Rutina Estrella: Becario de consultora

Por
Jose Sanz
21/11/2025

Lo mejor de la reunión con mis jefes fue que apareció el portero del edificio con mi caballo

Evento relacionado
al
·

De repente, todo el mundo le tenía miedo a conducir. 

Más que a la conducción en sí y al increíble número de kamikazes al volante que empezaron a darse desde la ineludibilidad, a lo que le cogió miedo la gente fue al desplazamiento sobre ruedas. Es decir: daba igual que fuese un camión, un patinete, una moto, una bici o un coche. Si me apuras, hasta un monociclo, si es que existía gente, fuera del mundo del circo y del gremio de los payasos, que hiciese uso de esa tipología de vehículo. 

Desde los albores de la humanidad, raro es el invento que sirve para desplazarse de un punto A a un punto B cuya configuración básica, cuyo mecanismo más elemental, no implique disponer de varias ruedas distribuidas a lo largo de una serie de ejes. Al menos, si hablamos de vehículos terrestres. Añade a esto más de dos terceras partes de los artefactos que surcan los cielos. Salvo los helicópte ros y los hidroaviones, todos dependen de las ruedas para despegar y aterrizar. Es decir: no usan las ruedas de forma estricta durante el desplazamiento de A a B, pero sin ellas jamás podrían realizar dicho desplazamiento. Hablo de artefactos de uso relativamente común, ojo. Excentricida des tipo el ala delta o los aviones de despegue vertical no cuentan. Los zepelines y los globos aerostáticos tampoco. 

Concluyamos, pues, que salvo los barcos y un par de excentricidades de tránsito aéreo, desde que fueron inventadas, la gente siempre se ha movido sobre ruedas. Estas, a su vez, al disminuir las distancias —o mejor dicho, al disminuir la cantidad de tiempo que había que dedicar a recorrer una misma distancia según el desplazamiento se realizase con o sin ruedas—, se habían convertido en una extensión y mejora de los pies para los seres bípedos, para los seres humanos. La primera vez que leí esa frase de Marshall McLuhan me pareció tan obvia, tan de perogrullo, que me resultaba increíble que nadie la hubiese formulado antes de la forma categórica y concisa en la que él lo hizo. Luego vendría su aforismo sobre cómo cada nueva tecnología terminaba suponiendo para los seres humanos una extensión de nuestros sentidos y cuerpos y, además — claro está— , una reprogramación de nuestro modo de percibir el mundo, transmitirlo y decodificarlo. Que tan claro tampoco estaba por aquellas, puesto que, con anterioridad a McLuhan, solo había sostenido algo similar Jacques Ellul en sus críticas contra las sociedades en exceso dependientes de la tecnología y contra la pro paganda, al entender esa lacra como una enervación de la autonomía de pensamiento obrada de forma exógena sobre el ser alienado. 

A donde quiero ir a parar es a que, para aquel entonces, ya habíamos pasado como seres humanos de buscar en internet por nuestra cuenta información para luego cotejarla, ampliarla, darla por válida de primeras tal cual la recibiésemos en esa primera búsqueda —o lo que fuese que hiciera cada cual para decodificar la realidad estructuran do y descartando o validando y completando la información— a directamente preguntarle a una inteligencia artificial la cuestión más técnica sobre el asunto más extraño posible o la más banal sobre la cuestión más trivial que existiese y tirar adelante con ello. Es decir: no hacer ‘Tabla de la Ley’ ese resumen regurgitado al instante por la inte ligencia artificial, pero sí darlo por bueno. Decidir ir men talmente cojos por la vida y usar a la inteligencia artificial a modo de eterna muleta. Delegarlo todo a una suerte de oráculo, involucionando de alguna manera respecto a ese estado anterior, previo a la inteligencia artificial, en el que había una proactividad mínima en las personas llegado el momento de tener que lidiar con ciertos conocimientos que les eran desconocidos, refutar otros que les escamaban por razones de lógica elemental o, simplemente, ampliar información sobre cualquier asunto o cuestión susceptible de despertar un mínimo de curiosidad. 

Me habría gustado una barbaridad saber qué opinaban McLuhan y Ellul sobre la inteligencia artificial. 

Da igual, vuelvo al miedo a conducir. Es decir, al miedo a ir sobre ruedas. 

