dónde está mi BBY

En DAISY, el álbum debut en largo de rusowsky, todo es tono uterino, cero ironía, todo pureza, ingenuidad pasada de vueltas. El bebé bobo que te vuelves en el after

No quería escuchar el disco porque el otro día vi cómo te grababas cantando BBYromeo y recordé todas las cosas divertidas y adorables por las que te quiero. “Lo que me encantaría poder pedirte un beso”. Pensé que me recordaría a ti. No sé si te conté que le puse a David un grupo que me gustaba y me dijo que sonaba a “música sin acabar”. He pensado que así suena la música que más me interesa ahora: no suena a música. No como lo suelo entender casi siempre. Es otra sustancia. Parece, para el oído primerizo, un asunto provisional. Pero, con poca familiaridad, se revela no como lo previo, tampoco exactamente como lo nuevo (esa idea vieja), sino como lo otro.

DAISY me ha sonado a un disco fantasma, un doble distorsionado de un disco real. No como la música que existe sino como por la que la música que existe pretende hacerse pasar. El efecto que géneros enteros de electrónica llevan una década persiguiendo. Cuando el vaporwave y sus vástagos han trascendido su cualidad de rareza para convertirse en otro nicho del algoritmo, otra recomendación de YT, algo diferente cumple su promesa. Suena a cliché, pero este es un disco liminal, (pfff) hipnagógico: habita el espacio entre el sueño y la conciencia, entre el ayer y el mañana, entre ser algo y no ser nada (juntos o separados, etc.). Retoma y rompe la música nostálgica, recobra un racimo de tradiciones y lugares comunes y los torna extraterrestres. Se recombina con fórmulas irreales, como híbridos prohibidos, tamizados por la impredecibilidad del lenguaje digital. Lo mismo reaparece como lo distinto. Uroboros, xd.

También parece imperfecto y cliché hablar del encuentro entre la emocionalidad latina, su ritmo y sabor sentimental, con el espectro anglo y germánico de lo frío y lo electrónico: ese efecto espiritista ya es otra historia del pasado, otro eco, el la de la invención de la música electrónica con el I feel love de Giorgio Moroder y Donna Summer. Para mí, al menos, aquí escucho el mismo shock, que en el caso de I feel love solo puedo conocer por su descripción histórica: la misma transgresión ofensiva de los parámetros de lo que estaba permitido esperar.

En todo el disco, las voces, entre lo fantasmal y lo naive, se cruzan con el acelerón del bombo y las palmas. Sueño lúcido lofi. Petróleo y purpurina. Johnny Glamour como un remix pirata de Las Ketchup mezclado por un niño del futuro. Todo es tono uterino, cero ironía, todo pureza, ingenuidad pasada de vueltas. El bebé bobo que te vuelves en el after. malibU como la melodía Disney Channel que compondría un Daniel Johnston zoomer caribeño. En pink+pink, bajos descartados de la EDM de hace quince años dan a luz dos melodía que se hibridan, la del eurodance angelical y la tonada flamenca, se une un patrón de reggeaton que rompe, natural.

Llevo un tiempo tratando de describir la naturaleza de mi malestar, sin mucho éxito. La escritura, mi medio, me resulta para ello un lenguaje fósil, gimnasia boomer. La ridícula idea de describir un sonido, de explicarte cómo me siento. Pero siento, y quiero escribir, que la música habla el lenguaje de mi presente. Hablar de las redes o internet parece una trivialidad para este nuevo escenario que es, más bien, la difusión de todo lo anterior por un nuevo prisma. La reacción química de un sedimento lineal infectado por una enfermedad liberadora, por el vector multiplicador de un cáncer. Decía Burroughs que el lenguaje era un virus alienígena. Decía Land que el capitalismo es un robot del futuro que viene a comerte la cara (más o menos). Algo así debe ser internet. Pero todas estas me parecen imágenes cansadas, narrativas cringe de una sensibilidad épica pasada de moda. Boomer gym. Hace tiempo que se acabó la historia lineal, pero ya pasó el momento de decir que todo lo que quedaba era el estancamiento. Hablar de realismo capitalista ya no suena original. El Fin de la Historia es otro nicho editorial. Todo lo que parece que ocurre, sin embargo, degenera y se esparce, se descompone en partículas que fluyen dibujando la forma de un círculo.

