Mariano: uno de los últimos artesanos

Por renegar, reniega hasta de los hornos más modernos porque asegura que el pan no cuece de la misma manera. ‍

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Es difícil encontrar la esencia de algo o de alguien en los tiempos que corren porque la necesidad de tenerlo en el momento que lo deseamos y las caretas que imponen las apariencias están acabando con todo. Sin embargo, gracias a una de mis adicciones, he encontrado a una persona que se niega a claudicar ante las necesidades de los nuevos tiempos. Tiene un negocio en el número 76 de la Calle Vallehermoso, donde desde bien temprano amasa harina y hojaldre para todo el barrio.

Mariano, que es como se llama mi querido y admirado panadero, respeta más al gremio y a los clientes que a sí mismo. En una de las innumerables conversaciones que hemos tenido a esas horas del día donde todo está vendido y puede bajar la persiana, me mete en la parte trasera de la tienda, donde se pasa el día amasando y cociendo para probar sus nuevas elaboraciones. Me hacen mucha gracia las caras que va poniendo a las distintas preguntas que voy haciendo desde la ignorancia de un adicto que más de dos, tres y diez veces se come la barra de pan en menos de los cien metros que separan su local de mi casa. Sus expresiones a veces son como balas de plata, porque él jamás ha puesto en su modesta vitrina un producto que no haya sido elaborado con las mejores calidades a las que puede acceder y haya pasado de principio a fin por sus manos. Por renegar, reniega hasta de los hornos más modernos porque asegura que el pan no cuece de la misma manera. 

Pero mi gran admiración viene, además de la pureza con la que practica su oficio, por la pasión con la que lo transmite. Te habla de las capas de hojaldre o de las perlas con un brillo en los ojos que me recuerda a mi padre hablando de sus anécdotas de la infancia. Y no puedo verlo de otra forma que como uno de los últimos artesanos que luchan por sobrevivir en un gremio donde la personalidad del producto y el mimo y cariño de quién lo vende está en peligro de extinción. Probar una de sus barras o de sus dulces es asumir la bendita condena de peregrinar a su tienda cada día con la ilusión de ver a un hombre feliz haciendo su trabajo y que nunca tratará de engañarte. Larga vida a las pocas tiendas que quedan en los barrios. Y larga vida a mi amigo Mariano, que Dios le dio un don que sabe transmitir con las manos. 

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Por renegar, reniega hasta de los hornos más modernos porque asegura que el pan no cuece de la misma manera. ‍
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Mariano, que es como se llama mi querido y admirado panadero, respeta más al gremio y a los clientes que a sí mismo. En una de las innumerables conversaciones que hemos tenido a esas horas del día donde todo está vendido y puede bajar la persiana, me mete en la parte trasera de la tienda, donde se pasa el día amasando y cociendo para probar sus nuevas elaboraciones. Me hacen mucha gracia las caras que va poniendo a las distintas preguntas que voy haciendo desde la ignorancia de un adicto que más de dos, tres y diez veces se come la barra de pan en menos de los cien metros que separan su local de mi casa. Sus expresiones a veces son como balas de plata, porque él jamás ha puesto en su modesta vitrina un producto que no haya sido elaborado con las mejores calidades a las que puede acceder y haya pasado de principio a fin por sus manos. Por renegar, reniega hasta de los hornos más modernos porque asegura que el pan no cuece de la misma manera. 

Pero mi gran admiración viene, además de la pureza con la que practica su oficio, por la pasión con la que lo transmite. Te habla de las capas de hojaldre o de las perlas con un brillo en los ojos que me recuerda a mi padre hablando de sus anécdotas de la infancia. Y no puedo verlo de otra forma que como uno de los últimos artesanos que luchan por sobrevivir en un gremio donde la personalidad del producto y el mimo y cariño de quién lo vende está en peligro de extinción. Probar una de sus barras o de sus dulces es asumir la bendita condena de peregrinar a su tienda cada día con la ilusión de ver a un hombre feliz haciendo su trabajo y que nunca tratará de engañarte. Larga vida a las pocas tiendas que quedan en los barrios. Y larga vida a mi amigo Mariano, que Dios le dio un don que sabe transmitir con las manos. 

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