¿Merece la pena escribir?

Mi vida sería mucho más sencilla sin la literatura. Y sin embargo, aquí sigo.

Para Álvaro Gálvez.

Llevo dos días conviviendo con un párrafo. Es un párrafo real. Existe en el plano físico. Lo escribí el miércoles en Notas y lo he reescrito tantas veces que casi no lo reconozco. Me gusta pensar que es como un perro. Come o ayuna según mis horarios. Los horarios de mi vida. Depende de mí, pero si me despisto un poco más de la cuenta, se enfada, se pone nervioso, tiene hambre, me reclama. Y entonces las tornas cambian. Empiezo yo a depender del párrafo. Me adapto a los horarios del párrafo. Me entrego a él. Me convierto en el perro de mi párrafo.

Hace casi dos meses que no le envío nada a Fernando. Él nos cuida y nos comprende. Es flexible con los tiempos, pero el tiempo no es flexible con nadie. Solo existe una manera de ser escritor: escribir. Sacar tiempo de donde sea y ponerse a escribir. No existe otra. Las presentaciones, las ferias y los eventos son divertidos, pero para ser escritor solo hay algo imprescindible: escribir. Escribir como sea. Sacrificando cosas mucho más importantes que escribir. En bibliotecas vacías al mediodía. En la sala de espera del dermatólogo. En un banco del parque. En el cuarto de baño. Escribir cuando nadie te ve. Recorriendo descalzo el pasillo de madrugada. Confundirte con lo escrito. Escribir hasta que solo quede una pregunta: ¿merece la pena escribir?

Tengo un hijo adorable y otro que viene en camino. Una mujer maravillosa a la que amo y admiro, una familia estupenda, un trabajo en el que me siento arropado y unos amigos capaces de soportarme. Podría, perfectamente, sentarme en el sillón al final del día y limitarme a ser feliz, pero cuando no escribo, siento que me falta algo, que todo lo demás pierde su brillo. Es egoísta, es insensato, es absurdo que algo que ha de hacerse con gusto acabe provocando angustia, pero me ocurre y me afecta. Mi vida sería mucho más sencilla sin la literatura. Y sin embargo, aquí sigo.

Hace un tiempo, en un club de lectura que organizó un amigo común, tuve el privilegio de cruzar unas palabras con mi admirado Pablo García Casado. Él es padre como yo y cuando supo que yo quería ser escritor, me dijo: «Tu mejor obra siempre será tu hijo». Se me clavó su frase. Cuando la oí, me hirió la ilusión, pero ahora que han pasado los años, entiendo muy bien lo que quería decirme y se lo agradezco. ¿Realmente merece la pena quitarle tiempo a lo que de verdad importa para dárselo a una novela por escribir? Sinceramente, creo que no, pero no podemos evitarlo. Pablo siguió publicando y yo sigo intentándolo.

Compagino cada día la casa, el trabajo y la escritura, pero no siempre consigo las horas que hacen falta. Casi siempre acabo robándomelas a mí mismo o a los pocos que me ayudan a sostener este delirio. No lo hago por dinero ni por ego ni por hobby. Ya soy viejo para la trampa de los sueños. Lo hago porque me hace feliz. Es una felicidad manchada de barro y desgastada por las esquinas, pero es mi felicidad y la necesito.

Ya es viernes y sigo dándole vueltas a mi párrafo. Hace un día maravilloso y el turno de mañana está a punto de terminar. Los abogados dan de mano y empiezan a desfilar hacia el bar de la esquina. Lo he organizado todo con Marta para poder quedarme en el centro, comerme un sándwich, irme a la biblioteca y volver al trabajo a las cinco. Ya casi es la hora de salir cuando siento el móvil vibrando en el bolsillo. Es Álvaro. Me propone una rápida en el Puerto Rico. Podría decirle que no, soy, de hecho, un profesional de la elusión, pero charlar con Álvaro es siempre el mejor plan. — Una rápida, tío, que quiero irme a escribir. — le digo, pero no me lo creo ni yo. Si me siento ahí con él y empezamos a tomar cañas la historia puede acabar de cualquier manera, pero no precisamente en una biblioteca.

