Vine a Barcelona a trabajar. Lo digo así, de entrada, para quitármelo de encima, como quien se sacude una miga de pan de la solapa. Tuve que ir a Martorell, a unas sesiones de esas que exigen corbata metafórica y cerebro en modo avión, a una hora de la ciudad, en ese cinturón industrial donde el paisaje se vuelve gris y funcional. Pero este texto no va de eso. El trabajo fue el pretexto, la coartada perfecta para huir de Madrid y, paradójicamente, para estrellarme de bruces contra mi mayor defecto, esa tara estructural que cargo en la maleta junto al neceser y los cargadores: mi absoluta, rotunda y patológica incapacidad para estar solo.
Barcelona, para un menorquín, nunca es solo una ciudad. Es el continente. Es la bestia. Es el ruido. Durante tres días, esa bestia me ha masticado despacio mientras yo intentaba digerir la ausencia.
La soledad en un hotel de Barcelona tiene un sonido específico. No es el silencio ventoso de Menorca, o el terciopelo madrileño, ese silencio que te acuna; es un silencio eléctrico, vibrante, interrumpido por el paso del metro bajo el suelo o las sirenas lejanas del Eixample. Me tiré a la calle Pelayo como quien se tira al mar, buscando ahogarme en gente.
Caminar por Pelayo y desembocar en Las Ramblas no fue un acto turístico, fue una arqueología emocional. De repente, mis piernas de adulto, cansadas por el madrugón y el viaje, dejaron de ser mías. Volví a tener diez años.
Me vi reflejado en los escaparates, pero no era yo. Eran mis padres flanqueándome, en aquellos fines de semana de diciembre de una época pre-crisis, pre-todo. Recordé con una nitidez dolorosa por qué amábamos venir aquí. En Menorca, la vida era predecible, horizontal, callada. Barcelona, en cambio, nos ofrecía el regalo del caos.
Para un niño isleño, el caos es un parque de atracciones. Las luces de Navidad colgadas de edificio a edificio no eran decoración; eran promesas. Caminé hacia la Catedral, sorteando a turistas que se mueven como bancos de peces despistados, y sentí ese pellizco en el estómago. El frío húmedo de la ciudad se me metió en los huesos, el mismo frío de entonces, pero ahora no había la mano caliente de mi madre para agarrar la mía.
Llegué a Portal de l’Àngel. Estaba igual y estaba distinta, como pasa con los lugares que habitan en la memoria. Y entonces, el olor. Ese olor denso, dulce, tostado. Planelles Donat.
Entrar en esa tienda de turrones fue mi magdalena. El aroma a almendra tostada y miel me golpeó con la fuerza de un bofetón cariñoso. Compré turrón. Necesitaba morder mi infancia. Al salir, con el paquete en la mano, di un mordisco en plena calle, sin esperar. El crujido fue el detonante.
Ahí, en medio de la marabunta, con el azúcar pegándoseme a los dientes, sentí una orfandad tan grande que tuve que pararme. Me acordé de mi madre señalando los escaparates, de mi padre calculando la ruta del metro, de mi hermano leyendo carteles descubriendo las letras del abecedario, de esa unidad familiar compacta e indestructible que éramos frente a la gran ciudad. Echaba de menos no ser yo. Echaba de menos ser "nosotros". La ciudad brillaba, agresiva y hermosa, y yo me sentía un impostor paseando mi soledad entre familias que sí sabían a dónde iban.
Las mañanas fueron para Martorell. El tren de Rodalies se convirtió en una cápsula de descompresión. Mientras el paisaje urbano se deshacía en polígonos y naves industriales, yo intentaba concentrarme en las sesiones, en los briefings, en las palabras vacías que llenan el mundo laboral. Pero mi cabeza estaba en otra parte.
Estar en Martorell era estar en pausa. Un "estar por estar". Miraba a mis compañeros de oficina, asentía en las consultas, pero por dentro había un agujero negro que succionaba toda mi energía. Me sentía un actor interpretando el papel de "profesional eficiente" mientras mi verdadero yo estaba ovillado en una esquina, tiritando por la falta de contacto.
Esa necesidad de no estar solo, de la que hablo, no es poética. Es sucia. Es mirar el Chat cada tres minutos esperando un mensaje que te salve del abismo de tu propia compañía. Es sentir que si nadie te mira, si nadie te habla, te desvaneces, te vuelves transparente como un fantasma de polígono industrial.
Pero si la mañana era el purgatorio y la tarde el recuerdo de la infancia, la noche era el infierno de la adultez. Porque en la noche, Barcelona se pone guapa y cruel. Y ahí es donde aparecías tú. O mejor dicho, donde aparecía tu no-presencia. Cris.
