedazo de conversación en la mesa vecina.
Tampoco es necesario leer en una cafetería de moda: basta cualquier terraza. De hecho, encuentro que es casi más divertido hacerlo por la noche, cuando las conversaciones son más variadas y alegres y se puede cambiar el café por una cerveza. Una forma un poco menos triste de beber solo.
El sábado pasado elegí un bar señorial —el Richelieu de Eduardo Dato— y un libro espeso —Las pirañas de Miguel Sánchez-Ostiz— para mi ritual de lectura público-privada. El libro me lo había recomendado esa misma tarde un avispado librero de Tipos Infames, que me vio curiosear la bella reedición de Malas Tierras.
—De las mejores novelas de los últimos tiempos—, me dijo. Leí el blurb de Rafael Chirbes en la contraportada y no necesité más.
Sánchez-Ostiz, un desconocido para mí y una fantástica adición a mi pequeña colección de novelistas ásperos, amargos y brillantes de la España de finales del veinte y comienzos del veintiuno: gente como el ya mencionado Chirbes, pero también Manuel Longares, Antonio Soler, José Avello o Raúl Guerra Garrido.
Me senté en una mesa pequeña del Richelieu y no tardó en atenderme un solícito camarero que en menos de un minuto me sirvió una cerveza y llenó mi mesa con una constelación de platitos con embutido, frutos secos, aceitunas, boquerones, tortilla. Un pequeño festín que, sin embargo, no terminaba de justificar el precio de la consumición, más disuasorio que otra cosa.
Empecé a leer y la prosa de Sánchez-Ostiz me arrastró poco a poco, alejándome de la conversación de cinco amigas que en la mesa de al lado ponían a parir con voces arenosas a un montón de gente mientras fumaban cigarrillos electrónicos. Leí, comí y bebí, y no tardé en encontrar oro entre las páginas dieciséis y diecisiete: un párrafo perfecto que justificó la compra, la lectura, todo.
Esa hora que precede a un amanecer que será pálido, grisáceo, con oscuros matices de limo, de madera en putrefacción, plomiza, viscosa, en la que pasan los primeros autobuses llevando a bordo su primera carga de gente ensimismada, medio dormida, bañada en una luz de albayalde, y los primeros automóviles circulan rápidos con las luces encendidas, blancas, amarillas y rojas, reflejándose en el pavimento mojado, dejando a su espalda la nubecilla de los tubos de escape, o saliendo de entre una cortina de humo o de esa humedad sucia del otoño que ahoga y no deja respirar y provoca toses y carraspeos… Esa hora en la que quien esté en la calle se cruzará con ciudadanos presurosos, encogidos por el frío, que, unas veces en grupos o por parejas, solitarios otras, van camino de su querido, de su detestado, de su inviolable puesto de trabajo —más de uno mataría a su propia madre por conservarlo si fuera preciso, así que al prójimo no digamos—, y que en ciertas calles y lugares, y a esas horas, miran de reojo y sin poder ocultar su asombro, su curiosidad, lo poco o mucho que todavía queda del dominio de la noche: las piernas de un mendigo que asoman por el quicio de un soportal, una prostituta, más pinchada que un acerico, derrumbada sobre otra doblada como muerta de trapo, un jambeta que aporrea y rompe la ventanilla de un coche para guindar algo y que es mejor no haber visto, tres o cuatro euskalbarbas borrachones, del gremio de la hostelería abertzale sin duda, que van dando bandazos y aullando por su patria, buscando camorra y comistrajos, algún otro mangutilla o chaperillo con las manos en los bolsillos y a faena frustrada, un coche atestado de noctámbulos, algún transeúnte ya helado, encogido, ensimismado, un travestido agarrado a un árbol cayéndose sobre sus tacones de a palmo, voceando ronco en dirección a las tinieblas… Bah, nada del otro jueves, lo que se conoce como el humo de las velas.
Ojalá poder escribir algo así algún día. O no. Quizás escondan estas palabras más soledad de la que este lector solitario podría soportar.