Nos ponemos al día, brindamos por el futuro y hablamos sin parar. Mi amigo está radiante de felicidad. Me gusta verlo así. Me contagio. Tocamos todos los temas. Primero siempre la vida y luego la literatura. Soy yo el que propone otra ronda. Hablamos del trabajo, de la carretera, de lo bien que se come en los pueblos. A los dos nos entra hambre y se lo digo bien claro. — Al carajo, vámonos a comer y luego a tomar una copa. — ¿Seguro? — Segurísimo. De camino a La Bodega, le cuento lo de mi párrafo, le hablo de mi lucha contra el tiempo, del bloqueo y del miedo a estar contando siempre la historia equivocada. ¿Cuántos rechazos hacen falta para sentirse rechazado? Hablamos del «efecto sustrato», de Madrid y de la escritura como medio de transporte. Bebemos vino, comemos queso, anchoas y albóndigas. Él me ilusiona con sus proyectos. Él me ilusiona siempre con todo. Hablamos de Delibes, de Bolaño, de Bernier. Hablamos de Santa Marina y de la casa de mis padres. Crónicas, cuentos, poemas, diarios y novelas inconclusas. La biblioteca Grupo Cántico, los jueves de Cosmopoética, la librería Luque. Son las cuatro y cuarto. Pedimos la cuenta y nos vamos a Atrio. Cortado y Barceló. Todo a la vez. No nos da tiempo, pero resistimos. La tarde todavía es nuestra. Volvemos a las cosas de la vida. Hablamos de pasar más tiempo con nuestros padres, de lo bien que se vive en Córdoba y del amor en su dimensión última. Nos sentimos afortunados por tener a mano todo lo que necesitamos. Por ser capaces de improvisar como cuando estábamos en la facultad. Por todo lo que está por venir. Pedimos vasos de plástico y salimos de allí iluminados. Con la sensación de haber hecho algo extraordinario. Robarle tres horas al tiempo. El sol de otoño nos calienta la espalda de camino al parque. Junto a la papelera de la esquina apuramos los vasos, nos damos un abrazo y justo antes de despedirnos, Álvaro pronuncia sin saberlo las últimas frases de este artículo:

«Olvídate de ese párrafo. Cuenta lo que hemos hecho esta tarde».

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Para Álvaro Gálvez.

Llevo dos días conviviendo con un párrafo. Es un párrafo real. Existe en el plano físico. Lo escribí el miércoles en Notas y lo he reescrito tantas veces que casi no lo reconozco. Me gusta pensar que es como un perro. Come o ayuna según mis horarios. Los horarios de mi vida. Depende de mí, pero si me despisto un poco más de la cuenta, se enfada, se pone nervioso, tiene hambre, me reclama. Y entonces las tornas cambian. Empiezo yo a depender del párrafo. Me adapto a los horarios del párrafo. Me entrego a él. Me convierto en el perro de mi párrafo.

Hace casi dos meses que no le envío nada a Fernando. Él nos cuida y nos comprende. Es flexible con los tiempos, pero el tiempo no es flexible con nadie. Solo existe una manera de ser escritor: escribir. Sacar tiempo de donde sea y ponerse a escribir. No existe otra. Las presentaciones, las ferias y los eventos son divertidos, pero para ser escritor solo hay algo imprescindible: escribir. Escribir como sea. Sacrificando cosas mucho más importantes que escribir. En bibliotecas vacías al mediodía. En la sala de espera del dermatólogo. En un banco del parque. En el cuarto de baño. Escribir cuando nadie te ve. Recorriendo descalzo el pasillo de madrugada. Confundirte con lo escrito. Escribir hasta que solo quede una pregunta: ¿merece la pena escribir?

Tengo un hijo adorable y otro que viene en camino. Una mujer maravillosa a la que amo y admiro, una familia estupenda, un trabajo en el que me siento arropado y unos amigos capaces de soportarme. Podría, perfectamente, sentarme en el sillón al final del día y limitarme a ser feliz, pero cuando no escribo, siento que me falta algo, que todo lo demás pierde su brillo. Es egoísta, es insensato, es absurdo que algo que ha de hacerse con gusto acabe provocando angustia, pero me ocurre y me afecta. Mi vida sería mucho más sencilla sin la literatura. Y sin embargo, aquí sigo.

