Conspiranoia

Una batalla tras otra ofrece una forma apasionante de ver las conspiraciones, las sociedades secretas, las células terroristas.

Anoche salí del cine pasada la medianoche, bastante satisfecho, tras haber visto Una batalla tras otra. Entré con prejuicios y reservas: las críticas que había leído y las opiniones que había escuchado me prometían una película irregular, maniquea, fea, demasiado larga. Había algo de todo eso, pero me fui a casa convencido de que, para mí, sus virtudes compensaban sus defectos.

Es verdad que la película es larguísima. Es verdad que el maniqueísmo es excesivo y la contextualización en el momento actual resulta forzada, fallida. Pero no es irregular ni fea. El estilazo de Paul Thomas Anderson está ahí y la película tiene nervio y tensión: engancha. Por el camino deja caer detalles interesantísimos —la red de radios subversivas, los túneles de la sociedad secreta, las monjas terroristas— que hacen que uno no pueda dejar de prestar atención.

Da igual que se tenga la sensación de estar viendo el último zarpazo del tardowokismo, porque es un zarpazo fuerte y bien hecho. Una batalla tras otra llega tarde a la fiesta multicolor de la última década y pico y sirve un poco de epílogo, por mucha esperanza que pretenda inyectar en su tramo final. Más pronto que tarde veremos esta película como se ven las películas antiguas: nos chirriarán los códigos morales de antaño que había que respetar pero que zancadilleaban la narrativa, y aun así no nos impedirán disfrutar de una obra bien hecha. Porque parece que hay cierta voluntad por dar una tercera dimensión a algunos personajes —las traiciones de Perfidia Beverly Hills y Junglepussy, el turbio negocio que tiene entre manos el profesor de kárate interpretado por un simpático Benicio del Toro—, aunque al final se perdonen sus pecados, se pasen por alto. Incluso se justifiquen. Al fin y al cabo, son los buenos.

Hay menos concesiones con la secta de los Christmas Adventurers, racistas como de otro siglo que habrían tenido más sentido en los años sesenta pero que hoy no se los encontraría uno ni en los rincones más radicales de Twitter, menos aún en altas esferas de poder. Boomers encantadores y educados —pero despiadados— con politos de Lacoste y ningún escrúpulo a la hora de hacer lo que hay que hacer. Tal vez la voluntad de trasladar la obra de Pynchon a la era actual haya lastrado el resultado final, porque al final primaba la necesidad de lanzar un mensaje político, y eso condiciona todo. No deja de ser propaganda, pero ya sabemos por Eisenstein y Riefenstahl que la propaganda bien hecha también puede ser sublime. Una batalla tras otra está lejos de semejante grandeza, pero su condición de artefacto propagandístico de última hora no impide que se trate de una película interesante.

Me quedo con que Una batalla tras otra es una versión mejorada de Vicio propio, otra adaptación de Pynchon en la que un fumeta intenta ubicarse en una jungla de conspiraciones. A diferencia de ésta, Una batalla tras otra sí tiene nervio y sentido, imprimiendo un ritmo frenético que culmina con unas magníficas persecuciones de coches para terminar abogando por lo que abogan todas las obras empachadas de posmodernismo que buscan hacer pie tras décadas boqueando en un mar de estomagante ironía: son las conexiones humanas lo único que hace que toda esta maraña violenta de batallas infinitas sea soportable. Y además está DiCaprio ofreciendo una actuación verdaderamente entrañable.

Una batalla tras otra ofrece una forma apasionante de ver las conspiraciones, las sociedades secretas, las células terroristas. El estudio de las conspiraciones es como el estudio de los imperios: una manera de intentar explicar la historia. Madeja de intereses, relaciones y actividades a desenredar para dar un sentido a todo, encontrar el hilo conductor. Ojalá fueran tan nítidas esas conspiraciones, esos grupos de poder y de subversión. Sería mucho más fácil entender el mundo, navegar la realidad. Sin embargo, no resulta tan sencillo. No parece que haya una gran conspiración, ni siquiera una constelación de conspiraciones que podamos acotar para así poder atisbar lo que sucede. Y aun a pesar de todo, nuestra mente busca patrones y nos esforzamos por descubrir esas conspiraciones, casi podemos sentir su presencia. Pero ya lo dijo Thom Yorke: que puedas sentirlo no quiere decir que esté ahí.