Lo he pensado escuchando otras músicas: lo nuevo hoy no aparece bajo el signo del escándalo, sino del desconcierto. El destino de nuestro tiempo es la ininteligibilidad (el nicho cultural, el rincón más oscuro del algoritmo). Nuestra historia no es una de tragedia, es una de un amable patetismo de la incomprensión, como esas conversaciones cíclicas que teníamos. Lo que éramos no se deshace es una catástrofe futura, se diluye en un bucle de incomprensión. SOPHIA abre con una melodía que recuerda al inicio del Windows XP, el gancho musical de la estética Y2K, discurre entre bombos crujientes y la resonancia de una vieja canción de amor de alguna mixtape de carretera. Un ciclo que sube y baja y fluye como una cinta de moebius. Discurre pero no avanza. El futuro es una ilusión óptica. El tiempo pasa pero el presente parece más pesado y triste que nunca. Pensaba que el tiempo era algo parecido a la historia: que empieza y acaba, que lleva a algo. Algo que redimirá todo el mal que quedó por el camino. Pero el tiempo se ha aplanado bajo el peso de esa responsabilidad, con la certeza de un colapso permanente. Qué pereza todo, y qué bonito y extraño también.

Cuando escucho a estos nuevos sadboys que hacen música (“ultralágrima”, me ha dicho Fer), pienso que lo melancólico ha cambiado de naturaleza. La nueva entrada en la larga tradición de la música triste suena sin embargo jovial y maravillosa. Ya decía, la definición de nuestro cansancio se me escapa, pero en la música puedo escucharla. El amor que se me quedó dentro, como un empacho de gloss. Siento que esa fibra se activa y segrega una hormona que sabe a algo dulce y quemado. Un veneno cariñoso. Un beso que sabe a fruta madura, un polvo mágico que da resaca. Música que suena a bajonazo químico. A rebañar los restos de pastilla del plástico. A la idea de otra noche contigo, a agarrarte el culo. Música que suena al high de despertarme a tu lado. “Pensé que era mi ángel.”, así de cutre y de intenso. Así de cursi me sentía: “Si me miraras siempre así. Yo sé que moriría, yo sé que moriría”.

No es la música como la que me recuerda a todo sino como la que, aún sonando cerca, aquí, se siente como yo: desencajado. La música desubicada que habla del tiempo cuya patología ya no es la esquizofrenia ni la paranoia, velocidades psicóticas más propias del siglo pasado. El síntoma de nuestro tiempo es la disociación. El trauma del milenio que te separa de tu cuerpo, el shock de la hiperconectividad era la muerte del ego, pero no en la disolución de la psicodelia, sino en el túnel oscuro de la ketamina. El bucle, el ciclo. “Una sensación que ya no tiene lugar”. Mientras escucho el disco de nuevo, alguien canta una balada dolida de amor en el tren en un domingo pesado. Las canciones se solapan y chirrían en armonía. Ruido que cobra sentido. Cómo algo tan bonito me puede hacer sentir tan mal. Es más extraño todavía que eso: qué me pasa que últimamente todo lo que me parece bonito es lo que me hace sentir así de mal.

“Tus labios no me saben a nada” me recuerda aquella canción de Audioslave sobre la belleza de no recordar, Don’t remind Me, que sonaba también a un híbrido prohibido, entre arreglo infantil e himno de hard rock. Te la recomiendo mucho. El solo de Tom Morello es espectacular. En ella Chris Cornell habla de todas las cosas que le gustan porque no le recuerdan a nada: las calles de Japón, las caras de la gente en un parking, las voces de la radio, la música góspel.

“Las cosas que amé, cosas que perdí, cosas que tomé como sagradas, cosas que dejé.”, canta Cornell, anhelando desprenderse de lo conocido, de lo recurrente: “No quiero aprender lo que necesitaré olvidar.” Quiero música que no me suene a nada, que me escupa de la rueda dhármica de la repetición. La rueda del hámster. Que desconecte mi cuerpo, me disocie, de este ciclo plano de existencia, de esta vida adulta hiperconsciente, ultraconectada (ultralágrima). Que me apague como un interruptor. “Tus labios no me saben a nada”, pero esta música me sabe a ti.

