Alberto es médico de urgencias y endocrino. También es mi suegro. Uno bueno, en mi opinión. Es el tipo de doctor con quien te quieres encontrar en consulta. Ofrece espacio para la vulnerabilidad; también se atreve a decir lo que el paciente no quiere reconocer y es recto durante el tratamiento. Es padre de dos hijas, comprometido con su felicidad y abierto a aprender sobre nuevos puntos de vista sobre problemas esencialmente femeninos. La persona perfecta con la que debatir cosas.
El otro día estaba tomando un café con él y le pregunté si recibía en consulta a muchas personas que buscaban algún medicamento para adelgazar
— “Muchísimas”.
“El nacimiento de este tipo de fármacos ha revelado la magnitud de un deseo colectivo: el de adelgazar a cualquier precio, aunque no haya un diagnóstico que lo justifique”, me dijo.
La comida lleva tiempo sentenciada. Ya no me sorprende nada: ni que la cúrcuma sea mágica, ni la celiaquía voluntaria, ni que se hayan prohibido algunas frutas porque llevan mucho azúcar.
“Muchos pacientes vienen a consulta con ideas preconcebidas de muchos grupos alimentarios”, me contaba Alberto.
Me imagino y me describe algunas de las cosas que le cuentan las señoras —“el almidón del arroz me hincha la tripa”— y los chicos jóvenes en episodios crónicos de musculación —“por las tardes me bebo un vasito de agua caliente con sal”. A la primera se lo ha mandado su prima por whatsapp y al segundo se lo ha recomendado un tik tok.
Hemos corrido como pollos sin cabeza detrás de un ideal físico, de la delgadez, principal y especialmente las mujeres, durante décadas. Pero creo que ahora, en la era pospandémica, somos devotos medio convencidos de otro concepto distinto: el bienestar.
Nadie está en contra de cuidarse, por favor. Me parece fenomenal que salgamos a correr, al gym y a clase de meditación. Pero vamos detrás del bienestar como si fuera un dios.
Un nuevo dios porque, como idea abstracta, el bienestar físico, mental y emocional es beneficioso para la salud. Al mismo tiempo, se trata de un bien aspiracional inalcanzable. Para llegar al máximo nivel de wellness hacen falta muchos productos, todos ellos a la venta, y mantenerlo para siempre todo el rato es insostenible. Aun así, nadie quiere quedarse atrás; los métodos que usamos para alcanzarlo reportan felicidad y un sentimiento muy analgésico de realización personal.
Dependiendo de la motivación personal de cada uno, esa realización puede ser más o menos auténtica. Igual queremos ser sanos —en su amplitud de definiciones—, o igual buscamos optimizar nuestro cuerpo y mente para lidiar con las exigencias sociales de la vida contemporánea; suplementos, yogas, cosméticos mediante.
Ahora, sin embargo, ha nacido un atajo para conseguir ese bienestar: el fármaco. “Cada vez más pacientes piden directamente el medicamento, aunque no cumplan los criterios médicos”, cuenta Alberto.
“Si pudiera adelgazar, mi vida sería mejor”, creo que piensa la gente. No tanto por los kilogramos en sí, sino por el capital personal que uno gana siendo delgado: supuesto capital sexual, aparente pertenencia a un mayor capital económico, un presunto mayor control emocional y disciplinario que puede acabar en capital laboral. Quién sabe. Lo importante es parecer una persona completa y equilibrada.
“Hay otros muchos pacientes que dan rodeos a la hora de pedirme el fármaco”. Tímidos, dudosos, relatan al doctor su mala experiencia vital con las dietas, la futilidad de intentos previos para adelgazar. “Hasta que soy yo el que pone al fármaco sobre la mesa”, me contaba Alberto.
Mucha gente ve el uso de ozempic, wegovy o mounjaro como una posible solución fácil y accesible —si tienes dinero— para su problema, pero al mismo tiempo tienen miedo. “Muchos mantendrán en secreto el uso del fármaco durante todo el tratamiento”, continuaba mi suegro. “Y hay pacientes que transmiten una percepción de fracaso personal y de culpa por no haber sido capaces de resolver el problema con sus propios medios”. El bienestar es tan importante que no hace falta solo parecer que vives en él, sino que has luchado por conseguirlo. Ese es el éxito. “A veces creo que con el uso del fármaco logran una secreta victoria ante el duro suplicio que sufren a diario”
Pero ¿por qué funciona el ozempic y cómo se consigue?
