Nadie sabía muy bien qué esperar, pero allí estábamos todos, los que milagrosamente conseguimos inscripciones antes de que se agotaran y los que se pudieron colar en el patio de La casa encendida. La combinación, sobre el papel, parecía la mayor ocurrencia del festival. No creo que nadie pudiera adivinar qué podrían encontrar en común Simon Reynolds, un periodista muy inglés y un poco boomer, apenas leído en nuestro país por los sospechosos culturetas de siempre, y C. Tangana, filósofo millennial e ídolo autoproclamado que probablemente acaparaba la mayoría de la expectación de un público que buscaba, quizás, alguna pista sobre el siguiente paso de su carrera musical.
Para nuestra sorpresa, la conversación discurrió con mucho más feeling del esperado. Un par de preguntas bien afinadas por Alicia Álvarez Vaquero (algunos la recordarán como Tita Desustance, una de las míticas voces que registraron el auge del trap en nuestro país) dieron suficiente cancha a los dos para que se dijeran más cosas originales y con sentido de las que cualquier evento que se llame charla o diálogo nos tienen acostumbrados. Pucho combinó con especial habilidad su capacidad para analizar la realidad de la industria musical —que ya conocíamos— con un ánimo cercano y risueño que —afortunadamente— le alejó de la imagen de genio maldito que en ocasiones le acompaña. “Me ha caído superbien C. Tangana”, me dijo P., “Quiero que sea mi amigo”[1].
Sin embargo, la charla se alargó más de lo previsto y de lo recomendable, y acogió una ronda de preguntas innecesariamente extensa que llevó a la intérprete, al borde del colapso, a rogar por los auriculares que por favor dejaran de pasar el micro. Pero Pucho no se quiso ir sin dejar una magistral respuesta a la última pregunta. El último dueño del micro inalámbrico expresó la preocupación típica sobre la necesidad de compromiso y autenticidad de los artistas y el pesimismo recurrente sobre las actitudes de ironía y desafección por parte de los mayores representantes de la industria musical. Pucho le dio una vuelta insólita a la cuestión.
“Yo también creo que hay una ironía en el espectador.”, parafraseando. “Es como cuando Miley Cyrus sacó aquella canción, Flowers, y todo el mundo estaba cantando con ella Yo me puedo traer flores a mí mismo, yo me puedo querer a mí mismo mejor que nadie. Eso también es irónico, ¿no? Como si ahora todos quisiéramos estar solos, aislados, que nadie nos quiera ni nos mande flores. Todos cantando emocionados que no queremos que nos quieran.”
Yo, por lo menos, no lo había pensado antes, y creo que Pucho dio en el clavo. En ocasiones focalizamos nuestra exigencia de autenticidad en los artistas pero, como audiencia, también incidimos en actitudes profundamente irónicas, incluso hipócritas. Y si no queremos ser moralistas con la masa (porque todo esto es cuestión de fuerzas acéfalas del Capital, ya se sabe) quizás tampoco deberíamos serlo con los artistas a los que la masa, al final, tiene parte importante de responsabilidad en hacer famosos.
No le di muchas más vueltas al tema, pero no pude evitar acordarme de lo que dijo C. Tangana sobre Flowers cuando recientemente vi un vídeo de la boda de Charlie XcX en el que Caroline Polachek cantaba True Love Will Find You in the End, de Daniel Johnston, mientras Charlie camina hacia el altar (o la tarima secular de su elección, no lo sé).
La disonancia cognitiva del momento me provocó un episodio severo de despersonalización. Para lo desencajado y confuso que en ocasiones se siente el mundo últimamente, las cosas deben alcanzar niveles insospechados de extrañeza para generar un sentido de irrealidad así. Altas cotas de paranoia fueron alcanzadas. Fue como ver una fiesta infantil con Death Metal de fondo, o una rave en una biblioteca (aunque sospecho que ya existen cosas así). Menos irónico hubiera sido caminar hacia el altar con Flowers de fondo.
La historia de Daniel Johnston es triste y conocida, como también su uso y abuso un tanto hipócrita por los sospechosos habituales de la industria cultural. Es imposible no sentirse un poco raro cuando se piensa en ello. Johnston fue, ante todo, un hombre torturado y melancólico, cuya tristeza alumbró una obra que, a su vez, fue mercantilizada y triturada por una industria que le dejó tirado en la cuneta como un juguete roto. Años después de su muerte, recuperar el valor incalculable de su genio artístico es inseparable de la incomodidad de estar reincidiendo en ese juego de extracción del capital simbólico de un dolor profundo que, en gran parte, ese mismo juego de extracción ahondó. Pero, a parte de todo esto, hacer de su corazón roto un himno para los enamorados me parece cruzar una línea roja.
