A la luz, yo soy la sombra

Si no fuera por Manuel Menchón, Lorca seguiría siendo una imagen inmóvil. Sucederá así. Todas las imágenes desaparecerán.

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Ella1 es la hija de un padre desaparecido en la lluvia, una tarde de octubre en la que el agua del riachuelo se puso brava y se llevó por delante el ladrillo y la verja. Ella es la hija huérfana de una buena madre que se fue antes de hora, dejando la anécdota familiar caer en el olvido de aquellos pocos no-herederos de un imaginario común, aquellos que solo tienen la posibilidad de inventar su historia hacia adelante, sin una fotografía desaturada que les confirme como los primeros, los segundos o los terceros en llegar. No conoce el rostro de ninguno de sus ancestros ni sabe cómo llegó al suelo de la cocina ese azulejo verdoso que apenas le gusta, no sabe de dónde viene su nombre, si acaso significa abundancia o victoria o tormenta o caudal. El escaso recuerdo, su corta memoria fría y desdibujada, se la han ofrecido los vecinos que no se cansaban nunca de contar el invierno del 42, el hambre y la escasez, las cartillas de racionamiento y el pan blando mojado en leche, las peladillas y el regaliz a 15 céntimos de peseta, las bicicletas y los carros por los caminos de tierra, el adiós adiós en las estaciones. Todo eso, para Ella, es un dibujo emborronado en el que no es capaz de distinguir a los personajes, pura palabrería sin color a la que en cualquier caso procura llamar su historia. Habladurías y voces sin pruebas. Sin rostros grabados. Sin herencia visual ninguna que designe su nariz chata como la nariz de su padre o el lunar en mitad del entrecejo como una mancha de nacimiento. Ser zurda, levantar el labio derecho al hablar y tener la voz aguda como el canto de los estorninos son cosas qued esconoce si han sido decididas por ella misma o si se tratan, por lo contrario, de un gesto heredado de generación en generación. Que desgracia. Saber que todo es el resultado de un tiempo anterior y no poder ver más que el fruto caído en el suelo. Qué infortunio. Haber llegado aquí desde tan lejos y solo poder mirar hacia delante. 

Un día, al renovar sus documentos, Ella posará para la fotografía con la espalda recta y los labios entreabiertos. Rato después, verá su rostro blanco y negro surgir en el acetato como un segundo bautizo, su nariz chata y su lunar en la frente todavía inamovibles. Esperará mientras se seca la copia y luego, en el reverso, escribirá "Yo soy la hija de un padre desaparecido en la lluvia y una buena madre. No sé cuánto de lo que tengo es mío ni qué significa mi nombre. Desconozco si soy la primera en llegar o la última en irse.” Saldrá de allí con una copia debajo del brazo. Meterá la fotografía en un álbum de piel verde y la guardará en el trastero junto a la comida de los perros, la ropa de invierno, las cacerolas viejas y todos esos trastos que no tienen, por el momento, un lugar preestablecido.

Él2 nacerá el 5 de junio de 1898 en Fuente Vaqueros. Será el primero de cuatro hermanos y crecerá en las tierras que huelen a trigo y a jazmín. El cuarto Federico de su nombre, hijo de una ama de casa y de un padre profesor y terrateniente, estará marcado desde niño por un patrimonio transmitido, de boca en boca, de música y literatura. A diferencia de los no herederos, de los sin nombre, de los despojados de raíz, Él sabrá con tanta fuerza de dónde viene que nunca le quitarán la palabra sangre de la garganta. Aprenderá a ser un niño en Granada y no un hombre, ni un poeta, ni una hoja, sino un pulso herido que sonda las cosas del otro lado en el Madrid de los cafés y las tertulias. Será el poeta de la gente, el fuego de la Generación del 27, el Fede, el gitano. A los 33 años fundará La Barraca, el teatro para el pueblo, cogerá carretera con su compañía y llevará a Lope de Vega, a Calderón y a Cervantes a escenarios y plazas en una Chevrolet carrozada a la que apodarán La Bella Aurelia. Uno de esos días dirá que quiere hacer de Sombra, subirá a las tablas envuelto en una capa negra y será una noche atenta ante la luna. Desde el público, alguien disparará una película de 35mm sobre su figura imitando a la oscuridad, inmortalizando en veinticuatro fotogramas por segundo la evidencia de que el relato, más allá de ser relato, estuvo vivo. Más tarde, ese alguien desconocido volverá a casa, revelará el negativo y lo guardará permanentemente en una lata de Betún con las siglas “FGL” escritas en el borde. La madrugada del 18 de agosto de 1936, alguien disparará sobre Él con una intención muy lejana a la de la inmortalización fotográfica. Hasta que alguien venga a sacarla a la luz, La Sombra estará por siempre en la sombra. 

