Caminábamos Dani y yo por la playa de El Sardinero llevando a gala la única actividad que dos personas de nuestra edad y condición pueden encontrar divertida en una playa: ir de una punta a la otra con las manos atrás y los pies en remojo, hablando de esto y de aquello, recordando anécdotas que siempre nos hacen reír y callando al cruzarnos con cualquier chica guapa. De pronto les vimos. Serían seis o siete niños construyendo el castillo de Peñafiel en la arena en perfecta sincronía. Unos cavaban, otros achicaban aguas, otro más pequeñín iba y venía cargando cubos. Todos ellos tenían una misión asignada, y más que el complejo engranaje asimilado por cada eslabón lo que sorprendía era la perfecta ejecución del mismo.
No nos unimos Dani y yo al gremio de albañilería precoz por pudor, porque estarían los padres ahí mirando, supusimos, y ver a dos señores talluditos acercarse con extrema simpatía a un grupo de infantes siempre genera ciertas reticencias. Ya sabemos, prohibido divertirse con estos padres sobreprotectores, qué asco me dan. No nos acercamos, decía, por pudor, porque por ganas no sería; nada nos hubiese hecho más felices que coger una pala y empezar a cavar ahí mismo con la juventud. El hombre, por todos es sabido, sigue siendo un niño durante el resto de su vida, no renuncia nunca a su lado infantil, y ese es el motivo por el que se nos tacha de inmaduros. No acaba de irse del todo la pulsión por seguir jugando cinco minutos después del recreo, por divertirse un ratito más.
Y fue ese, precisamente ese, el tema que monopolizó la conversación con Dani el resto del paseo hasta llegar al último espolón. Pulsiones masculinas que acompañan a un hombre toda su vida. Nos salieron unas cuantas, claro. Ver obras, admirar hormigoneras, retroexcavadoras. El sonido de las motosierras. Aviones, helicópteros, cazas, cualquier cosa que vuele. Imaginar a qué animales ganaríamos en una pelea a muerte. Pronto coincidimos en una que nos hizo especial gracia: La afición absoluta por los mapas.
Como soy hijo de mi tiempo, yo no tengo mapas, yo tengo un móvil, y no necesito más porque mi móvil ya tiene todos los mapas del mundo escondidos en la aplicación que, junto a Spotify, más uso al día: Google Maps. Cada dirección, cada pueblo, cada discoteca, cada estadio de fútbol, todo lo tengo que ubicar en Google Maps. Hace unos años tenía un mapa colaborativo con algunos amigos con aquellos bares de Madrid que tienen Estrella Damm de grifo destacados, que no son tantos, de modo que si alguno de nosotros se encontraba perdido en, qué se yo, en Usera o en Tetuán, y el cuerpo le pedía un trago y, por qué no decirlo, un poco de catalanidad -ser madrileño todo el rato es agotador-, echaba mano del mapita a sabiendas de que alguno de nosotros ya le habría avanzado el trabajo.
Pero mi gusto por Google Maps no responde a un afán de explorador ignorado por mí, sino a uno de los mayores placeres a los que puede aspirar un hombre: esperar a ser amado por una mujer que no le ama. Porque pienso en ti y me imagino dónde vives ahora y cómo te queda de tu lugar de trabajo, en la combinación de líneas de metro que cogerás cada mañana y por qué calles pasearás antes de llegar al curro, y en la gigantesca vuelta que tienes que dar a Madrid si quieres irte, pongamos, a Gijón, a darte un bañito, y en qué pueblo entre Zamora y León pararás a echar gasolina y beberte una Cocacola con pincho de tortilla, y pienso también en el punto intermedio exacto que mejor nos vendría a los dos si uno de estos días te diese por querer verme.
Digamos que Google Maps es la última frontera que me separa de ser un paranoico, si es que no lo soy ya, una especie de consuelo que mitiga mis anhelos al imaginarme todas esas vidas que nunca viviré, todos los planes que nunca haremos y, aunque sea estéril, ya tengo organizados en mi esquema mental de las cosas. Hay un momento en el que todas las canciones te recuerdan a alguien, pero yo ese momento ya lo he pasado, yo ya estoy en la siguiente pantalla, en la que ahora son todas las distancias las que me recuerdan a ti, aunque Google Maps no me enseñe el camino más corto para salvar la más importante de todas, la que nos separa a los dos.
Santiago Motorizado canta en su último disco: Te busco en Google Maps y no te puedo encontrar. Te extraño y no sé dónde estás. ¿Dónde estás?