Sus padres se fueron y se quedó, por primera vez, solo en casa. Ellos actuaron como si aquello fuese normal; él, por su parte, les siguió el juego. Pero llegó la noche y la vista dejó de ser el sentido preeminente: cualquier ruido disparaba sus latidos, crujía hasta el silencio. Pasaban las horas y no se dormía. Ni siquiera se atrevía a ir al baño. Aquella situación era insostenible, insoportable. El miedo se había apoderado de él, convirtiendo su noche en un infierno. Hasta que decidió rebelarse contra sus fantasmas. En un rapto de valentía o locura, saltó de la cama, abrió la puerta y gritó: «¿Quién hay ahí?». Pero nadie contestó. Después recorrió la casa entera; de interruptor en interruptor, la inundó de luz, dispuesto a encararse con su verdugo. Sin embargo, solo se topó con una evidencia: estaba solo. Fue entonces cuando pudo dormir tranquilo. El misterio había sido desvelado.
Los años pasan y los fantasmas se transforman, se difuminan. El problema es que las habitaciones se multiplican y dejamos de disponer de luz suficiente como para alumbrar tantas sombras, así que terminamos aceptando nuestras limitaciones y convivimos como podemos con la oscuridad. No sé dónde leí algo así como que todo hombre alberga un vacío en su interior del tamaño de Dios; lo he buscado en internet y me aparece Pascal, aunque apostaba por Dostoievski; en cualquier caso, qué más da: ese fue el vacío al que decidió enfrentarse Pepe Pérez-Muelas, autor de Días de sol y piedra, y que le llevó a emprender un viaje desde los Alpes hasta Roma en bicicleta. Sin ser un ciclista experimentado, se atrevió a acometer una ruta de unos mil doscientos kilómetros.
La idea de viajar a través de los libros siempre me ha parecido un eslogan cursi, una estrategia empalagosa de promoción de la lectura. Sin embargo, todo libro debe ser, en cierta manera, un viaje, y este lo es, sin duda. El autor, a través de su diario, realiza una crónica de sus andanzas, que mezclan arte, historia y literatura. Etapa a etapa, el sus cuitas y sus sufrimientos físicos se entrelazan con referencias culturales. Pero no son referencias elegidas para la ocasión, como una pieza de clavicordio preparada para la sobremesa: son historias que forman parte de él tanto como sus miedos, que ha ido incorporando a lo largo de su vida, que le sirven de bálsamo reconstituyente. Hace unos días le preguntaron al autor si tuvo que documentarse para escribir el libro; lógicamente, respondió que no.
A lo largo del camino, irrumpen Primo Levi o Pavese, Penélope o Bartali. Sumando etapas y hospederías, va encontrándose con santos que reparan bicicletas, frailes que dicen que no pasa nada si uno no llega a sentir nunca la voz de Dios o peregrinos que huyen de sí mismos. Lidia con el sufrimiento físico, con las dudas, con los cuervos. El paisaje y su ánimo se acompasan. Y siempre termina obteniendo una recompensa, un merecido descanso. En uno de sus momentos de pausa, describe la belleza: una plaza, una iglesia y una fuente. Pepe Pérez-Muelas ha escrito un libro que anima a leer y a viajar, un libro repleto de hallazgos, que alcanza la cima partiendo de un estilo sobrio, sencillo y poético.
Días de sol y piedra puede leerse como una novela. Consta, como diría Delibes, de sus elementos esenciales: un hombre, un paisaje y una pasión. Aunque el conflicto se plantea desde el principio y el destino está claro, también podría considerarse un libro híbrido y fragmentario, que es algo cada vez más de moda. Sin embargo, no puede incluirse dentro de la corriente de la actualidad. Podría haberse publicado hace diez años y podría publicarse dentro de otros tantos sin que desentonase; es decir, estamos ante un libro circunscrito al camino que ha emprendido el autor, ante algo genuino, sin que esto tenga nada que ver con que él sea alguien ajeno a su tiempo.
Un hombre sin fe se enfrenta a la ansiedad y al vacío, se niega a claudicar. Y ese ímpetu le lleva a recorrer la Italia de provincias. Con valentía y humildad, pedalea en busca de respuestas, de algún eco al menos. Es consciente de que puede no encontrar nada; aun así, sigue apretando las piernas, subiendo y bajando montañas, iluminando habitaciones. Mientras tanto, no deja de escribir; la escritura siempre estará ahí, y él no dejará de acudir a ella. Días de sol y piedra es el testimonio de dicha aventura.