_________ 

«Sin saber, inconscientemente, llevamos… 

cada uno de nosotros llevamos en nuestro interior, 

en algún lugar profundo, 

algunas imágenes del paraíso.» 

Jonas Mekas 

Nuestra memoria está fuera de nosotros, decía Proust. Oculta a nuestras propias miradas, sumida en un pozo más o menos hondo. Es una fotografía desaturada, agrietada, traspasada desde la mano ancestral hasta la mano primeriza en un álbum de piel roída que pertenecía al padre del padre del padre y ahora descansa en el altillo de la casa familiar, cubierto de polvo. Ese altillo de casa familiar, ese trastero, ese fondo de armario empotrado representa ese pozo, ese escondite más o menos hondo que oculta en su interior una riqueza más grande incluso que el cuerpo que la advierte. Es esa riqueza el patrimonio visible, el archivo fotográfico ante el que alguien se planta, al menos, una vez al año para confirmar que no es ni el primero ni la primera en llegar, que hay un tiempo anterior que le precede, un tiempo anterior cuya perdurabilidad, en todo caso, le corresponde. En sus contextos, Ella y Él son los mismos, rostros deshechos en el polvo de los que no sabríamos absolutamente nada si la labor de excavación de los archiveros y sus semejantes no fuera tan fundamental como en efecto es, si una mano no hubiera querido capturar la imagen que otra mano, años después, encontraría, restauraría y clasificaría con la misma delicadeza con la que se devuelve el nombre a todo lo que ha sido despojado de su identidad. Si en su fijación, Manuel Menchón no hubiera tirado de todos y cada uno de los hilos posibles hasta llegar al archivo de la familia Menéndez - Pidal, Lorca seguiría siendo una imagen inmóvil, una sombra guardada eternamente en una lata de betún. 

Cuando la posibilidad de encontrar hacia adelante es tan inmensa y toda creación es alcanzable en un comando, darse la vuelta, - mirar hacia atrás y excavar hacia el imaginario anterior - se transforma en un gesto subversivo. La curiosidad por descubrir los lugares que nos preceden y la voluntad de registrar los lugares que nos corresponden están ligadas a ese poder que sigilosamente se alimenta entre documentos e imágenes. El momento en el que la conciencia del pasado aparece en forma de archivo visual, carta, fotografía o viceversa, el presente recibe una justificación de ser, el sentimiento de una memoria desgarrada se convierte en el sentimiento de una memoria que quiso ser salvaguardada antes de saber, siquiera, que sería memorable. Lo que parece ser tan solo una imagen fija, un fotograma repetido en bucle o un archivo anteriormente capturado, resulta ser la semilla que da continuidad y razón a la maquinaria del presente. La mano que archiva no lo sabe, pero es su gesto el gesto del escudo, el cuerpo que se pone ante la bala y anuncia sigilosamente un no pasaréis, el único disparo que promete la vida en lugar de la muerte. 

Sucederá así. Todas las imágenes desaparecerán3. Envejecerán todas de golpe como ha ocurrido con los millones de imágenes que observamos reunidos en círculos en cada cena navideña. Imágenes donde aparecemos como seres que no han nacido en las líneas faciales de seres que ya se han marchado, dejando para nosotros su nariz chata, su misma mancha de nacimiento en el tobillo. En la biblioteca, encontraremos la fotografía que confirma que aquel rascacielos era anteriormente un cine y aquella escalera minimalista un viejo barrio repleto de geranios. El gesto de estar atento impedirá el anonimato y un día estaremos en la boca de los siguientes, entre hijos y personas que aún no han abierto los ojos. Pronto estarán guardando nuestra imagen en una funda de plástico, colocándolos en el armario hasta ser sólo anécdota, solo ficción desdibujada. Así la historia seguirá sepultándose por otra historia, la fotografía por otra fotografía. En el tiempo siguiente seremos solo una imagen, cada vez más subexpuesta, esperando que alguien tenga el afán de encontrarnos. Sucede así. El porvenir nunca depende del que entierra, sino del desenterrador. Como la sombra, la memoria depende de que alguien la cargue a su espalda. 

_________________ 

1 Fotografía de una mujer anónima encontrada entre los archivos de un rastro. Copia en papel baritado de gelatina de plata. Fuente desconocida. 

2 Instantánea inédita de Lorca interpretando La noche con La Barraca en 1932, filmado en un negativo de 35 mm. Fuente: Manuel Menchón, para su documental La voz quebrada. 

