Dicen que de mirar el fuego —como de mirar el mar o los niños— no se cansa uno nunca, porque el fuego es hipnótico y es violento. Es hipnótico porque es violento.
A pesar de ello, estamos hartos de que arda el monte. De lo que no estamos hartos es de encontrar en el fuego un ladrillo más con el que construir nuestra interpretación del mundo.
Un español mira las llamas lamiendo los árboles y ve las devastadoras consecuencias de un cambio climático que ya no es tal: se ha convertido en una emergencia climática. Otro español contempla las mismas llamas y echa la culpa precisamente a las medidas para luchar contra esa emergencia climática, que incluyen la instalación de aerogeneradores y placas solares en los mismos campos convenientemente asolados por el fuego. Un tercer español dirá que no es empresario energético sino especulador inmobiliario el que quema los campos para recalificarlos en connivencia con políticos corruptos, mientras un cuarto dirá que no ve corrupción política sino una descoordinación territorial que impide sofocar las llamas con rapidez y que debe llevarnos a la inevitable conclusión de que urge desmantelar el sistema autonómico y recentralizar competencias. Otro español, también hipnotizado por el fuego y por su ideología, dirá todo lo contrario: que el problema es la falta de medios y que el Estado debe crecer más. A su lado, uno más opinará suspicaz si no serán precisamente los encargados de sofocar el fuego —precarios, eventuales y malpagados— los que lo inician. Aumentan las teorías de la conspiración mientras crecen las llamas, y un español habla de la despoblación intencionada del campo, del desarraigo programado y la Agenda 2030. Cacofonía de españoles infantilizados, con una idea fija en la frente, encajándola a garrotazos en una realidad que quizás no sea tan simple. Mientras juegan a tener razón, el campo se carboniza, gente muere abrasada.
Me cansé de mirar su juego de niños. Me cansé de mirar este fuego. Sólo me queda el mar.