“Ozempic es la marca que hizo famosa a la semaglutida como molécula para tratar la diabetes. Anteriormente se usaba liraglutida en inyección diaria. Pronto se vieron sus grandes efectos sobre la pérdida de peso y también se comprobaron otros efectos beneficiosos en cuanto a diversos indicadores de riesgo cardiovascular”, me explicaba Alberto.
Ozempic, Wegovy y Mounjaro se inyectan una vez por semana, en inyección subcutánea, desde unas plumas preparadas para que el paciente seleccione la dosis recomendada y se la auto administre.
El uso del primer medicamento se generalizó de tal manera para tratar la obesidad sin estar siquiera financiado para esa indicación que se llegó a desabastecer para su indicación primaria, la diabetes tipo 2. La multinacional danesa —Novo Nordisk— propietaria del producto tuvo que comercializar una segunda marca de la semaglutida —Wegovy— en España en mayo de 2024. “Paralelamente, la competencia de la marca danesa, la estadounidense Lilly, comercializó en España en julio del 2024 el Mounjaro, nombre comercial de tirzepatida+Gip”, especificaba.
“Esta familia de medicamentos ha cambiado el tratamiento de la obesidad. Son potentes inhibidores del apetito en el sistema nervioso central y permiten a los pacientes hacer ingestas pequeñas, no picar entre horas y controlar los atracones. Muchos pacientes llevan años luchando con dietas y planes de ejercicio, y, hasta hace muy poco, los fármacos disponibles para tratar la obesidad habían sido decepcionantes y a veces peligrosos”.
Mi suegro frunció el ceño cuando le pregunté si, en la práctica, lo que el medicamento induce en el cerebro no es más que un falso trastorno restrictivo de la alimentación. Una especie de episodio de dieta extrema o episodio anoréxico con las ventajas de un bienestar que todo el mundo quiere aparentar. La ventaja de perder peso pero pudiendo continuar con las clases de yoga y pareciendo feliz en redes.
Mientras los impactos en la salud todavía no se pueden medir, los estudios de seguridad física a largo plazo sí, y son muy positivos. Alberto me explicaba que su eficacia es alta y que consiguen pérdidas de peso de hasta el 24%, y a mí me resulta un avance científico tan grande, tan importante, que parece casi magia. Producto de la ciencia ficción, el bien más preciado en las comilonas del Capitolio de Los Juegos del Hambre.
Al despacho de Alberto llegan distintos tipos de pacientes con consultas relativas al peso. Estos se pueden dividir en los siguientes grupos: sobrepesos simples; obesidades con y sin comorbilidades; diabetes tipo 2 y solicitantes sin sobrepeso o sin criterios biométricos para pedirlo. Personas que no lo necesitan pero que solicitan a su médico adelgazar porque acaban de conocer la existencia de los fármacos.
“En la primera consulta debatimos un objetivo realista de peso en base a la composición biométrica del paciente, esto es, masa grasa y masa muscular. No uso el índice de masa corporal por impreciso a nivel individual”. Ciertamente, el IMC ha sido cuestionado bastantes veces por la comunidad científica durante los últimos años. “Siempre intento que el objetivo respete conservar el máximo de masa muscular posible y por ello, suelo rebajar las expectativas de los pacientes”, me dijo.
Lo que era en un principio un problema médico se convirtió después en una aspiración estética. Ahora es un código moral. Quien lo cumple, consigue ser símbolo de éxito social.
“Desde hace unos dos años la demanda de estos tratamientos se ha incrementado intensamente”, me reconoció. “Me gusta distinguir entre una parte justificada —pacientes con obesidad o síndrome metabólico— y otra que yo llamo demanda de moda. Solicitantes con sobrepesos simples que podrían resolver su problema sin medicamentos.”