3 Cita extraída de Los años, de Annie Ernaux.

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Si no fuera por Manuel Menchón, Lorca seguiría siendo una imagen inmóvil. Sucederá así. Todas las imágenes desaparecerán.
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Ella1 es la hija de un padre desaparecido en la lluvia, una tarde de octubre en la que el agua del riachuelo se puso brava y se llevó por delante el ladrillo y la verja. Ella es la hija huérfana de una buena madre que se fue antes de hora, dejando la anécdota familiar caer en el olvido de aquellos pocos no-herederos de un imaginario común, aquellos que solo tienen la posibilidad de inventar su historia hacia adelante, sin una fotografía desaturada que les confirme como los primeros, los segundos o los terceros en llegar. No conoce el rostro de ninguno de sus ancestros ni sabe cómo llegó al suelo de la cocina ese azulejo verdoso que apenas le gusta, no sabe de dónde viene su nombre, si acaso significa abundancia o victoria o tormenta o caudal. El escaso recuerdo, su corta memoria fría y desdibujada, se la han ofrecido los vecinos que no se cansaban nunca de contar el invierno del 42, el hambre y la escasez, las cartillas de racionamiento y el pan blando mojado en leche, las peladillas y el regaliz a 15 céntimos de peseta, las bicicletas y los carros por los caminos de tierra, el adiós adiós en las estaciones. Todo eso, para Ella, es un dibujo emborronado en el que no es capaz de distinguir a los personajes, pura palabrería sin color a la que en cualquier caso procura llamar su historia. Habladurías y voces sin pruebas. Sin rostros grabados. Sin herencia visual ninguna que designe su nariz chata como la nariz de su padre o el lunar en mitad del entrecejo como una mancha de nacimiento. Ser zurda, levantar el labio derecho al hablar y tener la voz aguda como el canto de los estorninos son cosas qued esconoce si han sido decididas por ella misma o si se tratan, por lo contrario, de un gesto heredado de generación en generación. Que desgracia. Saber que todo es el resultado de un tiempo anterior y no poder ver más que el fruto caído en el suelo. Qué infortunio. Haber llegado aquí desde tan lejos y solo poder mirar hacia delante. 

Un día, al renovar sus documentos, Ella posará para la fotografía con la espalda recta y los labios entreabiertos. Rato después, verá su rostro blanco y negro surgir en el acetato como un segundo bautizo, su nariz chata y su lunar en la frente todavía inamovibles. Esperará mientras se seca la copia y luego, en el reverso, escribirá "Yo soy la hija de un padre desaparecido en la lluvia y una buena madre. No sé cuánto de lo que tengo es mío ni qué significa mi nombre. Desconozco si soy la primera en llegar o la última en irse.” Saldrá de allí con una copia debajo del brazo. Meterá la fotografía en un álbum de piel verde y la guardará en el trastero junto a la comida de los perros, la ropa de invierno, las cacerolas viejas y todos esos trastos que no tienen, por el momento, un lugar preestablecido.

Él2 nacerá el 5 de junio de 1898 en Fuente Vaqueros. Será el primero de cuatro hermanos y crecerá en las tierras que huelen a trigo y a jazmín. El cuarto Federico de su nombre, hijo de una ama de casa y de un padre profesor y terrateniente, estará marcado desde niño por un patrimonio transmitido, de boca en boca, de música y literatura. A diferencia de los no herederos, de los sin nombre, de los despojados de raíz, Él sabrá con tanta fuerza de dónde viene que nunca le quitarán la palabra sangre de la garganta. Aprenderá a ser un niño en Granada y no un hombre, ni un poeta, ni una hoja, sino un pulso herido que sonda las cosas del otro lado en el Madrid de los cafés y las tertulias. Será el poeta de la gente, el fuego de la Generación del 27, el Fede, el gitano. A los 33 años fundará La Barraca, el teatro para el pueblo, cogerá carretera con su compañía y llevará a Lope de Vega, a Calderón y a Cervantes a escenarios y plazas en una Chevrolet carrozada a la que apodarán La Bella Aurelia. Uno de esos días dirá que quiere hacer de Sombra, subirá a las tablas envuelto en una capa negra y será una noche atenta ante la luna. Desde el público, alguien disparará una película de 35mm sobre su figura imitando a la oscuridad, inmortalizando en veinticuatro fotogramas por segundo la evidencia de que el relato, más allá de ser relato, estuvo vivo. Más tarde, ese alguien desconocido volverá a casa, revelará el negativo y lo guardará permanentemente en una lata de Betún con las siglas “FGL” escritas en el borde. La madrugada del 18 de agosto de 1936, alguien disparará sobre Él con una intención muy lejana a la de la inmortalización fotográfica. Hasta que alguien venga a sacarla a la luz, La Sombra estará por siempre en la sombra. 