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Anoche salí del cine pasada la medianoche, bastante satisfecho, tras haber visto Una batalla tras otra. Entré con prejuicios y reservas: las críticas que había leído y las opiniones que había escuchado me prometían una película irregular, maniquea, fea, demasiado larga. Había algo de todo eso, pero me fui a casa convencido de que, para mí, sus virtudes compensaban sus defectos.

Es verdad que la película es larguísima. Es verdad que el maniqueísmo es excesivo y la contextualización en el momento actual resulta forzada, fallida. Pero no es irregular ni fea. El estilazo de Paul Thomas Anderson está ahí y la película tiene nervio y tensión: engancha. Por el camino deja caer detalles interesantísimos —la red de radios subversivas, los túneles de la sociedad secreta, las monjas terroristas— que hacen que uno no pueda dejar de prestar atención.

Da igual que se tenga la sensación de estar viendo el último zarpazo del tardowokismo, porque es un zarpazo fuerte y bien hecho. Una batalla tras otra llega tarde a la fiesta multicolor de la última década y pico y sirve un poco de epílogo, por mucha esperanza que pretenda inyectar en su tramo final. Más pronto que tarde veremos esta película como se ven las películas antiguas: nos chirriarán los códigos morales de antaño que había que respetar pero que zancadilleaban la narrativa, y aun así no nos impedirán disfrutar de una obra bien hecha. Porque parece que hay cierta voluntad por dar una tercera dimensión a algunos personajes —las traiciones de Perfidia Beverly Hills y Junglepussy, el turbio negocio que tiene entre manos el profesor de kárate interpretado por un simpático Benicio del Toro—, aunque al final se perdonen sus pecados, se pasen por alto. Incluso se justifiquen. Al fin y al cabo, son los buenos.

Hay menos concesiones con la secta de los Christmas Adventurers, racistas como de otro siglo que habrían tenido más sentido en los años sesenta pero que hoy no se los encontraría uno ni en los rincones más radicales de Twitter, menos aún en altas esferas de poder. Boomers encantadores y educados —pero despiadados— con politos de Lacoste y ningún escrúpulo a la hora de hacer lo que hay que hacer. Tal vez la voluntad de trasladar la obra de Pynchon a la era actual haya lastrado el resultado final, porque al final primaba la necesidad de lanzar un mensaje político, y eso condiciona todo. No deja de ser propaganda, pero ya sabemos por Eisenstein y Riefenstahl que la propaganda bien hecha también puede ser sublime. Una batalla tras otra está lejos de semejante grandeza, pero su condición de artefacto propagandístico de última hora no impide que se trate de una película interesante.

Me quedo con que Una batalla tras otra es una versión mejorada de Vicio propio, otra adaptación de Pynchon en la que un fumeta intenta ubicarse en una jungla de conspiraciones. A diferencia de ésta, Una batalla tras otra sí tiene nervio y sentido, imprimiendo un ritmo frenético que culmina con unas magníficas persecuciones de coches para terminar abogando por lo que abogan todas las obras empachadas de posmodernismo que buscan hacer pie tras décadas boqueando en un mar de estomagante ironía: son las conexiones humanas lo único que hace que toda esta maraña violenta de batallas infinitas sea soportable. Y además está DiCaprio ofreciendo una actuación verdaderamente entrañable.

Una batalla tras otra ofrece una forma apasionante de ver las conspiraciones, las sociedades secretas, las células terroristas. El estudio de las conspiraciones es como el estudio de los imperios: una manera de intentar explicar la historia. Madeja de intereses, relaciones y actividades a desenredar para dar un sentido a todo, encontrar el hilo conductor. Ojalá fueran tan nítidas esas conspiraciones, esos grupos de poder y de subversión. Sería mucho más fácil entender el mundo, navegar la realidad. Sin embargo, no resulta tan sencillo. No parece que haya una gran conspiración, ni siquiera una constelación de conspiraciones que podamos acotar para así poder atisbar lo que sucede. Y aun a pesar de todo, nuestra mente busca patrones y nos esforzamos por descubrir esas conspiraciones, casi podemos sentir su presencia. Pero ya lo dijo Thom Yorke: que puedas sentirlo no quiere decir que esté ahí.

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