
Bastaba observarlo un instante para advertir que no había nadie allí.  
Era un papanatas, un pusilánime, un lamebotas.
No sabía nada, y cuando creía saberlo no era sino una escoria que había recogido al azar del charco más turbio.
Padecía una imaginación ensordecida, anquilosada, enferma; si daba la impresión de ocultar algo era solo el hueco de no tener nada dentro.
Una opacidad sin fondo.  
Esa fue su única certeza: la de su propia nulidad.  
De ahí, su necesidad compulsiva de levantar atmósferas de impostadas delicadezas y gestos de servilismo. Para huir de un mundo que siempre lo sobrepasó.
Ante la menor disputa se desenrollaba como una alfombra sumisa.
Permitía la pisada, aceptaba el escupitajo, se prestaba al uso.
Si bajaba la voz no era por convicción sino por miedo.
Y justo cuando estabas a punto de desenmascararlo, como si nada pasara, soltaba una carcajada fingida, una risa descolocada que lo restituía a su papel.
Más tarde, cuando te hubieses marchado, con un temblor apenas perceptible en los dedos, acomodaba la versión de los hechos y se atribuía el mérito de haber gestionado emocionalmente la situación. De haber evitado la catástrofe.
Con su programada docilidad, su verborrea benevolente y su aduladora mansedumbre  terminaba por imponerse.  
Ser menos que nada fue su estrategia.
Una supervivencia disfrazada de rendición.  
Si de poner su cráneo bajo los zapatos dependiera la paz en la Tierra,
lo habría hecho sin titubear.
El primero de la fila, con una sonrisa beatífica.  
Esperando el golpe, casi agradecido.  
Tal era su extremo.  
No obstante, si lo vieras ahí —la voluntad sucia, los ojos húmedos de vergüenza aprendida, el rostro aplastado por el peso del zapato—, sería inevitable que te invadiera una compasión difícil de distinguir entre la ternura y el asco.
Una piedad hiriente.
Querrías deshacerte del temblor, convencerte de que no has visto nada. Pero la vergüenza te arrasaría despacio, hasta que no pudieras mirarlo sin reconocerte un poco en él: en su miedo, en su humildad forzada. En sus ansias de ser querido.
Desesperado, tratarías de domesticar tu vergüenza.
Te contarías una historia más soportable: que nadie es únicamente lo que aparenta, que su sumisión y su miedo pueden exonerarte. Que fue inevitable haber sido injusto con ese mártir de pacotilla.
Pero mártir, al fin.  
Solo cuando te mirara por última vez,
aterrorizado,
con ojos de bebé cerdo,
comprenderías que tu pena seca,
irreparable,
no podría limpiarte nunca tu propia crueldad.  
Cientos de veces pisado,
el cráneo hecho añicos,
los sesos como crema de membrillo,
comenzarías a llorarlo hondamente.  
Un llanto largo que te perseguiría durante años.
Y cada vez que lo recordaras,
cada vez que alguien hablase de él,
tú —como todos—
dirías convencido:
“qué bueno era”.

