
El día en que la escuché hablar por primera vez parafraseaba a Octavio Paz. En el instituto, los compañeros se arremolinaban en torno a ella, admirando a aquella chica que hablaba con una sencillez y una voz propias de quien estaba dotada de una autoridad natural, más parecida a la de una profesora; la maestra de la que sabes que aprenderás algo importante. Los demás también hablaban, pero lo hacían cediendo siempre un espacio a sus observaciones, como necesitados de una aclaración o de una aprobación por su parte.
Ella habitaba esa energía con humildad. Sus comentarios no cerraban nada; al contrario, abrían preguntas que nos dejaban, hasta el día siguiente, en un estado de gozosa agitación. Incluso los profesores se mostraban entusiasmados con su presencia.
Yo la odié desde el primer momento y aun así me quiso.
Nos fuimos a vivir juntos muy pronto. Ella me compraba la caja más grande de galletas de chocolate y yo lloraba en la cama, en el baño, al vestirme, al abrir la alacena. Había aprendido a llorar muy pronto; arrastraba el mismo llanto desde que, de niño, vi cosas que un niño no debería ver.
A pesar de todo lo que sabíamos, de toda su bondad y de todo mi miedo, construimos un hogar. Con ella, algo de mí se desanudaba y expandía. Y me convencí de que algo de ella, conmigo, también.
Y de este modo, el paso de los días ensanchó nuestra vida, pero también la sombra que ambos fingíamos amar.
Después de licenciarnos, obtuve una plaza de profesor titular de literatura y tratamos de tener un hijo sin conseguirlo. A ella no pareció importarle: muy pronto se hizo un hueco en el panorama editorial. Le concedieron un par de premios, y con ellos vinieron las ofertas, los viajes, la mirada del vasto mundo. Ya no eran unos pocos en un aula; cualquiera podía leerla. Todos la querían para sí.
Era evidente, casi obsceno, que a una persona como ella no le hacía falta esforzarse para encender la mecha del éxito. Y, sin embargo, detrás había una dedicación severa, una pasión voluntariosa.
A partir de entonces, comenzó a publicar varios libros al año, asistía a conferencias, intervenía en tertulias, en debates, no solo en los grandes medios sino también en bibliotecas de barrio, en casas de cultura, en los arrabales de la capital. Dedicaba su tiempo a lo que estaba arriba y a lo que estaba abajo.
En comparación, toda la luz que había emitido antes parecía solo la llama de una cerilla.
Por eso, un día me decidí.
Al volver a casa le dije que había llegado demasiado lejos. Que era insoportable presenciar, desde la intimidad de nuestro cuarto, cómo su figura se difuminaba cada vez más, hasta ubicarse en un punto al que sólo Dios sabía quién podría acceder. Le dije que era humillante cómo me miraban en el mercado, en la facultad, en los boletines informativos. Si alguna vez había sentido amor por mí, estaba a tiempo de apagar aquel incendio.
Ella me escuchó con una mirada quieta, sutilmente acongojada. Pareció entender algo que yo nunca habría querido decir. Luego me tomó el rostro entre las manos y apoyó su sien en mi frente. Yo dejé de llorar, pero me obligué a continuar. Y lloré mucho más.
Así nos quedamos durante horas. El teléfono sonó muchas veces y ella no lo cogió. Supe que se quedaba conmigo.
Durante los días siguientes, una calma nueva se instaló en casa. Era una calma leve, benévola al principio, como una tregua. Yo llegaba de trabajar y la encontraba sentada en la mesa del comedor, rodeada de libros cerrados. Cuando me veía, sonreía.
En ocasiones, me pedía que le leyera en voz alta alguno de sus poemas antiguos. Yo me sentaba en el sofá y ella, con la cabeza recostada en mi pierna, los escuchaba con una expresión absorta, casi infantil. Después asentía, sin hacer comentario alguno.
Si paseábamos, hablábamos de los árboles, de los perros, del clima, de cualquier tema que no implicara el pasado.
Le pedí un amor ordenado, y supo escuchar. Así aprendimos a llorar juntos. Aunque siguió coordinando grupos de lectura y charlas, su exposición pública fue haciéndose más discreta. Dejó de ser prolífica como solía, en su escritura y también en su conversación. Supongo que hasta las personas más brillantes tienen un límite. Yo le animaba. Los fines de semana la llevaba a la filmoteca o a cenar a lugares exquisitos. Pero nada parecía aliviar la tristeza que anidaba en su interior.
Aún hoy evito pensar en quienes se habrían regocijado al verla así, tan vaciada de sí misma. Prefiero recordarla como aquel día en que la escuché, por primera vez, parafraseando a Octavio Paz.