En camas, en cuartos, en campos, en mares, en ciudades…
Silvina Ocampo
Despedazar una casa es un acto minucioso. Como arrancarle las astillas a un niño.
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Explotamos el plástico de burbujas que protege nuestros muñecos de trapo, nuestros trastos antiguos, nuestras primeras zapatillas de velcro, porque qué maravilla que se nos dé la oportunidad de meter lo que somos en cajas, aunque no sepamos ya donde poner lo que fuimos. Todo lo que termina es un páramo. Un no-lugar donde poner las cosas. No saber donde poner lo aprendido. No saber donde poner las manos. No saber donde poner la furia. No saber dónde poner el gesto. No saber dónde poner las llaves. No saber dónde poner el cuerpo. No saber dónde poner las huellas.
caja doce dormitorio
libretas mantas dibujos
cuidado al mover
material frágil
Aquí todos - casi todos - somos la secuela de una casa natal. Un cuaderno de campo si nos abren, un mapamundi con una X marcada allí donde cayó el primer diente. La casa en la que aprendes a andar es una marca de nacimiento que puedes llevar por bandera si has tenido la buena suerte de una infancia feliz y memorable. De lo contrario, puedes hacer el esfuerzo de borrarla, pero nada quitará tus huellas dactilares del gotelé de las paredes, nadie te limpiará del todo el ADN de las uñas. Somos la consecuencia de un cariño fértil o el resultado de un cariño nulo ; los frutos frescos, los frutos podridos, los frutos dulces, los frutos no perecederos.
Recorremos de punta a punta los ladrillos, reconocemos la casa natal aunque la casa natal ya no exista. A tientas cruzamos el pasillo de noche, nos detenemos antes de que empiece el escalón, lo bajamos despacio. Suena la verja de la entrada y sabemos que alguien llega por el crujido oxidado del candado. Averiguamos quién viene por la forma de los pasos. Los padres tienden a arrastrar los pies. Las madres siempre avisan.
Porque se tuvo una casa se tiene un idioma y cierto poder gurativo. Dormitorio baño escritorio comedor mesa lavadora tendedero merienda son palabras en el imaginario común que carecen de identidad si las mencionamos de manera solitaria. A menudo necesitan ir acompañadas de otros nombres para ser realmente un todo;
el dormitorio de arriba el baño azul el escritorio pequeño
hermana azul luz madera ruido plateado cereales la almohada de Papá el cuartillo de arriba la caja de los tés
la calle del Pinar
la primera puerta a la derecha
Toda familia empieza siendo un lienzo. Toda casa nace blanca.
Somos nosotros quienes eligen los accesorios, quienes ponen los peldaños. Los ladridos. Los clavos. Los colores. Los sonidos. Las siluetas que provoca la luz en las paredes son enteramente nuestra culpa.
Al marcharnos de un espacio que ha construido parte de nuestra identidad arrancamos de cuajo casi todos los símbolos, abandonamos todas las definiciones que no podemos llevarnos en cajas, dejamos al abecedario a su suerte jugando solo en el pueblo. La plaza del centro es ahora la plaza. El parque de arriba es el parque sin más. La tienda de Luis no es de nadie. Parece que todas las esquinas son mudas. Qué hacemos cuando los nombres de las cosas se agotan.
Dónde colocamos entonces nuestros significados de siempre.
caja catorce cocina
vajillas vasos teteras
cuidado al mover
material frágil
Que importa, en el fondo, no serle tan leal a las costumbres. Si dicho el adiós todo es carnaza. Material resignificable. Si en un lugar reconocido como lugar en construcción no pesa tanto que los significados antiguos no encuentren su espacio ideal ; si provisionalmente las cosas permiten ser colocadas donde sea. Pon esto ahí mismo, decimos, donde quepa, de momento. Suyo es el hueco que está disponible mientras se encuentra el espacio que merece. Nos hacemos la promesa de no dejar para siempre las cosas en el que era, en un inicio, un lugar provisional. Asumimos el riesgo de olvidarnos de ellas. Asumimos el peligro de acabar siendo nosotros las cosas. Los que se quedan para siempre en el que fue, en algún momento, el único lugar disponible.
caja dieciséis cafetera cuchillos
caja catorce juguetes
caja cuarenta recuerdos
cuidado al mover
material
muy frágil
Si por ahora no hay cocina en los lugares nuevos le buscamos un reemplazo, cocinamos donde podemos, llamamos microondas a un viejo tostador apoyado sobre una mesa que es en realidad una tabla puesta del revés. Lavamos los platos en el grifo del patio y los secamos al sol en el tendedero. Nos turnamos el sofá para dormir. Echamos a suertes quien se sienta en la única silla disponible y si no hay silla basta el suelo. La carencia momentánea de algo modifica los gestos, pero no se inmuta ante el lenguaje cotidiano cuando sabe que no es definitiva ; cuando asegura que volverán las cocinas y las camas, los padres o las madres abriendo las verjas. Cuando nos falta algo que no nos faltará para siempre podemos permitirnos no modificar los idiomas heredados, seguimos diciendo toalla aunque en ese momento toalla sea sol, silla aunque sea escalón, irse a la cama aunque la cama sea el sofá, poner la mesa aunque todavía no haya cubiertos ni mantel. Ante la falta se agudiza el ingenio y se piensa más fuerte. Somos de nuevo los críos del parque jugando al balón con naranjas. Con latas de Fanta. Con papel de aluminio. No importa la forma, importa que la función se lleve a término, que a toda costa el juego continúa.
Es el movimiento una pérdida a medias. Un entrenamiento intensivo para la verdadera pérdida absoluta. Miramos las zapatillas de velcro y los muñecos de trapo cubiertos de polvo, que siguen aquí, distintos pero supervivientes como el cuerpo que los trajo. Es la nuestra una ausencia breve con fecha de caducidad, una falta de que tan solo provoca gestos curiosos y posibles reemplazos. Suerte la nuestra que hablamos de la ausencia de manera momentánea, que escribimos sobre casas desde casas.
No todos tienen esa suerte, la suerte de no haber agotado todos los sinónimos. La dicha de poder seguir llamando a las cosas por su nombre.
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La foto del artículo es de un cuadro de Mark Rothko, Untitled (Brown and Grey), 1969, Acrylic on paper, 72 x 48 inches, Estate of Mark Rothko. Vía Daily Rothko.