Los que me vean pensarán que soy un maleducado o un pervertido, pero no me importa. A pocos pasos de nuestra casa, justo antes de llegar a la cancela, me paro junto a la reja que hace de frontera entre la calle y nuestro patio. Acerco la frente a los barrotes y te busco entre las ramas secas. Vas de habitación en habitación haciendo cosas que aún no me incluyen. Me gusta mirar tus movimientos en mute. Comprobar que mi vida existe sin mí. Que no existe por mí. Entras en la cocina repitiendo maquinalmente los gestos de siempre. Solo veo tu espalda y el dorso de tus brazos, pero intuyo que estás preparándole la cena a Ale. Tus manos remueven, tocan, procuran y en un momento inesperado se posan sobre la encimera. La cabeza agachada. El tiempo detenido. Se ha roto el hilo de lo previsible. Pienso en entrar, pero tu movimiento anula el mío. Te giras hacia la ventana y veo tu cara. Estás llorando. Podrías mirarme, pero yo ya no estoy detrás del brezo. He cruzado dos puertas. He recorrido el portal, he metido la llave en la cerradura y he entrado en casa. Solo quiero abrazarte. El niño me saluda ilusionado desde el salón, pero me urge verte. Ayudarte si es posible. Ofrecerte mi amor. Pero justo cuando voy a entrar en la cocina, tú vienes hacia la puerta con un plato en las manos y una sonrisa sincera. Me miras y no dices nada, solo sonríes. No se nota que has llorado. Cuando llegas a la mesa, el niño se vuelve loco de alegría. Tu pena es un fantasma. No se ve o no existe.
Quiero preguntarte, pero sé que tú prefieres dejarlo pasar. Seguir con tus cosas. Te oigo trastear en las habitaciones del fondo. Preparándolo todo para mañana. Yo me voy a la ducha y finjo no haber visto lo que he visto. Respeto tus tiempos. Esquivo pensamientos bajo el agua caliente, me enjabono, intento relajar el cuello. Estoy a punto de olvidar el martes cuando oigo la manilla de la puerta y apareces en el baño. Intuyo que vienes a desahogarte, pero intuyo mal. Solo vienes a coger algo. Cierro el grifo, pongo los pies en la alfombrilla y le digo al espejo lo que no te he dicho a ti.
Salgo y veo que Ale se está lavando los dientes. Tú descansas por fin en el salón. Es la hora del cuento. Voy deshaciendo la cama, recojo los últimos juguetes, preparo el vaso de agua. Es el mejor momento del día. Ale elige el de los tiburones y nos tumbamos los dos. Antes de empezar a leer, hablamos un rato. Hoy ha estado en natación y luego en el parque pero él quiere hablar de otra cosa.
—Papi.
—Dime, hijo.
—Hoy mamá estaba triste, pero yo la he puesto contenta.
—No me digas. ¿Y cómo lo has conseguido?
—Muy fácil. A mí me pone contento la sopa de estrellitas. Así que le he dicho que hiciese mucha mucha mucha sopa de estrellitas para que hubiese para todos. Así que si tú también estás triste, todavía queda un poco.
—Muchas gracias, cariño.
Lo abrazo. Abrazo su naturalidad bendita y sigo leyéndole. Entonando una voz diferente para cada personaje, como a él le gusta. Siento el calor de su cuerpo en mi costado. Su respiración cada vez más acompasada. Una paz profunda. No necesito verle la cara para saber que está dormido. Leo hasta la última página y me quedo un rato mirando el techo. Intentando desentrañar el misterio. Como San Agustín en la orilla. Dándole vueltas a una única pregunta: ¿Cuánto amor cabe en un sobre de sopa?