Por lo general, intento no hacer gala de mis agravios. No es solo que crea que la salud de mi ego sea de relevancia pública, simplemente pienso que hacerse el ofendido todo el rato es de tener muy poca clase. Respeto al que ha hecho carrera periodística con ello, nunca juzgaré al que va detrás de la atención y del dinero. Pero no es mi estilo, o no quiero que lo sea.
Ahora bien, no puedo evitar que haya algo que me resulta ofensivo, en lo personal, de caminar hacia el altar con True Love Will Find You in the End. Aunque pueda parecer otra oda al amor, la canción de Johnston es, ante todo, un bálsamo para los despechados. Y pese a que la letra parece afirmar con seguridad que el amor también te encontrará, la canción no es, ni de lejos, un juramento. Johnston no canta con la frialdad ni con el optimismo de un contrato, sino con la ternura de una promesa tibia, pero emocionante. Su tono melancólico claramente expresa un anhelo, una esperanza. Por eso resulta particularmente humillante que se cante como la celebración del amor ya consumado.
No pretendo ser el grinch del amor. Es cierto que me matan de pereza esas parejas que convierten sus feeds de Instagram, no digamos todo su proyecto creativo (si es que acaso hoy existe una diferencia entre lo uno y lo otro), en una continua exaltación de su historia de amor[2]. Por supuesto, me resulta hilarante que algunas de ellas hayan construido su carrera literaria criticando el “amor romántico”, ese término tan extrañamente redundante, pero callo. Sé que no es mi lugar. En el fondo, envidio su inmunidad al cringe, tan poco común en nuestro ecosistema digital.
No tengo que hacer esfuerzo por alegrarme cuando la gente se casa, aunque tengan la mala costumbre de invitarme para que todo el pueblo compruebe que, otro septiembre consecutivo, sigo siendo el único soltero de todo mi extenso grupo de amigos. Encadenar años y más años de soltería, rozando la treintena y en un entorno donde reina la monogamia crónica, te hace transitar rápidamente de rockstar a bicho raro. Yo soy el primero que está cansado de hablar de mi catastrófica vida afectiva, no tengo nada interesante ni nuevo que decir. Pero cuando inevitablemente sale el “tema”, especialmente cuanto más se alarga la conversación, me veo obligado a escuchar otra variación del “No te preocupes, sé paciente. A ti también te llegará”. No existe una frase, especialmente enunciada por un enamorado, que rezume más condescendencia. No, no necesito tu lástima, ni tu valoración experta sobre mis expectativas. Porque puede que no, que nunca llegue. Es una posibilidad real. Y vivir con ella no significa perder la esperanza.
Pero la esperanza es algo muy distinto a la certeza. Y las cosas, como explicaba C. Tangana, toman sentidos extraños dependiendo de quién y cómo se digan. Igual que True Love Will Find You in the End suena muy distinta dependiendo de quién la use, de quién la escuche, de quién la cante. Si la canta Daniel Johnston, desde su existencia lejana y desencajada, resueno con su melancolía, con su pasión por aferrarse a la esperanza en la hora más oscura del desamor. Si me la canta Caroline Polachek en la boda de Charlie XcX, se siente como un escupitajo en el ojo.
No tengo ningún problema con la expresión pública del amor. Todo lo contrario: la acojo y la celebro con una gratitud sincera de ser testigo de algo así de hermoso. Lo digo completamente en serio, no hay un ápice de ironía aquí: me estremece profundamente la belleza del amor ajeno. Por muy radical que me crea, y mucho cinismo que necesite de vez en cuando como mecanismo de defensa, me cuesta aguantar las lágrimas cuando, otro septiembre consecutivo, veo a un enamorado acercarse a un altar (o la alternativa secular que se quiera), todavía más si lo hace al son de Can’t Help Falling in Love de Elvis o Anne’s Song de John Denver. Los enamorados tenéis, de sobra, las mejores canciones del mundo. Y deberíais estar orgullosos de ello, y airearlo todo lo que queráis. Pero, por favor, no nos quitéis a Daniel Johnston. Por favor, no nos quitéis True Love Will Find You in the End. Una cosa es anhelar, otra tener, y el anhelo es todo lo que nos queda a los corazones rotos.
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[1] Frente a las recurrentes menciones de C. Tangana de todo lo que está aprendiendo ahora de todo lo que está metido en el mundo del flamenco, P. también comentó que parecía “tu amigo que se ha ido a hacer un máster a Granada”. Pero, al fin y al cabo, ese amigo que querrías tener.
[2] No se me escapa la ironía, tampoco, de haber convertido mi proyecto creativo en ser un sadboy insoportable, una y otra vez. Por eso digo: no juzgo. Cada uno con su tema.