Yo no tenía nada que objetarle al resto de la gente que se negaba a coger un coche debido a ese miedo que les paralizaba, porque aquel era un miedo justificado. Es decir, yo no era nadie para coger a otra persona al azar y cruzarle la cara sin motivo, como si dicha persona fuese presa de un miedo irracional, de un ataque de histeria no justificado. La situación inducía a que todos tuviésemos ese mismo miedo a ir sobre ruedas. Saber a ciencia cierta cuándo ibas a morir hizo que solo existiesen dos tipos de conductores: los que querían retar al destino de forma temeraria y los que no. Los primeros demostraron que podían vencer al determinismo adelantando la fecha de su muerte respecto a aquella que la ineludibilidad les había fijado. Los segundos... bueno, los segundos deseaban no haber arrancado el coche el día que coincidían en la carretera con alguno de los primeros, ya que ese reto al determinismo terminaba por hacerse extensivo a quienes estaban conformes con la fecha que la ineludibilidad había venido a darles. Y la proporción de kamikazes al volante era de dos por cada conductor, llamémosle normal. Imagina qué alegría arrancar el coche cada mañana para ir a trabajar. O para volver. O para salir a cenar por ahí.

Pero no quiero hablar más de tragedias en carretera. 

Prefiero hablar, si no te supone molestia, de aquella época en la que empecé a ir a caballo al trabajo. 

El primer día que llegué a caballo a la consultora, el departamento de Recursos Humanos me impidió avanzar más allá de los tornos de acceso a los ascensores hasta no haber verificado un par de cuestiones sobre desplazamientos, caballos y lugares de trabajo en el convenio sectorial y en el Estatuto de los Trabajadores. Tras verificar que un vacío legal les exoneraba de indemnizar al trabajador a caballo que se desnucara en el trayecto de su casa al lugar de trabajo y viceversa, me permitieron el acceso. 

Las empresas contaban con lo que se denominaba “edificios inteligentes”, que no era otra cosa que un conjunto de medidas enfocadas al ahorro energético, la optimización de los recursos e historias similares de aquellas que, supuestamente, garantizaban una acústica amable y luminosidades no agresivas para con el ojo humano. 

Es decir, una serie de cuestiones que velaban por el bienestar de los trabajadores, llamémosles seres humanos, pero que obviaban de forma flagrante el bienestar de los caballos, llamémosles equinos. Me negaba a dejar a mi caballo atado en la parte exterior del edificio, en la zona donde muchos otros trabajadores aparcaban las motos. Podría volcarse encima una de las que ahí seguían todavía aparcadas sin moverse y hacerle daño al caer sobre una de sus patas. O, más bien, que él tirara la más próxima y el resto cayesen como un circuito cerrado de fichas de dominó. Carecía de seguro de responsabilidad civil y mi sueldo de becario no me permitía afrontar el pago de las reparaciones, así que opté por atar la brida del caballo a uno de los tornos de acceso.

Lo mejor de la reunión con mis jefes no fue que pudiese haber sido un mail —que tampoco, desde el Gran Abandono—. No. Fue que apareció el portero del edificio con mi caballo. Mi primera reacción fue pensar que iban a hacer con él lo mismo que hicieron conmigo y con tantos otros becarios en nuestro primer día en la consultora. Ya sabes: enseñarnos las instalaciones, presentarnos a nuestros responsables y compañeros, decirnos que allí existía un ambiente genial, sonriendo a la manera de una perso na que ha de fingir que todo va bien porque la apuntan con un arma y termina por sonreír de manera psicótica, darnos un pack de bienvenida con una taza y un bolígrafo que tenían el logo corporativo de la consultora... ese tipo de cosas. Pero resultaba que no. Para mi caballo no se contemplaba ningún plan de desarrollo ni de promoción dentro de la consultora. No le iban a dar la más mínima oportunidad de demostrar su valía como becario. Tanta banderita y tanta significación de la consultora a favor de la inclusividad y la tolerancia cero con la discriminación, llegada la hora de la verdad, no eran más que pura filfa: mera cosmética de la moral intercambiable por otra a la manera de una carcasa de teléfono móvil. 