“Este es el segundo uso que me atrevo a calificar de inadecuado. Banaliza el problema real de la obesidad como enfermedad metabólica y aleja las expectativas de una financiación parcial de los tratamientos para los pacientes que realmente los necesitan”.
Me pregunto si es que alguien estará dispuesto, una vez haya visto resultados, a dejar de usar el fármaco. Si se convertirá en algún tipo de adicción. La promesa farmacológica de un cuerpo maleable es irresistible y dudo de si los usuarios no querrán dejar de pinchárselo por miedo a un efecto rebote, a perder en un plis todos sus nuevos privilegios. “Mucha gente se enfada cuando les digo que se ha acabado, que este es el peso adecuado para su edad y salud, que si quieren seguir se busquen otro médico”, me decía Alberto.
Hablando y hablando, llegamos a la conclusión de que ese wellness aparentado que tan al alcance de nuestra mano pone el fármaco se mezcla y camufla al mismo tiempo con la ortorexia, la vigorexia, la métrica del ejercicio diario, potenciados por las redes sociales.“Da la sensación”, me respondió, “de que las tendencias restrictivas con la comida buscan una nueva presentación que se ofrece en todo tipo de contenidos virtuales. Todo con un fondo de superación y reto personal”.
“Creo que la relación de muchas personas con su cuerpo, la comida y el ejercicio tiene rasgos enfermizos. Observo una tendencia negativa en este aspecto. La idea de lo normal, lo sano o lo equilibrado está pervertida por todo tipo de creencias, modas, informaciones pseudocientíficas que están a nuestro alcance inmediato en nuestros smartphones”, reflexionaba Alberto.
Me contó que muchos de sus compañeros comparten la sensación de que lo que antes era una consulta ahora parece una trinchera frente a los bulos y el ruido digital, porque los pacientes llegan atiborrados de ideas preconcebidas —como que el gluten es malo o que todo el mundo debería tomar leche sin lactosa. Ser intolerante a la lactosa o celíacos siempre ha sido un infierno para todos los amigos que están enfermos de verdad. ¿Por qué alguien querría fingir sus consecuencias?— que es muy complicado reeducar. “La información, desinformación y los bulos corren como la pólvora, y se convierten en tratamientos de moda”, proseguía Alberto.
El bienestar es una religión, un negocio con mercado global, y el fármaco es solo uno de sus mayores exponentes. Alberto me explicaba que detrás de todos los consejos “naturales” existe una industria gigante. “La evidencia científica en nutrición se construye despacio. Muchos estudios que se citan en redes son minúsculos o mal interpretados”.
Hay un negocio de suplementos que “se venden como panacea” y que corremos a comprar. Le conté a mi suegro en un momento dado cómo son las fotos de los desayunos influencers: un café americano, una tostada de aguacate y, en un platito al lado del pan de semillas, con alguna de las pastillas o suplementos del catálogo: omega 3, magnesio, colágeno, cúrcuma, chía. Al otro lado, los villanos: gluten, lácteos, pan. Le hizo gracia.
Lo mismo ocurre con el deporte en este mundo binario, incluso el ejercicio se vuelve ideológico. Me sorprendí cuando Alberto —que además de médico y buen padre es tremendamente deportista— me confirmó: “Los riesgos de construir religiones nutrodeportivas son altos: desestabilizan la salud mental. También aquí hay falsas propuestas dicotómicas: fuerza o cardio, yoga o pilates, intervalos o resistencia… Parece que todo tiene que ser una batalla. La salud no es una competición, pero la vivimos como si lo fuera.”
“El problema”, continuó, “es que ya no hablamos de salud, sino de pureza. Vivimos en una cultura que no soporta la imperfección. Nos creemos que el bienestar es una suma de conductas, cuando en realidad es un estado de reconciliación.”
“Lo importante es construir un patrón de vida que nos venga bien y podamos sostener. Contrastar la información con profesionales y recuperar la confianza en el cuerpo. No necesitamos más pureza. Necesitamos más sentido común”, me dijo justo antes de que tuviéramos que pagar las cervezas.