Hoy no tengo nada que contar salvo que de vez en cuando fallo a la columna semanal de Sustrato. Y siento vergüenza al reconocer que no escribo porque no me sucede nada. Pero es que hace tiempo que corté todos los puentes con las cosas que me hacían vivir en un frenesí que no me llevaba a ningún lado. Aún así, de vez en cuando, vuelven y el problema es que todavía no he aprendido a decirles que no para siempre. Aún soy capaz de engañarme a mí mismo por unas horas o minutos de placer que evitan que el frío de noviembre llegue hasta mis huesos.
Fallo a la entrega porque prefiero no publicar a escribir algo vacío, algo de lo que me avergüence. Y lo hago por respeto a los lectores de esta revista, por respeto a mí mismo y, sobre todo, por respeto a una profesión, un talento y una manera de ser y de estar en el mundo a la que parece poder aspirar todo el mundo cuando no es cierto. Porque, a veces, todo lo que tengo que decir lo gritan los silencios.
Ya no lloro por las noches ni me agobio por las esquinas. Vuelvo a estar feliz en el trabajo. Visito algún museo y las salas de cine en compañía de una soledad que se acurruca en mi hombro y me sonríe desde el otro lado. Ya no persigo al amor por las esquinas. He dejado de buscarlo. Quizá no aparecía porque todo estaba patas arriba y jugaba a regatear neones y copas vacías en lugares que no iban a ninguna parte. También puede que no llegue nunca, pero entonces le escribiré columnas y novelas hasta que la tinta se acabe.
Hace mucho tiempo que no estaba tan tranquilo, que no vivía mis pasiones con el salvajismo que se merecen, que no había ruido. De aquel desastre solo quedan las ruinas sobre las que trato de construir unos cimientos firmes, pero que todavía están aprendiendo a aguantar las embestidas que una vida que me hace preguntarme qué sentido tendrán todos estos vaivenes. Quizá todo se apagó para siempre o, simplemente, todo está a punto de encenderse.