Se ve que mi caballo imposibilitaba el acceso por el torno al que estaba atado con su voluminoso cuerpo y que, a quienes conseguían pasar por otro acceso próximo, les anegaba de babas el traje a lametazos con su gigantesca lengua. Mientras, en la sala de reuniones, ahí seguíamos todos. Estábamos inmersos en un largo silencio durante el cual no hicimos otra cosa que mirarnos unos a otros, espe rando a ver quién decidía romper el hielo. Si mis jefes, el portero o yo. Finalmente, ante la manifiesta incapacidad para hablar de los humanos allí presentes, fue mi caballo quien golpeó el suelo con las patas traseras y emitió un ruido bastante desagradable. Un ruido parecido a un relincho pero algo más barroco, como si mi caballo, a mitad del ruido, en un arrebato artístico impropio de un equino, hubiese decidido cantar una canción. Mientras aquello acontecía, sentí una emoción que no supe identificar y que hizo que brotase una pequeña lágrima de mi ojo izquierdo. Ahora sé, sin ninguna duda, que aquella emoción era orgullo. Llámame sentimental si quieres, pero nada es comparable a lo que se siente la primera vez que tu caba llo intenta cantar. 

Mis jefes, para entonces, ya estaban escondidos deba jo de la mesa de la sala de reuniones. No dejaba de ser curioso que unos auténticos déspotas, a los que hasta el día anterior solo les hacíamos mostrar vulnerabilidad —otros becarios y yo, gracias a haber hecho correr un falso rumor— ante la improbable extinción de la cocaína y su posterior desamparo a resultas de tan terrorífico escenario, estuviesen temblando debajo de una horrible mesa ante la escalofriante visión del más noble de los animales intentando cantar una tonta cancioncilla. 

Solo pude pensar que, un sistema así de evidentemente absurdo, una jerarquía totalmente arbitraria e injusta como lo era aquella, había puesto por encima de mí y de mi caballo, sin visos ni opciones de poder revertir la situación jamás, a una panda de auténticos payasos. Es decir, ¿un caballo intentando ser un caballo tenor os da miedo? ¿Y vosotros, sucios farsantes, sois los que estáis todo el día con lo del crecimiento personal? ¡Venga ya, por favor! Qué gente tan ridícula. 

Visto el panorama, decidí que el mismo día que empezaba mi época de ir a caballo a trabajar terminaría también dicha etapa de mi vida. Iría siempre a caballo en lo sucesivo, sí, pero jamás hacia una oficina.

Me subí a mi caballo y me fui de allí sin mirar atrás. Bueno, miento. Es decir, sí que miré atrás un momento para vernos reflejados a los dos en el espejo del ascensor. Pero nunca hemos vuelto, desde entonces, a ese infecto lugar. 

Sé que, si sigue practicando, llegará a mezzosoprano.

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De repente, todo el mundo le tenía miedo a conducir. 

Más que a la conducción en sí y al increíble número de kamikazes al volante que empezaron a darse desde la ineludibilidad, a lo que le cogió miedo la gente fue al desplazamiento sobre ruedas. Es decir: daba igual que fuese un camión, un patinete, una moto, una bici o un coche. Si me apuras, hasta un monociclo, si es que existía gente, fuera del mundo del circo y del gremio de los payasos, que hiciese uso de esa tipología de vehículo. 

Desde los albores de la humanidad, raro es el invento que sirve para desplazarse de un punto A a un punto B cuya configuración básica, cuyo mecanismo más elemental, no implique disponer de varias ruedas distribuidas a lo largo de una serie de ejes. Al menos, si hablamos de vehículos terrestres. Añade a esto más de dos terceras partes de los artefactos que surcan los cielos. Salvo los helicópte ros y los hidroaviones, todos dependen de las ruedas para despegar y aterrizar. Es decir: no usan las ruedas de forma estricta durante el desplazamiento de A a B, pero sin ellas jamás podrían realizar dicho desplazamiento. Hablo de artefactos de uso relativamente común, ojo. Excentricida des tipo el ala delta o los aviones de despegue vertical no cuentan. Los zepelines y los globos aerostáticos tampoco. 

Concluyamos, pues, que salvo los barcos y un par de excentricidades de tránsito aéreo, desde que fueron inventadas, la gente siempre se ha movido sobre ruedas. Estas, a su vez, al disminuir las distancias —o mejor dicho, al disminuir la cantidad de tiempo que había que dedicar a recorrer una misma distancia según el desplazamiento se realizase con o sin ruedas—, se habían convertido en una extensión y mejora de los pies para los seres bípedos, para los seres humanos. La primera vez que leí esa frase de Marshall McLuhan me pareció tan obvia, tan de perogrullo, que me resultaba increíble que nadie la hubiese formulado antes de la forma categórica y concisa en la que él lo hizo. Luego vendría su aforismo sobre cómo cada nueva tecnología terminaba suponiendo para los seres humanos una extensión de nuestros sentidos y cuerpos y, además — claro está— , una reprogramación de nuestro modo de percibir el mundo, transmitirlo y decodificarlo. Que tan claro tampoco estaba por aquellas, puesto que, con anterioridad a McLuhan, solo había sostenido algo similar Jacques Ellul en sus críticas contra las sociedades en exceso dependientes de la tecnología y contra la pro paganda, al entender esa lacra como una enervación de la autonomía de pensamiento obrada de forma exógena sobre el ser alienado. 