Descubrí sitios nuevos de comida. Lugares increíbles, de esos con luz tenue, vinos naturales y camareros que te explican el plato como si te recitaran un poema. Entré en uno de ellos, en Gràcia, con la valentía estúpida del que cree que puede con todo.
—¿Mesa para uno? —preguntó el camarero. Esa frase debería estar prohibida. Debería ser ilegal.
—Sí, para uno —ni en la web existía la opción de reservar para 1.
Me sentaron en una barra, de cara a la pared, o en una mesa pequeña arrinconada, da igual. El escenario siempre es el mismo. Pedí una copa de cerveza y miré a mi alrededor. Parejas riendo, grupos de amigos brindando, el ruido de los cubiertos chocando contra la loza mezclado con las carcajadas. Y yo solo.
La comida no sabe igual cuando no se comparte. Es una verdad biológica. Probé un bocado de algo delicioso, una explosión de sabor que en otras circunstancias me habría hecho cerrar los ojos y gemir de gusto.. No podía decirte: "Cris, tienes que probar esto, es increíble". No podía pinchar un trozo con mi tenedor y acercártelo a la boca.
Me encontré masticando mecánicamente, mirando la textura del estuco de la pared frente a mí. Conté las irregularidades de la pintura. Una, dos, tres grietas. Bebí cerveza para deshacer el nudo. La gente habla de la libertad de viajar solo, de la aventura de conocerse a uno mismo. Mentira. Yo no quiero conocerme más, ya sé quién soy: soy un animal de manada que se ha quedado rezagado.
Estar en ese restaurante fue un ejercicio de masoquismo. Sacaba el móvil, hacía scroll infinito en redes sociales sin ver nada, solo para parecer ocupado, para que los demás no pensaran "pobrecito, está solo". Pero lo estaba. Y lo peor no era la soledad física, era la soledad narrativa. No tener a nadie con quien construir el relato de la noche.
Salí del restaurante con el estómago lleno y el corazón famélico. Y empecé a caminar sin rumbo.
Pasear sin destino cuando nadie te espera es una forma de morir un poco. No hay prisa, no hay meta. Caminé por el Eixample, donde las sombras son más largas. Mis pasos resonaban en los callejones estrechos y me imaginaba que tú caminabas a mi lado. A veces, me sorprendía a mí mismo girando la cabeza para comentarte algo sobre un edificio, sobre un grafiti, sobre la luna recortada entre los tejados, y me topaba con el vacío.
Esa sensación de "estar sin estar". Mi cuerpo caminaba por Barcelona, mis ojos registraban la belleza gótica y el modernismo, pero mi mente estaba proyectando hologramas tuyos en cada esquina.
¿Por qué no aprendo? ¿Por qué esta necesidad enfermiza del otro para validar mi propia experiencia? Me senté en un banco de piedra fría, de vuelta en la catedral. Vi pasar la vida ajena. Chicos jóvenes besándose, turistas borrachos de sangría barata, ancianos paseando al perro. Todos tenían un ancla. Yo era un barco a la deriva en un mar de adoquines.
Me di cuenta de que mi viaje no era un viaje espacial, de Madrid a Barcelona, sino temporal. Estaba atrapado entre el pasado de mi familia (la seguridad, el turrón, el caos protegido) y el presente de tu ausencia (el silencio en la cena, la mano vacía en el bolsillo). Y en medio, yo. Un yo que no sabe ser solo yo.
El último día, antes de coger el tren de vuelta, Barcelona seguía allí, indiferente a mi drama interno, brillando con esa luz mediterránea que a veces ciega más que ilumina. Me subí al taxi hacia Sants con una sensación agridulce.
Había sobrevivido a tres días. Había cumplido con el trabajo en Martorell. Había comido, había caminado, había gastado dinero. Según los estándares sociales, había sido un viaje productivo. Pero mientras el tren salía y veía la ciudad convertirse en una maqueta de luces parpadeantes, entendí que no había aprendido nada.
No he aprendido a estar solo. Quizás, en el fondo, no quiero aprender.
Quizás toda esta angustia, este mirar la pared del restaurante, este sabor a almendra y lágrima, es el precio que pago por saber lo que es el amor y lo que es la familia. Quizás la soledad duele tanto porque la compañía fue, y es, demasiado buena.
Vuelvo a Madrid. Vuelvo a ti, Cris. Pero me llevo en la boca el regusto amargo de esos tres días en los que Barcelona fue un espejo inmenso donde solo se reflejaba mi propia sombra, buscando desesperadamente a alguien que le diera la mano.
Supongo que soy eso: un niño de diez años con un trozo de turrón en la mano, esperando en medio del caos a que alguien venga a buscarme.