Los días pasaban tan lento que casi no pasaban. Me habían dejado una casa y una pensión. No tenía ganas de nada, ni pensé que las necesitara. Un paseo que debería haber ocupado una hora no me llevaba más de unos minutos. Volvía después de hacer la compra y las agujas apenas se habían movido unos grados. Cocinaba, comía, y aún me quedaba todo el día por delante. Tuve que dejar la lectura porque me tragaba los libros, ansioso, sin enterarme de nada, cuando lo que en realidad quería devorar era el tiempo. Comencé a ver películas insulsas y a fracturar la jornada con ellas. Así, podía quedar una película y media para comer o dos películas largas para acostarme. Alguna vez, incluso conseguía que dos horas se evaporaran, mientras yo envidiaba a los actores en la pantalla, inmersos en su propia medida del tiempo. Me prohibí comer mientras las veía porque así, almorzar era otra forma de fundir minutos. Perseguía la pura deseconomización del tiempo.
Luché por necesitar dormir más horas y al final lo conseguí. En una especie de narcolepsia inducida, los interminables días empezaron a dividirse en doce horas menos interminables. Cuando me despertaba por primera vez, me vestía con una cierta ropa que me tomaba mi tiempo en elegir. Desayunaba, leía, salía a por algo y al volver, me ponía del nuevo el pijama, guardaba todo en el armario y me metía en la cama con la luz apagada. A veces las siestas duraban apenas unos minutos, pero otras conseguía reventar hasta cuatro malditas horas durmiendo. Al levantarme de nuevo, seguía una rutina similar a la de la mañana. Salía a hacer otra cosa, y luego volvía para repetir la operación. Eran pequeños días, relativamente asequibles para mí, abatido ante las veinticuatro horas universales.
La división de los días en porciones pareció un arreglo genial, hasta que perdí la cuenta de las noches y un día no subí la persiana, y nunca más estuve seguro de cuándo era una siesta o cuándo realmente dormía. La nada, la ociosidad absoluta y la mayor de las apatías hacia el mundo para combatirla no me hicieron bien, ni mal. Aquella nada ausente de preocupación bien podría ser la felicidad.
Un día, una mujer se me acercó en una terraza. Estaba pensando en el lento y sin embargo imparable movimiento de las nubes, envidiando su capacidad para avanzar casi tan despacio como el tiempo, cuando me habló.
—¿Qué hace?
—Nada.
Y era la respuesta más sincera que tenía. Sonó hostil, pero era cierto.
Hubiera querido zarandearla por los hombros y decirle nada, no hago absolutamente nada. Mi vida y el tiempo parecen existir en dos realidades diferentes y, aunque noto como, a veces, avanza mínimamente, la lentitud con la que pasan los días me enloquece.
—¿Me puedo sentar?
No me había vuelto asocial, en el pasado había intentado compartir mi tiempo porque se suponía que eso lo haría disminuir, pero rara vez funcionaba, y no creía que esto fuera a ser una excepción. Ella no parecía especialmente interesada. Si acaso, algo curiosa. Señalé con la cabeza la silla a mi lado. Se sentó sin sonreír, sacó su libro y se puso a leer. Sin levantar la mirada, sin dedicarme ninguna atención. Yo también la ignoré. Siguió leyendo y leyendo, y el camarero trajo otros dos cafés. Sacó otro libro, y seguía pasando páginas con una calma absoluta que en seguida me dio envidia. A veces, sonreía por algo que había en la página. Yo analizaba su expresión, intentando leer por encima de su taza. Me consideré en el derecho de observarla y estudiarla tanto como quisiera, dado que ella se había sentado a mi lado sin dar explicaciones ni entablar una conversación.
Estaba ya al borde de un ataque de nervios intentando entender a este extraño ser que leía a mi lado cuando, por fin, levantó la cabeza y me miró. Con los ojos limpios y abiertos, la expresión tranquila y esos hoyuelos que yo había detectado cuando algo la enternecía en su lectura. Una media sonrisa creció frente a mí hasta cautivarme. Durante todo el tiempo que ella estuvo sentada, mientras leyó y yo desayuné varias veces, y ella se tomó sus cafés y siguió leyendo y yo la observé, pasaron unos minutos. Pero en el instante en el que hizo eso de enfrentar sus ojos a los míos, me pareció que ardían de golpe cuatro horas. Nos miramos una eternidad, pero, al contrario de lo que me sucedía con todas mis eternidades, no deseé que esta acabara. Y justo en el preciso instante en el que pensé un poco más, ella desvió la vista, recogió sus cosas y con el cariñoso desdén que trae la rutina, se fue murmurando un fugaz adiós.
Paseé directo hacia mi casa, pensando en la extraña lectora. No me obsesioné. Preparando lo que yo calculaba que era la comida, anocheció y supuse que era la cena, tan turbados como estaban mis días. Me dormí viendo una película y al despertar, no pude desayunar fuera porque todas las cafeterías estaban cerradas. Regresé decepcionado con una barra de pan. Había decidido limpiar la casa ese día para matar el tiempo. Apenas había empezado, me entró hambre y comí. Un rato después, volví a sentir algo de hambre y volví a comer. Habría transcurrido una hora cuando anocheció.
Con la sorpresa, casi olvido disfrutar de aquel día asesinado sin sangre ni dolor. El siguiente fue igual. Entre lo que tardé en hacer la compra y volví, se me puso el sol cocinando. Mientras cenaba, reflexioné. Quizá había paseado más, había mirado más escaparates. Recordaba haberme parado a admirar los árboles recién florecidos, pero ¿cómo había pasado? La velocidad a la que mis días comenzaron a transcurrir me asustó. Ya no podía considerarme ocioso porque apenas hacía una cosa, el día acababa. No había siestas, ni horas muertas. Volví a leer muy despacio. Hacía dos comidas al día y una compra a la semana porque no me parecía tener tiempo para más. Comencé a usar despertador.
Acababa tan exhausto de correr de un lado para otro que decidí intentar romper mi tiempo de nuevo porque, ahora que parecía haberse arreglado, el temor a que pasaran muchos años muy deprisa me angustiaba. Me dio miedo verme viejo y hasta morirme, pero no encontré la forma de volver a parar el tiempo.
Yendo a comprar naranjas un día, su voz me sorprendió. Yo ya iba siempre a todas partes tratando de no perder ni un minuto, y casi tropiezo al pararme ante ella. Estaba sentada en la misma terraza, con un vestido verde, el libro entre las manos, una taza de café vacía y otra llena sobre la mesa.
—¡Cuánto tiempo! —siempre tan sarcástica.
—¿Tanto? —intenté seguirle el juego.
Se encogió de hombros. Me senté con ella y me confesó que nunca llevaba reloj. Que el tiempo le acariciaba la cara al pasar y no necesitaba otra prueba de su paso. Disfrutaba cuando pasaba rápido, y también cuando lo hacía despacio.
No sé cuánto pasamos sentados en esa terraza, pero al final, el bar quebró y tuvimos que irnos. Nos dio pena, aunque en nuestra casa sin relojes se respiraba paz. Habíamos disfrutado mucho allí los pocos días que ella estuvo embarazada, y también la tarde que jugamos con nuestro hijo. Casi llegábamos tarde a su graduación, así que le abroché deprisa el vestido verde que tanto me gusta. Poco después, hace un par de días, conocimos a la joven encantadora que sería su mujer, y mañana quieren que nos quedemos otra vez con nuestro nieto porque se van al teatro.