A donde quiero ir a parar es a que, para aquel entonces, ya habíamos pasado como seres humanos de buscar en internet por nuestra cuenta información para luego cotejarla, ampliarla, darla por válida de primeras tal cual la recibiésemos en esa primera búsqueda —o lo que fuese que hiciera cada cual para decodificar la realidad estructuran do y descartando o validando y completando la información— a directamente preguntarle a una inteligencia artificial la cuestión más técnica sobre el asunto más extraño posible o la más banal sobre la cuestión más trivial que existiese y tirar adelante con ello. Es decir: no hacer ‘Tabla de la Ley’ ese resumen regurgitado al instante por la inte ligencia artificial, pero sí darlo por bueno. Decidir ir men talmente cojos por la vida y usar a la inteligencia artificial a modo de eterna muleta. Delegarlo todo a una suerte de oráculo, involucionando de alguna manera respecto a ese estado anterior, previo a la inteligencia artificial, en el que había una proactividad mínima en las personas llegado el momento de tener que lidiar con ciertos conocimientos que les eran desconocidos, refutar otros que les escamaban por razones de lógica elemental o, simplemente, ampliar información sobre cualquier asunto o cuestión susceptible de despertar un mínimo de curiosidad. 

Me habría gustado una barbaridad saber qué opinaban McLuhan y Ellul sobre la inteligencia artificial. 

Da igual, vuelvo al miedo a conducir. Es decir, al miedo a ir sobre ruedas. 

Yo no tenía nada que objetarle al resto de la gente que se negaba a coger un coche debido a ese miedo que les paralizaba, porque aquel era un miedo justificado. Es decir, yo no era nadie para coger a otra persona al azar y cruzarle la cara sin motivo, como si dicha persona fuese presa de un miedo irracional, de un ataque de histeria no justificado. La situación inducía a que todos tuviésemos ese mismo miedo a ir sobre ruedas. Saber a ciencia cierta cuándo ibas a morir hizo que solo existiesen dos tipos de conductores: los que querían retar al destino de forma temeraria y los que no. Los primeros demostraron que podían vencer al determinismo adelantando la fecha de su muerte respecto a aquella que la ineludibilidad les había fijado. Los segundos... bueno, los segundos deseaban no haber arrancado el coche el día que coincidían en la carretera con alguno de los primeros, ya que ese reto al determinismo terminaba por hacerse extensivo a quienes estaban conformes con la fecha que la ineludibilidad había venido a darles. Y la proporción de kamikazes al volante era de dos por cada conductor, llamémosle normal. Imagina qué alegría arrancar el coche cada mañana para ir a trabajar. O para volver. O para salir a cenar por ahí.

Pero no quiero hablar más de tragedias en carretera. 

Prefiero hablar, si no te supone molestia, de aquella época en la que empecé a ir a caballo al trabajo. 

El primer día que llegué a caballo a la consultora, el departamento de Recursos Humanos me impidió avanzar más allá de los tornos de acceso a los ascensores hasta no haber verificado un par de cuestiones sobre desplazamientos, caballos y lugares de trabajo en el convenio sectorial y en el Estatuto de los Trabajadores. Tras verificar que un vacío legal les exoneraba de indemnizar al trabajador a caballo que se desnucara en el trayecto de su casa al lugar de trabajo y viceversa, me permitieron el acceso. 

Las empresas contaban con lo que se denominaba “edificios inteligentes”, que no era otra cosa que un conjunto de medidas enfocadas al ahorro energético, la optimización de los recursos e historias similares de aquellas que, supuestamente, garantizaban una acústica amable y luminosidades no agresivas para con el ojo humano. 

