Morirse es de pobres

Garamendi, máximo representante de la patronal, lo ha llamado “ocurrencia"

Morirse no es productivo. El luto es de pobres. Llorar es de vagos. Vente mañana al trabajo, que así te entretienes.

Garamendi, máximo representante de la patronal, de los patrones, de las grandes empresas de este país, ha llamado “ocurrencia” a la propuesta de ampliar a diez los días que un trabajador puede ausentarse de su puesto de trabajo. Hasta ahora son dos. 48 horas. Se acaba la vida de tu abuelo, de tu madre, de tu hermana, de tu hijo. Y empieza el contador. Lo práctico es morirse un viernes, como Cristo. O que te crucifiquen, Garamendi es liberal, no pregunta. Deprisita con el velorio. Las condolencias de dos en dos, así acabamos antes. Que los pobres se mueran, pero que no le llamen funeral.

Ni el dolor, ni el misterio, ni la fe, ni la añoranza, ni la incomprensión, ni la conciencia de la finitud. Ni el amor. Ni la muerte. Nada. Cuando Nietzsche decretó la muerte de Dios, la Iglesia le concedió dos días a los fieles. Diez eran una ocurrencia. Qué es la muerte en comparación con ese informe de previsiones, esos tequeños a la mesa cuatro que no se van a llevar solos, ese inventario de camisetas y jerseys, esa reunión de marketing a la que va hasta la directora provincial. 

Intento no darle la razón a Robespierre cuando decía que castigar a los opresores es clemencia, y que perdonarlos es barbarie. En días como hoy me cuesta mucho. Quizá, con dos días de permiso, me calme y recapacite.

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Garamendi, máximo representante de la patronal, de los patrones, de las grandes empresas de este país, ha llamado “ocurrencia” a la propuesta de ampliar a diez los días que un trabajador puede ausentarse de su puesto de trabajo. Hasta ahora son dos. 48 horas. Se acaba la vida de tu abuelo, de tu madre, de tu hermana, de tu hijo. Y empieza el contador. Lo práctico es morirse un viernes, como Cristo. O que te crucifiquen, Garamendi es liberal, no pregunta. Deprisita con el velorio. Las condolencias de dos en dos, así acabamos antes. Que los pobres se mueran, pero que no le llamen funeral.

Ni el dolor, ni el misterio, ni la fe, ni la añoranza, ni la incomprensión, ni la conciencia de la finitud. Ni el amor. Ni la muerte. Nada. Cuando Nietzsche decretó la muerte de Dios, la Iglesia le concedió dos días a los fieles. Diez eran una ocurrencia. Qué es la muerte en comparación con ese informe de previsiones, esos tequeños a la mesa cuatro que no se van a llevar solos, ese inventario de camisetas y jerseys, esa reunión de marketing a la que va hasta la directora provincial. 

Intento no darle la razón a Robespierre cuando decía que castigar a los opresores es clemencia, y que perdonarlos es barbarie. En días como hoy me cuesta mucho. Quizá, con dos días de permiso, me calme y recapacite.

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