Robe Iniesta se pasó seis años sin que le saliera una estrofa. Me suena que en algún sitio lo achacó a la necesidad de que le sucediese algo, de que le dejara la novia. Por eso inaugura La ley innata (el fin de su involuntario parón) con una frase cursi y del todo reprobable:
“Cómo quieres que escriba una canción
si a tu lado no hay reivindicación”
Tras ello, el cabrón se casca un discazo increíble e histórico de 45 minutos, de sobra aclamado, que está muy lejos de ser una canción en la que nunca pasa nada. Sí, es solo una canción, pero no hay esa canción. Pasan muchísimas cosas.
Robe, que nunca ha huido de ese aura de genio maldito (quizá porque se lo puede permitir), es de los que, curado de espanto, tiene guitarras por toda la casa, no le vaya a venir la inspiración en el momento más inoportuno. A riesgo de ser presuntuoso, entiendo esa precaución. Las ocurrencias interesantes son intempestivas. Salen de algún lugar muy raro, que está dentro pero fuera. A Pereira, en Sostiene Pereira, le sugerían que quizá nos gobernarse una confederación de almas en disputa. También puede ser, simplemente, que sean eurekas guionizados, y que no seamos más que juguetes de Andy o muñecos de María Jesús.
Este ecosistema desparramado choca con la posibilidad de ser un autor de método, regular, de los que planta codos de 6 a 9 y empieza a escupir, con ritmo rutinario fordista (pico, mazo, las corcheas), genialidades, profundidades, barras y factos, narrativas místicas, argumentos sinuosos, guiones punzantes, lírica y prosa, tramas y subtramas, dadaísmo retroactivo, surrealismo aterrizado, psicosis psycho lunáticas, trajines trágicos, épica de época. Se asemeja más a cuando te entra un apretón. Lo incómodo de los apretones es que no se calendarizan, no encajan en un cuadrante por colores. Si las musas son un adversario fácil para un laxante, si controlas su aparición a golpe de blister, si ese es el poder del caos natural, entonces no son las verdaderas hijas de Zeus, sino unas impostoras, un cosplay cutre para no pagar entrada en el expo manga.
Las musas irrumpen e interrumpen. A las tres de la mañana, en la ducha, en tu trabajo, o mientras vas caminando por el paso de cebra más cochoso y atropellante. Por eso los artistas no pueden sino hablar de política. Hay reivindicación. La hay en tanto que hay una multitud creativa que no puede prepararse para las musas, que queda siempre fatal con ellas, que no tiene ni un minuto que dedicarle a la contemplación del techo ni a las grietas de la pared, que carece de horas muertas en las que preguntarse si esa sombra que se mueve es de una musa o de una araña. Nadie tolera del todo que un empleado dedique sus horas cotizadas a atender a las musas. Seguro que no es una idea original, pero es urgente que en el estatuto de los trabajadores se resguarde el derecho a un comité de poesía y cuentos cortos, asambleario, sin relatores jefes y con un tiempo protegido por convenio para que los currelas se vayan por bulerías. Sin penalización por levantarse anodino y dejar el folio como las paellas gigantes de los anuncios de Fairy. El Robe necesitó seis años de aburrirse como una ostra, de no pasar nada (buscando su destino, viviendo en diferido, sin ser, ni oir, ni dar) para sacar la ley innata.
Desde que conozco a Irene siento poca melancolía. Soy como un funcionario del amor. Y me pasaría sesenta años (y un millón, ni de cataclismos) sin que me saliera una mísera palabra con tal de conservar este ánimo. Hay días en los que, a causa del mismo, temo ser incluído en la nómina de escritores infumables, de vapeador, con más aroma a psoe que a pessoa, sin vidas zigzagueantes, sin pulsión de muerte ni de luz, fuego o destrucción, con inconvenientes pero sin problemas. Por suerte, otros, en la mayoría, recuerdo que siempre hay reivindicaciones, que basta con fijarse mejor. Jota iguala en su ecuación del buen día el sol de la ventana y las cuatro millones de rayas que algunos piensan que deben meterse todos los jueves para entrar en ese estado de melancolía y bohemia que caracterizaría al buen artista.
Hay quienes creen que el verdadero arte es una compleja conspiración vikingovaticánica. Otros consideran que solo merecen ser glosadas las sobredosis endecasílabas de aquel año mochilero en Pakistán. Algunos piensan que solo es mayor la prosa que se recrea hasta el paroxismo con las balaustradas de las catedrales rococó. Yo opino, sin vergüenza y sin tener ni puta idea de lo que estoy diciendo, que a veces la literatura, como sabe María Fernanda Treviño, es una mesa muy pesada que nadie sabe subir por la escalera comunitaria. Que no hace falta que te deje la novia para sacar el mejor disco de la historia del rock en España. Que basta con seguir el rastro de un brillo mágico, con cantar la de que el tiempo no pasara, la de que el viento se parara, dónde nunca pasa nada.