La producción en auge de TikTok, donde las caras de marfil brillantes te clavan sus puñales a través de la pantalla, me tiene cambiando todos mis hábitos. La particularidad de nuestra época es que el poder ya no se ejerce de manera represiva ni desde una institución central, sino que circula a través de imágenes breves, coreografías de bienestar y discursos motivacionales.
Todo lo que hiciste con anterioridad estaba repleto de errores garrafales que jugaban contra tu salud. Bien, entro al trapo: quiero vivir y estar sana. Llegar a los noventa estaría bien.
Nada de mirar el móvil al despertar. Ese es el primer paso. Mejor girarse y besar a tu novia apasionadamente. Tomar conciencia del lugar donde estás. Reconocer la habitación. Despertar el cuerpo poco a poco.
Cambio de skincare. Hace tiempo que los dermatólogos y las farmacéuticas han dejado de importarme. Estuve en sus manos y fracasé. Ahora doy paso al skincare coreano. Mi algoritmo está diseñado para enseñarme pieles brillantes, donde cientos de tips y rutinas se amontonan. No sé bien qué productos escoger, qué marca es la más adecuada, cuál no apoya a Israel, cuál es más ecológica, cuál no testa en animales… un sinfín de condiciones que muy pocas empresas consiguen superar. La encuentro y, en dos días, me llega a casa. La conectividad global es la polla.
Me embadurno en mejunjes coreanos mientras sueño con pieles de éxito y escucho Soothe #Anxiety + Calm Your Nervous System – #528 Hz Healing Frequency.
Cambio mi rutina de comida: alimentos sin calorías vacías, alcalinos de carga positiva (a poder ser) y respetando las frutas y verduras de temporada. No solo basta eso. Trato de cocinar con paciencia para salivar en el proceso y así preparar a mi estómago para lo que va a comer. Uso utensilios bonitos, que a la vista me hagan disfrutar del acto de nutrirme. Respiro cinco veces profundamente antes de llevar la cuchara a la boca y mastico tanto como puedo, hasta desintegrar el alimento en millones de trozos que permitan a mi intestino procesarlo. Por supuesto, he dejado las pantallas fuera. Ya no vale eso de ver Los Simpson y acabar el plato en dos minutos. Ahora pienso en cosas bonitas mientras mastico y dejo fuera de la cocina la envidia, el odio o la tristeza. Porque también he aprendido que todo lo que ves, hablas o piensas mientras comes, te lo comes. Primero la comida. Más tarde el café. Nada de agua entre bocados. Respiraciones profundas entre tanto.
Domestico mi cabeza mientras mis caninos trabajan duro.
Los miércoles por la tarde voy a clases de cerámica. Tengo que trabajar la coordinación mente–manos. Me sirve para relajarme, para poner el foco de atención en una sola cosa, para dejar de darle fuego a mis pensamientos. Me centro en la pieza. La profesora me indica que hago demasiada fuerza inconsciente con las manos, agrandando así el recipiente cada vez más. Bromeo con que tengo demasiada ira acumulada. Tras varios intentos, le digo que he cambiado la forma del bol: ahora será grande porque mis manos así lo han querido. Acepto el cambio. Trabajo duro en eso: en dejar de lado la autoexigencia y estar dispuesta a que las cosas varíen. Me siento mejor y salgo de clase dando saltitos.
Los sábados aprendo a coser. Los domingos tomo un café mientras leo el nuevo libro que he comprado. Reduzco el tiempo de uso del móvil y apenas paso por TikTok. Voy caminando en vez de coger el bus para poner en marcha mi cuerpo. Escucho afirmaciones positivas:
Hoy reconozco mi fuerza interior, infinita, inquebrantable.
Reconozco mi fortaleza de espíritu.
Elijo la nobleza.
Elijo ser coherente con mis más elevados ideales.
Medito con la espalda erguida. Enciendo una vela aromática que se expande por la casa. Una casa que he limpiado y recogido estrictamente porque así me siento en coherencia con mi estado emocional. Todo huele rico; las cosas están estéticamente colocadas. El aire ventila las habitaciones.
Bebo agua con pepino. Intento lo de dormir con antifaz, por lo del mejor descanso.
