
“(…) la ausencia hay que dejarla doler lo que ella pida…”
Carmen Martín Gaite
Entre las muchas cosas a las que sigo aprendiendo a renunciar, la idea de la paternidad es una de las más dolorosas.
Hace tres días, al bajar al sótano para sacar unos trastos, encontré a mi madre de pie, frente a una estantería. Sostenía una foto en blanco y negro: la abuela Ana María, tan joven –sentada ya en la butaca donde terminaría sus días–, con mi madre recién nacida en brazos. Por la posición de la boca, parecía que cantara. Probablemente una nana en catalán.
Con la foto en la mano, hundida en sí misma, sus párpados brillaban, memoriosos. Verlo me conmovió, pero me di la vuelta enseguida. Hay cosas que regresan únicamente cuando estamos a solas.
Mientras subía la escalera, un pensamiento recorrió mi columna: algún día seré yo quien baje al sótano. Cuando mi madre muera, buscaré las fotos que mi tía tomó con su Nikon y que juntas guardaron en el álbum de la pegatina en el lomo que dice “años 89-94”. Si el tiempo natural no se disloca, ese día llegará, y esas imágenes serán la memoria más constante de mi madre.
Este pensamiento siguió creciendo hacia abajo como una raíz, de tal forma que, frente a ese estante, con mamá muerta, sosteniendo la fotografía en la que me da de comer en el patio de la abuela en el 93, vi que nadie más aparecía. A mis espaldas, no había un hijo que me sorprendiera mirando una imagen de mi madre conmigo. Un hijo al que llevar a la escuela de la mano; uno para el que pelar una granada, al que limpiar las manchas con un trapo húmedo o que me maldiga. Ninguno con el que alisar la tierra y pintar un pájaro en ella. Tampoco preguntas que desabrochen al mundo. Al fin, ningún hijo que siguiera mi rastro con sus piernas menudas.
Conforme llegaba al último escalón, todas estas imágenes me volvieron el cuerpo más blando, sin resistencias. Había en mí una serenidad extraña, como si el temor hubiese perdido los colmillos y se recostará dentro de mí. Entorné la puerta.
*
Hoy, el sol entra con tanta fuerza en el sótano que lo agranda. Todo está en orden, huele a líquido multiusos, y Guchito, el gato de mi madre, olfatea el aire con recelo. Arriba, en el salón, ella mira el televisor en su sofá. Ha tenido una de sus recaídas, pero está mejor. Cambia del concurso al tenis, del tenis al Comisario Montalbán. Sobre sus piernas, la tablet con el Candy Crush abierto.
Al sentarme a su lado, me ofrece una Kodak analógica que yo usaba de niño. Dice que ha estado guardada en su funda todo este tiempo, y que le ha puesto pilas y un carrete nuevo. La cojo y miro por el visor. Primero el salón; las máscaras de Sargadelos colgadas en la pared de gotelé, las fotos de mi comunión, los VHS que me grabó la abuela, el tronco de Brasil. Luego, mamá. Tiene las mejillas rojitas rojitas. Como movida por un resorte, trata de avivarse el pelo, sonríe sin abrir los labios; le cuesta porque dice que tiene los dientes cada vez más desgastados.
Deslizo la rueda dentada hasta el final y giro la cámara hacia nosotros. Apoyo la cabeza en su hombro, estiro el brazo, intento encuadrar. Luego aprieto el botón. No suena el clic. Lo intento, pero no. Mamá se ríe; achica los ojos, dobla el cuello hacia atrás. La boca bien abierta. No tengo ninguna foto de ella así. El botón está encasquillado. No importa. Parece que renunciar no consiste en perder, sino en archivar en otro lugar de la memoria.