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dónde está mi BBY

En DAISY, el álbum debut en largo de rusowsky, todo es tono uterino, cero ironía, todo pureza, ingenuidad pasada de vueltas. El bebé bobo que te vuelves en el after

No quería escuchar el disco porque el otro día vi cómo te grababas cantando BBYromeo y recordé todas las cosas divertidas y adorables por las que te quiero. “Lo que me encantaría poder pedirte un beso”. Pensé que me recordaría a ti. No sé si te conté que le puse a David un grupo que me gustaba y me dijo que sonaba a “música sin acabar”. He pensado que así suena la música que más me interesa ahora: no suena a música. No como lo suelo entender casi siempre. Es otra sustancia. Parece, para el oído primerizo, un asunto provisional. Pero, con poca familiaridad, se revela no como lo previo, tampoco exactamente como lo nuevo (esa idea vieja), sino como lo otro.

DAISY me ha sonado a un disco fantasma, un doble distorsionado de un disco real. No como la música que existe sino como por la que la música que existe pretende hacerse pasar. El efecto que géneros enteros de electrónica llevan una década persiguiendo. Cuando el vaporwave y sus vástagos han trascendido su cualidad de rareza para convertirse en otro nicho del algoritmo, otra recomendación de YT, algo diferente cumple su promesa. Suena a cliché, pero este es un disco liminal, (pfff) hipnagógico: habita el espacio entre el sueño y la conciencia, entre el ayer y el mañana, entre ser algo y no ser nada (juntos o separados, etc.). Retoma y rompe la música nostálgica, recobra un racimo de tradiciones y lugares comunes y los torna extraterrestres. Se recombina con fórmulas irreales, como híbridos prohibidos, tamizados por la impredecibilidad del lenguaje digital. Lo mismo reaparece como lo distinto. Uroboros, xd.

También parece imperfecto y cliché hablar del encuentro entre la emocionalidad latina, su ritmo y sabor sentimental, con el espectro anglo y germánico de lo frío y lo electrónico: ese efecto espiritista ya es otra historia del pasado, otro eco, el la de la invención de la música electrónica con el I feel love de Giorgio Moroder y Donna Summer. Para mí, al menos, aquí escucho el mismo shock, que en el caso de I feel love solo puedo conocer por su descripción histórica: la misma transgresión ofensiva de los parámetros de lo que estaba permitido esperar.

En todo el disco, las voces, entre lo fantasmal y lo naive, se cruzan con el acelerón del bombo y las palmas. Sueño lúcido lofi. Petróleo y purpurina. Johnny Glamour como un remix pirata de Las Ketchup mezclado por un niño del futuro. Todo es tono uterino, cero ironía, todo pureza, ingenuidad pasada de vueltas. El bebé bobo que te vuelves en el after. malibU como la melodía Disney Channel que compondría un Daniel Johnston zoomer caribeño. En pink+pink, bajos descartados de la EDM de hace quince años dan a luz dos melodía que se hibridan, la del eurodance angelical y la tonada flamenca, se une un patrón de reggeaton que rompe, natural.

Llevo un tiempo tratando de describir la naturaleza de mi malestar, sin mucho éxito. La escritura, mi medio, me resulta para ello un lenguaje fósil, gimnasia boomer. La ridícula idea de describir un sonido, de explicarte cómo me siento. Pero siento, y quiero escribir, que la música habla el lenguaje de mi presente. Hablar de las redes o internet parece una trivialidad para este nuevo escenario que es, más bien, la difusión de todo lo anterior por un nuevo prisma. La reacción química de un sedimento lineal infectado por una enfermedad liberadora, por el vector multiplicador de un cáncer. Decía Burroughs que el lenguaje era un virus alienígena. Decía Land que el capitalismo es un robot del futuro que viene a comerte la cara (más o menos). Algo así debe ser internet. Pero todas estas me parecen imágenes cansadas, narrativas cringe de una sensibilidad épica pasada de moda. Boomer gym. Hace tiempo que se acabó la historia lineal, pero ya pasó el momento de decir que todo lo que quedaba era el estancamiento. Hablar de realismo capitalista ya no suena original. El Fin de la Historia es otro nicho editorial. Todo lo que parece que ocurre, sin embargo, degenera y se esparce, se descompone en partículas que fluyen dibujando la forma de un círculo.

