No quema el sol la piel de los chicos que esperan a esta hora el autobús que sube a la sierra. Ni quema el banco de la parada ni el asfalto ni el aire de los extractores. Los veo desafiar la tarde cuando paso hacia el trabajo. Exuberantes e inconscientes dan la espalda al panel electrónico y se mueven y charlan mientras llega el 13. Esperar no es para ellos un problema porque lo tienen todo. La vida entera: un bañador, cuatro amigos y un fuego dentro.
Van a pasar la tarde al barrio donde las piscinas son siempre de los demás. Cuando llegan a la casa, oyen reír a las chicas y el sonido del agua. Cloro, hierba y crema solar. Paula sale a recibirlos. Sonríe a todos, pero solo mira a Juan. Al cruzar el salón no ven rastro de adultos, pero alguien ha debido dejar la merienda preparada, porque huele a bizcocho de limón. Siguen hacia la luz siempre como los mosquitos y bajan la escalinata de la piscina. Allí están ellas y ahora ellos también. Se van mezclando como las fichas de un puzle. Unos rompen el hielo y otros observan de cerca, pero al final todos encuentran un sitio y se ríen de manera nerviosa hasta que se descubren iguales. Imperfectos y ajenos al mundo. Un mundo que no ha podido ensuciarlos y del que todavía no saben nada.
Por no saber, no han sabido aún atravesar el tiempo. Intuir todo lo que vivirán juntos. Ni la magnitud ni la duración de su amistad. Una amistad que crece como la hierba entre los escalones: sin que nadie espere nada de ella. Todavía no saben nada de infartos ni de divorcios ni de trenes vacíos. Nada de eso existe. No ha ocurrido aún. Solo importa la tarde y el discurrir tan lento de la sombra contra la enredadera, y las toallas al sol y el ruido de las chicharras sofocado por la música. Alguien ha conectado un pequeño altavoz turquesa y dos de las chicas se han puesto a bailar. El resto del mundo está cuajado de lugares aburridos. De casas que no son como esa casa y en las que nadie está viendo lo que ellos ven. Ignorando lo que ellos ignoran.
El futuro es una enfermedad de los adultos. Ellos corren por el césped y gritan sin darse cuenta y luego comen y hablan y no les da miedo que el sol se vaya, porque son infinitos los soles y las fuerzas. Nadie sabe nada aún. No han ocurrido las herencias, los despidos ni los agravios. Solo existe la risa nerviosa de Paula bajando las escaleras y el descubrimiento pasmado de Juan, que se había echado un rato en la tumbona y al levantarse se la ha encontrado allí, sentada a su lado, mirándolo de una manera inolvidable. Los demás, escondidos en la cocina, intentan oír lo que dicen, pero resulta imposible. Pasan los minutos. Es ella la que habla. Él no sabe aún lo que es el amor. No sabe lo que va a decir, pero mira sus labios como si esas palabras tuvieran el don de cambiarlo todo para siempre.