Hace un tiempo, en un club de lectura que organizó un amigo común, tuve el privilegio de cruzar unas palabras con mi admirado Pablo García Casado. Él es padre como yo y cuando supo que yo quería ser escritor, me dijo: «Tu mejor obra siempre será tu hijo». Se me clavó su frase. Cuando la oí, me hirió la ilusión, pero ahora que han pasado los años, entiendo muy bien lo que quería decirme y se lo agradezco. ¿Realmente merece la pena quitarle tiempo a lo que de verdad importa para dárselo a una novela por escribir? Sinceramente, creo que no, pero no podemos evitarlo. Pablo siguió publicando y yo sigo intentándolo.

Compagino cada día la casa, el trabajo y la escritura, pero no siempre consigo las horas que hacen falta. Casi siempre acabo robándomelas a mí mismo o a los pocos que me ayudan a sostener este delirio. No lo hago por dinero ni por ego ni por hobby. Ya soy viejo para la trampa de los sueños. Lo hago porque me hace feliz. Es una felicidad manchada de barro y desgastada por las esquinas, pero es mi felicidad y la necesito.

Ya es viernes y sigo dándole vueltas a mi párrafo. Hace un día maravilloso y el turno de mañana está a punto de terminar. Los abogados dan de mano y empiezan a desfilar hacia el bar de la esquina. Lo he organizado todo con Marta para poder quedarme en el centro, comerme un sándwich, irme a la biblioteca y volver al trabajo a las cinco. Ya casi es la hora de salir cuando siento el móvil vibrando en el bolsillo. Es Álvaro. Me propone una rápida en el Puerto Rico. Podría decirle que no, soy, de hecho, un profesional de la elusión, pero charlar con Álvaro es siempre el mejor plan. — Una rápida, tío, que quiero irme a escribir. — le digo, pero no me lo creo ni yo. Si me siento ahí con él y empezamos a tomar cañas la historia puede acabar de cualquier manera, pero no precisamente en una biblioteca.

Nos ponemos al día, brindamos por el futuro y hablamos sin parar. Mi amigo está radiante de felicidad. Me gusta verlo así. Me contagio. Tocamos todos los temas. Primero siempre la vida y luego la literatura. Soy yo el que propone otra ronda. Hablamos del trabajo, de la carretera, de lo bien que se come en los pueblos. A los dos nos entra hambre y se lo digo bien claro. — Al carajo, vámonos a comer y luego a tomar una copa. — ¿Seguro? — Segurísimo. De camino a La Bodega, le cuento lo de mi párrafo, le hablo de mi lucha contra el tiempo, del bloqueo y del miedo a estar contando siempre la historia equivocada. ¿Cuántos rechazos hacen falta para sentirse rechazado? Hablamos del «efecto sustrato», de Madrid y de la escritura como medio de transporte. Bebemos vino, comemos queso, anchoas y albóndigas. Él me ilusiona con sus proyectos. Él me ilusiona siempre con todo. Hablamos de Delibes, de Bolaño, de Bernier. Hablamos de Santa Marina y de la casa de mis padres. Crónicas, cuentos, poemas, diarios y novelas inconclusas. La biblioteca Grupo Cántico, los jueves de Cosmopoética, la librería Luque. Son las cuatro y cuarto. Pedimos la cuenta y nos vamos a Atrio. Cortado y Barceló. Todo a la vez. No nos da tiempo, pero resistimos. La tarde todavía es nuestra. Volvemos a las cosas de la vida. Hablamos de pasar más tiempo con nuestros padres, de lo bien que se vive en Córdoba y del amor en su dimensión última. Nos sentimos afortunados por tener a mano todo lo que necesitamos. Por ser capaces de improvisar como cuando estábamos en la facultad. Por todo lo que está por venir. Pedimos vasos de plástico y salimos de allí iluminados. Con la sensación de haber hecho algo extraordinario. Robarle tres horas al tiempo. El sol de otoño nos calienta la espalda de camino al parque. Junto a la papelera de la esquina apuramos los vasos, nos damos un abrazo y justo antes de despedirnos, Álvaro pronuncia sin saberlo las últimas frases de este artículo:

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