Cosas que me invento, una estampa carcelaria

En el baño solo disponía de la intimidad que garantizaba un muro tan alto como su cadera.

Se sentó en su litera, la de arriba, y abrió el sobre. Centró su atención en la fotografía antes que en la carta. Ella aparecía desnuda, con el brazo izquierdo en jarra y con el dedo índice de la mano derecha entre los dientes; levantaba un poco la rodilla izquierda y la cruzaba sobre la derecha, escondiendo el triángulo de su entrepierna. Repasó cada parte de su cuerpo con fruición y ferocidad. Después revisó que no hubiese una sombra intrusa alrededor y, hecho esto, leyó los dos párrafos que le había escrito, que terminaban así: «Disfruta de los regalos». Le dijo a su compañero que iba a ducharse, y este no respondió. En el baño solo disponía de la intimidad que garantizaba un muro tan alto como su cadera; no se trataba de una estancia aparte, ningún olor podía disimularse en aquel tabuco. Más que su libertad, echaba de menos tener algo de intimidad; nadie se acostumbra a no estar nunca completamente solo. Abrió el grifo de la ducha y, camuflado por el ruido de la presión del agua, empezó a masturbarse intentando no perderla de vista, apretando los ojos. Su compañero de celda negaba con la cabeza. Sabía lo que estaba haciendo y lo que iba a hacer cuando terminase. Al día siguiente volvería a pedirle al funcionario que lo cambiase de celda.

De vuelta en su litera, cogió la carta y la troceó a tiras. Las escondió todas menos una, que posó sobre un montoncito de tabaco. Como un artesano concentrado, enrolló el papel de fumar con la mezcla hecha, le dio un lengüetazo al extremo engomado, alisó el cigarro y lo calentó con pasadas rápidas de mechero. Su compañero estaba tumbado en la cama, frustrado por la compañía impuesta. El chispazo del mechero quebró el silencio; después, el crujido incandescente al aspirar; finalmente, el suspiro de humo. Tras cinco o seis caladas, empezaron las convulsiones, los gritos. Golpeaba la pared y el colchón, pataleaba fuera de sí. Su compañero se levantó de la cama y picó el telefonillo para avisar a los funcionarios: «Don, a este le va a dar una sobredosis o algo». No tardaron en aparecer cuatro funcionarios por allí. «Papel», dijo el interno sobrio, y los funcionarios no necesitaron preguntar nada más. Era la droga de moda: papel impregnado con diversas sustancias, no siempre las mismas; a veces olía un poco a gasolina. La ventaja de esta droga era que pasaba desapercibida incluso para los malinois del grupo de control. Los médicos, al no tener clara su composición, muchas veces no sabían cómo actuar sin poner en riesgo la salud del interno. Los efectos se reducían a unos quince o veinte minutos de delirio y agitación.

Los funcionarios lo llevaron como pudieron hasta la enfermería. Cabeceaba, gritaba, braceaba. El médico quería inyectarle un tranquilizante, pero el paciente no dejaba de moverse. No eran capaces de inmovilizarlo ni siquiera entre tres. Un cuarto funcionario, que solía tener trato con él, le sujetó la cabeza y le habló con rotundidad: «Tienes dos opciones: o dejas que te pongan el tranquilizante o pasas toda la noche en observación». El interno dejó de mover la cabeza; apretaba tanto la mandíbula que sus muelas debían de estar a punto de estallar; una vena partía su frente en dos. Finalmente, cedió: «¡Cómo dominas mi mente, don!». El médico actuó con rapidez y precisión, y el ambiente se relajó. El interno no apuró hasta el final el segundo regalo. Ya contaba los días para recibir otro.

Por los pasillos del módulo de enfermería, uno de los funcionarios se topó con otro interno que requería asistencia médica. Se tapaba el brazo con una venda.

–¿Qué te ha pasado?

–Que hoy se les ha olvidado darme mi medicación, don, y eso no puede ser.

–Pero ¿qué medicación tenías tú?

–Ibuprofeno cada ocho horas.

–Y ¿por tan poca cosa te chinas?

–Hombre, por diazepam me haría una raja más gorda.