Lo he pensado escuchando otras músicas: lo nuevo hoy no aparece bajo el signo del escándalo, sino del desconcierto. El destino de nuestro tiempo es la ininteligibilidad (el nicho cultural, el rincón más oscuro del algoritmo). Nuestra historia no es una de tragedia, es una de un amable patetismo de la incomprensión, como esas conversaciones cíclicas que teníamos. Lo que éramos no se deshace es una catástrofe futura, se diluye en un bucle de incomprensión. SOPHIA abre con una melodía que recuerda al inicio del Windows XP, el gancho musical de la estética Y2K, discurre entre bombos crujientes y la resonancia de una vieja canción de amor de alguna mixtape de carretera. Un ciclo que sube y baja y fluye como una cinta de moebius. Discurre pero no avanza. El futuro es una ilusión óptica. El tiempo pasa pero el presente parece más pesado y triste que nunca. Pensaba que el tiempo era algo parecido a la historia: que empieza y acaba, que lleva a algo. Algo que redimirá todo el mal que quedó por el camino. Pero el tiempo se ha aplanado bajo el peso de esa responsabilidad, con la certeza de un colapso permanente. Qué pereza todo, y qué bonito y extraño también.

Cuando escucho a estos nuevos sadboys que hacen música (“ultralágrima”, me ha dicho Fer), pienso que lo melancólico ha cambiado de naturaleza. La nueva entrada en la larga tradición de la música triste suena sin embargo jovial y maravillosa. Ya decía, la definición de nuestro cansancio se me escapa, pero en la música puedo escucharla. El amor que se me quedó dentro, como un empacho de gloss. Siento que esa fibra se activa y segrega una hormona que sabe a algo dulce y quemado. Un veneno cariñoso. Un beso que sabe a fruta madura, un polvo mágico que da resaca. Música que suena a bajonazo químico. A rebañar los restos de pastilla del plástico. A la idea de otra noche contigo, a agarrarte el culo. Música que suena al high de despertarme a tu lado. “Pensé que era mi ángel.”, así de cutre y de intenso. Así de cursi me sentía: “Si me miraras siempre así. Yo sé que moriría, yo sé que moriría”.

No es la música como la que me recuerda a todo sino como la que, aún sonando cerca, aquí, se siente como yo: desencajado. La música desubicada que habla del tiempo cuya patología ya no es la esquizofrenia ni la paranoia, velocidades psicóticas más propias del siglo pasado. El síntoma de nuestro tiempo es la disociación. El trauma del milenio que te separa de tu cuerpo, el shock de la hiperconectividad era la muerte del ego, pero no en la disolución de la psicodelia, sino en el túnel oscuro de la ketamina. El bucle, el ciclo. “Una sensación que ya no tiene lugar”. Mientras escucho el disco de nuevo, alguien canta una balada dolida de amor en el tren en un domingo pesado. Las canciones se solapan y chirrían en armonía. Ruido que cobra sentido. Cómo algo tan bonito me puede hacer sentir tan mal. Es más extraño todavía que eso: qué me pasa que últimamente todo lo que me parece bonito es lo que me hace sentir así de mal.

“Tus labios no me saben a nada” me recuerda aquella canción de Audioslave sobre la belleza de no recordar, Don’t remind Me, que sonaba también a un híbrido prohibido, entre arreglo infantil e himno de hard rock. Te la recomiendo mucho. El solo de Tom Morello es espectacular. En ella Chris Cornell habla de todas las cosas que le gustan porque no le recuerdan a nada: las calles de Japón, las caras de la gente en un parking, las voces de la radio, la música góspel.

“Las cosas que amé, cosas que perdí, cosas que tomé como sagradas, cosas que dejé.”, canta Cornell, anhelando desprenderse de lo conocido, de lo recurrente: “No quiero aprender lo que necesitaré olvidar.” Quiero música que no me suene a nada, que me escupa de la rueda dhármica de la repetición. La rueda del hámster. Que desconecte mi cuerpo, me disocie, de este ciclo plano de existencia, de esta vida adulta hiperconsciente, ultraconectada (ultralágrima). Que me apague como un interruptor. “Tus labios no me saben a nada”, pero esta música me sabe a ti.

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