He vuelto a leer mi libro favorito. Me ha devuelto las ganas, voraces, intensas y ligeras al mismo tiempo, de leer. Así que escribo con la densa alegría de poder afirmar que sigue siendo mi favorito, una sensación parecida a estar orgullosa de él. De él, y de una tierna yo que decidió: este es.
A los lectores confesos nos enfrentan a esta cuestión con frecuencia, ignorando la profundidad que algo así esconde para algunos. Hay escépticos del concepto favorito, que prefieren comenzar una larga lista por categorías, o por etapas de su vida, quizá temiendo un juicio escondido en la pregunta, quizá huyendo del compromiso implícito, quizá desconfiando de la capacidad de alguien muy leído de mantener un apego tan fiel.
Mi libro favorito se anuncia en su portada como best seller internacional. El Lenguaje de las flores no es una novela de amor, ni es exactamente una novela romántica —ya veis, me intento justificar—. Ahora, bajo el filtro de unos ojos más maduros, han aparecido nuevos significados: la maternidad, el trauma, las raíces, la culpa, el miedo a no ser querido, el miedo a no estar a la altura. Es una novela sobre la valentía necesaria para querer, escrito con la valentía necesaria para diseccionar el corazón de Victoria, que no sabe; el de Elizabeth, que no cree; y el de Grant, rebosante de la paciencia genuina que brota de la ausencia de dudas. Victoria se da cuenta de que puede aprender. Entiende que, si inevitablemente le apasionan las flores, significa que ese sentimiento existe en ella: todo el que disfruta de una pasión es capaz de querer. Querer un trabajo, querer un oficio, querer un lugar, no es tan distinto de querer a alguien más.
Tengo todas —cuatro, una en español y tres en inglés— las ediciones de El Lenguaje de las flores que he ido encontrando en cualquier parte en estos diez años, obligada a comprarlo cada vez que lo veo por esa voz que me recuerda: es tu libro favorito. Y aun así, le he fallado en más de una ocasión. Ante un interlocutor revenido de leer, que me miraba desde lo alto del frívolo ego al que las páginas acumuladas y las lecturas solemnes nos suben a veces, he tenido complejo de reconocer la aparente simpleza con la que Vanessa Diffenbaugh, en su ficción de estudiada cronología, ritmo fácil y prosa estática, me emocionó y me sigue emocionando, muchos libros después.
Da bastante placer ser capaz de elegir: tener un favorito. Uno al que poder afiliarse, uno que nos haga sentir bien, uno que nunca nos decepcione, o que, al menos, no nos de miedo leer. Que siempre nos hable de nosotros, por mucho que creamos cambiar. Hay, sobre todo, serenidad, en aprender a confiar en los mecanismos que hacen que algo nos guste, en la química que genera las pasiones. Tener cosas favoritas es el hilo conductor que vertebra una personalidad con pretensión de solidez.
He leído libros mejor escritos, seguro. Con una técnica más sorprendente, con matices más finos, con una trama más compleja o con menos lugares comunes. Pero creo que muy pocos podré defenderlos dentro de diez años. Escribo con la vanidad de reconocerme en aquella que, sin haberlo vuelto a abrir hasta ahora, lo supo recomendar con frecuencia y lo volverá a hacer. Por eso sienta tan bien, y no está reñido con crecer, blindar con el adjetivo favorito un libro, una comida, una película, un equipo, un color, una canción, o a una persona alguna vez.