Es decir, una serie de cuestiones que velaban por el bienestar de los trabajadores, llamémosles seres humanos, pero que obviaban de forma flagrante el bienestar de los caballos, llamémosles equinos. Me negaba a dejar a mi caballo atado en la parte exterior del edificio, en la zona donde muchos otros trabajadores aparcaban las motos. Podría volcarse encima una de las que ahí seguían todavía aparcadas sin moverse y hacerle daño al caer sobre una de sus patas. O, más bien, que él tirara la más próxima y el resto cayesen como un circuito cerrado de fichas de dominó. Carecía de seguro de responsabilidad civil y mi sueldo de becario no me permitía afrontar el pago de las reparaciones, así que opté por atar la brida del caballo a uno de los tornos de acceso.

Lo mejor de la reunión con mis jefes no fue que pudiese haber sido un mail —que tampoco, desde el Gran Abandono—. No. Fue que apareció el portero del edificio con mi caballo. Mi primera reacción fue pensar que iban a hacer con él lo mismo que hicieron conmigo y con tantos otros becarios en nuestro primer día en la consultora. Ya sabes: enseñarnos las instalaciones, presentarnos a nuestros responsables y compañeros, decirnos que allí existía un ambiente genial, sonriendo a la manera de una perso na que ha de fingir que todo va bien porque la apuntan con un arma y termina por sonreír de manera psicótica, darnos un pack de bienvenida con una taza y un bolígrafo que tenían el logo corporativo de la consultora... ese tipo de cosas. Pero resultaba que no. Para mi caballo no se contemplaba ningún plan de desarrollo ni de promoción dentro de la consultora. No le iban a dar la más mínima oportunidad de demostrar su valía como becario. Tanta banderita y tanta significación de la consultora a favor de la inclusividad y la tolerancia cero con la discriminación, llegada la hora de la verdad, no eran más que pura filfa: mera cosmética de la moral intercambiable por otra a la manera de una carcasa de teléfono móvil. 

Se ve que mi caballo imposibilitaba el acceso por el torno al que estaba atado con su voluminoso cuerpo y que, a quienes conseguían pasar por otro acceso próximo, les anegaba de babas el traje a lametazos con su gigantesca lengua. Mientras, en la sala de reuniones, ahí seguíamos todos. Estábamos inmersos en un largo silencio durante el cual no hicimos otra cosa que mirarnos unos a otros, espe rando a ver quién decidía romper el hielo. Si mis jefes, el portero o yo. Finalmente, ante la manifiesta incapacidad para hablar de los humanos allí presentes, fue mi caballo quien golpeó el suelo con las patas traseras y emitió un ruido bastante desagradable. Un ruido parecido a un relincho pero algo más barroco, como si mi caballo, a mitad del ruido, en un arrebato artístico impropio de un equino, hubiese decidido cantar una canción. Mientras aquello acontecía, sentí una emoción que no supe identificar y que hizo que brotase una pequeña lágrima de mi ojo izquierdo. Ahora sé, sin ninguna duda, que aquella emoción era orgullo. Llámame sentimental si quieres, pero nada es comparable a lo que se siente la primera vez que tu caba llo intenta cantar. 

Mis jefes, para entonces, ya estaban escondidos deba jo de la mesa de la sala de reuniones. No dejaba de ser curioso que unos auténticos déspotas, a los que hasta el día anterior solo les hacíamos mostrar vulnerabilidad —otros becarios y yo, gracias a haber hecho correr un falso rumor— ante la improbable extinción de la cocaína y su posterior desamparo a resultas de tan terrorífico escenario, estuviesen temblando debajo de una horrible mesa ante la escalofriante visión del más noble de los animales intentando cantar una tonta cancioncilla. 

Solo pude pensar que, un sistema así de evidentemente absurdo, una jerarquía totalmente arbitraria e injusta como lo era aquella, había puesto por encima de mí y de mi caballo, sin visos ni opciones de poder revertir la situación jamás, a una panda de auténticos payasos. Es decir, ¿un caballo intentando ser un caballo tenor os da miedo? ¿Y vosotros, sucios farsantes, sois los que estáis todo el día con lo del crecimiento personal? ¡Venga ya, por favor! Qué gente tan ridícula. 

Visto el panorama, decidí que el mismo día que empezaba mi época de ir a caballo a trabajar terminaría también dicha etapa de mi vida. Iría siempre a caballo en lo sucesivo, sí, pero jamás hacia una oficina.

Me subí a mi caballo y me fui de allí sin mirar atrás. Bueno, miento. Es decir, sí que miré atrás un momento para vernos reflejados a los dos en el espejo del ascensor. Pero nunca hemos vuelto, desde entonces, a ese infecto lugar. 

Sé que, si sigue practicando, llegará a mezzosoprano.

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