Se dieron las buenas noches y cada uno siguió su camino. Ya no se escuchaban voces. La noche acababa de empezar.

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Se sentó en su litera, la de arriba, y abrió el sobre. Centró su atención en la fotografía antes que en la carta. Ella aparecía desnuda, con el brazo izquierdo en jarra y con el dedo índice de la mano derecha entre los dientes; levantaba un poco la rodilla izquierda y la cruzaba sobre la derecha, escondiendo el triángulo de su entrepierna. Repasó cada parte de su cuerpo con fruición y ferocidad. Después revisó que no hubiese una sombra intrusa alrededor y, hecho esto, leyó los dos párrafos que le había escrito, que terminaban así: «Disfruta de los regalos». Le dijo a su compañero que iba a ducharse, y este no respondió. En el baño solo disponía de la intimidad que garantizaba un muro tan alto como su cadera; no se trataba de una estancia aparte, ningún olor podía disimularse en aquel tabuco. Más que su libertad, echaba de menos tener algo de intimidad; nadie se acostumbra a no estar nunca completamente solo. Abrió el grifo de la ducha y, camuflado por el ruido de la presión del agua, empezó a masturbarse intentando no perderla de vista, apretando los ojos. Su compañero de celda negaba con la cabeza. Sabía lo que estaba haciendo y lo que iba a hacer cuando terminase. Al día siguiente volvería a pedirle al funcionario que lo cambiase de celda.

De vuelta en su litera, cogió la carta y la troceó a tiras. Las escondió todas menos una, que posó sobre un montoncito de tabaco. Como un artesano concentrado, enrolló el papel de fumar con la mezcla hecha, le dio un lengüetazo al extremo engomado, alisó el cigarro y lo calentó con pasadas rápidas de mechero. Su compañero estaba tumbado en la cama, frustrado por la compañía impuesta. El chispazo del mechero quebró el silencio; después, el crujido incandescente al aspirar; finalmente, el suspiro de humo. Tras cinco o seis caladas, empezaron las convulsiones, los gritos. Golpeaba la pared y el colchón, pataleaba fuera de sí. Su compañero se levantó de la cama y picó el telefonillo para avisar a los funcionarios: «Don, a este le va a dar una sobredosis o algo». No tardaron en aparecer cuatro funcionarios por allí. «Papel», dijo el interno sobrio, y los funcionarios no necesitaron preguntar nada más. Era la droga de moda: papel impregnado con diversas sustancias, no siempre las mismas; a veces olía un poco a gasolina. La ventaja de esta droga era que pasaba desapercibida incluso para los malinois del grupo de control. Los médicos, al no tener clara su composición, muchas veces no sabían cómo actuar sin poner en riesgo la salud del interno. Los efectos se reducían a unos quince o veinte minutos de delirio y agitación.

Los funcionarios lo llevaron como pudieron hasta la enfermería. Cabeceaba, gritaba, braceaba. El médico quería inyectarle un tranquilizante, pero el paciente no dejaba de moverse. No eran capaces de inmovilizarlo ni siquiera entre tres. Un cuarto funcionario, que solía tener trato con él, le sujetó la cabeza y le habló con rotundidad: «Tienes dos opciones: o dejas que te pongan el tranquilizante o pasas toda la noche en observación». El interno dejó de mover la cabeza; apretaba tanto la mandíbula que sus muelas debían de estar a punto de estallar; una vena partía su frente en dos. Finalmente, cedió: «¡Cómo dominas mi mente, don!». El médico actuó con rapidez y precisión, y el ambiente se relajó. El interno no apuró hasta el final el segundo regalo. Ya contaba los días para recibir otro.

Por los pasillos del módulo de enfermería, uno de los funcionarios se topó con otro interno que requería asistencia médica. Se tapaba el brazo con una venda.

–¿Qué te ha pasado?

–Que hoy se les ha olvidado darme mi medicación, don, y eso no puede ser.

–Pero ¿qué medicación tenías tú?

–Ibuprofeno cada ocho horas.

–Y ¿por tan poca cosa te chinas?

–Hombre, por diazepam me haría una raja más gorda.

Se dieron las buenas noches y cada uno siguió su camino. Ya no se escuchaban voces. La noche acababa de empezar.

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