Antes de dormir, dos gotas de aceite de ricino nadan en mi ombligo. Lo dejo tapado toda la noche y parte de la mañana para no permitir que las malas energías del resto me penetren.
No entiendo cómo no soy exageradamente feliz. Cómo no estoy desmesuradamente equilibrada.
Al despertar, mi mano derecha ya está preparada para agarrar el teléfono en busca de una mala o buena noticia. No importa: algo. Un ingreso de la nómina. Un audio preocupante de mi madre. Una oferta de empleo asombrosa. Un gasto injustificado que ha vuelto a dejar mi cuenta desnuda.
El skincare coreano nada tiene que hacer frente a mi piel en estado premenstrual. El espejo me devuelve una mirada grotesca en forma de grano en el lado izquierdo de la cara que se lleva la atención de todos los viandantes y, además, duele con ganas.
Hace unos días que el pecho lo tengo enrojecido: es por ahí donde somatizo las ansiedades y preocupaciones. El dinero, el aburrimiento, aquel comentario que hice hace tres semanas, la burocracia. Todo se queda clavado en mi pecho en forma de mapa rojizo.
Me veo comiendo con gula. Como un semental. No reconozco ningún tipo de sabor en mi boca: todo me sabe a lo mismo. Lo engullo en cuestión de segundos. Y no me es suficiente; necesito saciarlo con un vaso de leche con cereales. Mi justificación es que he tenido un día de mierda. Y, además, me sirvo de la voluntad de poder de Nietzsche: no reprimo el impulso, sino que le doy estilo, convierto la necesidad bruta en un gesto consciente, un “sí” a la vida. Porque yo lo valgo. Porque cuatro pijas de TikTok no me van a quitar de un poquito de chocolate.
En las clases de cerámica, la tonta de mi compañera dice que hará un viaje a Tailandia mientras su recipiente queda impoluto, tal como ella había planeado. El mío está deforme, infantil, sin técnica alguna. Su piel huele a dinero y me acuerdo de que mi madre ha tenido que pagarme la mitad de las clases. Le doy más fuerte al barro, agrandando su tamaño cada vez más.
Me arden las piernas. Me pesa el bajo vientre. La humedad de la lluvia me encrespa el pelo. No consigo sentirme cómoda en ninguna ropa. Me digo frases horrendas. Me fustigo y olvido meditar, el aceite de ricino, besar a mi novia, fregar los platos, el skincare, las respiraciones antes de comer, los paseos, el libro que estaba leyendo, la fruta de temporada y encender la vela para que huela bien la casa.
La semana que viene volveré a la rutina y me sentiré una madre estadounidense que hace pilates y recoge a sus hijos en un Range Rover. Mi piel brillará. Mi estómago funcionará como un tiro y repetiré, con una copa de vino en la mano, que la alimentación consciente me está cambiando la vida. Comeré en el bol hecho por mí y adoraré su forma imperfecta.
Todo esto que hago para calmarme. Todo esto que me hago. Es eso mismo que sé que hacéis vosotras.
Lo veo en vuestras pieles, en vuestras fotos, en vuestra forma de pedir comida en un bar.
Antes les colgaban la culpa del útero. Las familias pedían el ingreso de las mujeres histéricas. Los cólicos, los cambios de humor o la fatiga se leían como signos de una naturaleza intrínsecamente desbordada, incapaz de gobernarse. Esa “locura uterina” justificaba su tutela: se usaba para deslegitimar su criterio en tribunales, para excluirla de la política o para ingresarla en un manicomio cuando sus emociones incomodaban.
Qué hubiera sido de ellas si hubiesen tenido acceso a Internet.
Les dedico un breve pensamiento. El tiempo suficiente como para que las palabras me pesen siglos.
Es casi siempre irónico ver cómo, después de la meditación, el desayuno consciente, el skincare matutino y las pruebas de vestuario, me sumerjo en la calle y lo primero que me encuentro es a un chavalito despeinado, con un calcetín de cada color, una barba sin cuidar, las legañas que le bailan en las pestañas y una camiseta arrugada que no va a juego con sus pantalones.
Me entra la risa y camino. Reviso en la pantalla de mi móvil si tengo el lip combo en buen estado. Sí. A ver si hoy es un buen día.