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«Sin saber, inconscientemente, llevamos… 

cada uno de nosotros llevamos en nuestro interior, 

en algún lugar profundo, 

algunas imágenes del paraíso.» 

Jonas Mekas 

Nuestra memoria está fuera de nosotros, decía Proust. Oculta a nuestras propias miradas, sumida en un pozo más o menos hondo. Es una fotografía desaturada, agrietada, traspasada desde la mano ancestral hasta la mano primeriza en un álbum de piel roída que pertenecía al padre del padre del padre y ahora descansa en el altillo de la casa familiar, cubierto de polvo. Ese altillo de casa familiar, ese trastero, ese fondo de armario empotrado representa ese pozo, ese escondite más o menos hondo que oculta en su interior una riqueza más grande incluso que el cuerpo que la advierte. Es esa riqueza el patrimonio visible, el archivo fotográfico ante el que alguien se planta, al menos, una vez al año para confirmar que no es ni el primero ni la primera en llegar, que hay un tiempo anterior que le precede, un tiempo anterior cuya perdurabilidad, en todo caso, le corresponde. En sus contextos, Ella y Él son los mismos, rostros deshechos en el polvo de los que no sabríamos absolutamente nada si la labor de excavación de los archiveros y sus semejantes no fuera tan fundamental como en efecto es, si una mano no hubiera querido capturar la imagen que otra mano, años después, encontraría, restauraría y clasificaría con la misma delicadeza con la que se devuelve el nombre a todo lo que ha sido despojado de su identidad. Si en su fijación, Manuel Menchón no hubiera tirado de todos y cada uno de los hilos posibles hasta llegar al archivo de la familia Menéndez - Pidal, Lorca seguiría siendo una imagen inmóvil, una sombra guardada eternamente en una lata de betún. 

Cuando la posibilidad de encontrar hacia adelante es tan inmensa y toda creación es alcanzable en un comando, darse la vuelta, - mirar hacia atrás y excavar hacia el imaginario anterior - se transforma en un gesto subversivo. La curiosidad por descubrir los lugares que nos preceden y la voluntad de registrar los lugares que nos corresponden están ligadas a ese poder que sigilosamente se alimenta entre documentos e imágenes. El momento en el que la conciencia del pasado aparece en forma de archivo visual, carta, fotografía o viceversa, el presente recibe una justificación de ser, el sentimiento de una memoria desgarrada se convierte en el sentimiento de una memoria que quiso ser salvaguardada antes de saber, siquiera, que sería memorable. Lo que parece ser tan solo una imagen fija, un fotograma repetido en bucle o un archivo anteriormente capturado, resulta ser la semilla que da continuidad y razón a la maquinaria del presente. La mano que archiva no lo sabe, pero es su gesto el gesto del escudo, el cuerpo que se pone ante la bala y anuncia sigilosamente un no pasaréis, el único disparo que promete la vida en lugar de la muerte. 

Sucederá así. Todas las imágenes desaparecerán3. Envejecerán todas de golpe como ha ocurrido con los millones de imágenes que observamos reunidos en círculos en cada cena navideña. Imágenes donde aparecemos como seres que no han nacido en las líneas faciales de seres que ya se han marchado, dejando para nosotros su nariz chata, su misma mancha de nacimiento en el tobillo. En la biblioteca, encontraremos la fotografía que confirma que aquel rascacielos era anteriormente un cine y aquella escalera minimalista un viejo barrio repleto de geranios. El gesto de estar atento impedirá el anonimato y un día estaremos en la boca de los siguientes, entre hijos y personas que aún no han abierto los ojos. Pronto estarán guardando nuestra imagen en una funda de plástico, colocándolos en el armario hasta ser sólo anécdota, solo ficción desdibujada. Así la historia seguirá sepultándose por otra historia, la fotografía por otra fotografía. En el tiempo siguiente seremos solo una imagen, cada vez más subexpuesta, esperando que alguien tenga el afán de encontrarnos. Sucede así. El porvenir nunca depende del que entierra, sino del desenterrador. Como la sombra, la memoria depende de que alguien la cargue a su espalda. 

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1 Fotografía de una mujer anónima encontrada entre los archivos de un rastro. Copia en papel baritado de gelatina de plata. Fuente desconocida. 

2 Instantánea inédita de Lorca interpretando La noche con La Barraca en 1932, filmado en un negativo de 35 mm. Fuente: Manuel Menchón, para su documental La voz quebrada. 

3 Cita extraída de Los años, de Annie Ernaux.

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