Qué vergüenza, señor. Qué vergüenza. Con lo que he luchado para llegar hasta aquí. Ya había gambeteado zapatos, regateado zancadillas, saltado rodillas, escalado agarraderas, trepado por ventanas y martillos de emergencia y, a pesar de los codazos, los insultos y las miradas inquisidoras, serpenteado hasta superar el ecuador del autobús especial. Sí, especial porque, como usted también sabe y sufre, suspendieron la línea seis. Desde verano hasta navidad, es decir, unos cuarenta años de vagar por el largo adviento extendido que resta aún para que nazca el salvador, el mesías, el señor. Han cambiado el urbano por el suburbano, el metro por dos centímetros. Y me estoy pasando de optimista. Somos una bus-tifarra, un embustido. Si no llego a morderme las uñas al cero mi anular sería juzgada por el perito forense como arma blanca, el candelabro del Cluedo, la palanca que entuertó a Doña Amapola Entrepinares cuando volvía del Caprabo.
Ya había rebasado, incluso, ese puente gris que solo tienen los buses dobles, los buses siameses, los siabuses. Ese que es de un material maleable, como de castillo hinchable de segunda mano. Ese que se parece a la tripa del perro salchicha de Toy Story. Ese que es primo hermano de los de los aeropuertos, aunque allí los llaman aeropasillo o manga de abordaje. Ese que luce como si instalaran el purgatorio dentro de un acordeón. Ese.
Estaba ya en las puertas del Edén. Ese asiento tenía mi nombre. Al fondo del vehículo, el último de la fila, la de los malotes, la de los que pinchaban la Húngara en el Motorola en las excursiones del instituto. Iba a transitar de peón a reina. Mi reinado iba a durar tres paradas. Pero sus ronquidos. Pero sus ojos cerrados como un videoclub en ruinas. Pero la inmunidad diplomática de los narcolépticos. Pero su mochila. En mi tierra prometida. En mi trono. En mi plato de perdices de los que comen felices. Su mochilita. Su mochilita Quechua. Ni riñonera ni mochila. Mo-chi-li-ta. Asesina del bienestar. Diosa del caos. Malo final del super Mario. Satanás de nailon y poliéster.
Ya es tarde. Ya es tarde para todo. Me toca bajarme. Estoy abatido, pero reúno fuerzas para una última ojeada melancólica. Está vacío. Libre. El mundo es cruel, mi sino es trágico.
Escucho un bostezo. Está detrás de mí. Él. Y ella. Su mochilita.