Una cuestión de tiempo

De doce personas, solo dos de ellos llevaban un reloj analógico. Me pareció triste, en general.

Recuerdo que una vez, trabajando en un bar, un señor acercó su reloj al datáfono con toda la normalidad del mundo, como si su hijo fuese Ben Ten, y pagó la cuenta. En ese instante no se me ocurrió otra cosa mejor que hacerle un chiste malísimo “Son las veintidós con cuarenta y siete, caballero” le dije con esa sonrisita pilla de quien busca una igual o mayor de vuelta. Aquel hombre me miró fijamente, negó con la cabeza mirando hacia el suelo y se fue sin despedirse. 

Me vino esta anécdota a la cabeza el otro día como un balonazo en el recreo, de sopetón y con origen incierto.. Después caí en que últimamente tengo el síndrome del coche de autoescuela (se llama así ¿no?).  Existe una teoría que dice que cuando empiezas a sacarte el carnet de conducir solo eres capaz de ver coches de autoescuela. Están en todos lados. Se paran en los mismo semáforos que tú y, de pronto, solo ves “eles” correteando por las lunas traseras de los demás. Dicen que pasa algo parecido con las embarazadas y los recién nacidos, que los ven por todas partes. Como el Sexto sentido pero con biberones.

A mi este síndrome me ha atrapado de nuevo, ahora estoy obsesionado con los relojes que lleva la gente. Tras más de diez años con el mismo Casio de pila infinita, cambié de reloj la pasada Navidad. Me hacía ilusión tener un reloj que me hubiese regalado mi abuela de mayor, quería ser consciente de lo bonito que es tener una herencia pegada a la muñeca. Una historia que traspasara agujas y mecanismos. Un recuerdo sometido a equis metros de profundidad. Así que ahora llevo un reloj que todavía no tiene mucha historia, pero que poco a poco va escribiendo la suya. Entiendo que es cuestión de tiempo, ¿no?

El casio (perdón por el chascarrillo) es que esta nueva obsesión me llevó hace poco a fijarme en las muñecas de los ponentes de un congreso al que asistí, y la decepción fue mayúscula. De doce personas, solo dos de ellos llevaban un reloj analógico. Es decir, más del ochenta por ciento de los ponentes llevaban un reloj inteligente. Un smartwatch (solo con leerlo se siente uno un yeyé). Los había de distintos tipos de esfera: redondos, cuadrados e incluso una especie de rectángulo que parecía más bien una manualidad del día del padre que un reloj inteligente. Me pareció triste, en general.

Más allá de que la tecnología se haya apoderado de nosotros a todos los niveles, y tampoco vamos a quejarnos de ello, me dio la sensación de que cada día que pasa somos todos más parecidos. Una especie de clones de Star Wars que piensan igual, decoran sus casas con los mismos muebles suecos y que se compran un reloj para hacer de todo menos mirar qué hora es. La vida moderna nos roba parte de nuestra identidad. Se apodera del mundo una especie de estética gris que hace que no nos comamos la cabeza de más y que nos sintamos fuera de una rueda que tampoco sabes muy bien cuál es. “Ser del rollo, bro” que diría cualquier pipiolo sentado en un banco del parque. Nuestra muñeca dice más de nosotros de lo que creemos. Nos da identidad. Carácter propio. 

Por eso, cuando vuelvo a Cádiz para pasar unos días, me gusta ponerme otra vez mi reloj Casio. Me hace cambiar el chip, así sabe mi muñeca que ahora lleva un reloj de acción. De buceo y pesca. De paseos por la playa, de horas de sol. Con cada reloj soy una persona diferente, la pena es que con los dos el tiempo pasa muy rápido.

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Una cuestión de tiempo

De doce personas, solo dos de ellos llevaban un reloj analógico. Me pareció triste, en general.

Recuerdo que una vez, trabajando en un bar, un señor acercó su reloj al datáfono con toda la normalidad del mundo, como si su hijo fuese Ben Ten, y pagó la cuenta. En ese instante no se me ocurrió otra cosa mejor que hacerle un chiste malísimo “Son las veintidós con cuarenta y siete, caballero” le dije con esa sonrisita pilla de quien busca una igual o mayor de vuelta. Aquel hombre me miró fijamente, negó con la cabeza mirando hacia el suelo y se fue sin despedirse. 

Me vino esta anécdota a la cabeza el otro día como un balonazo en el recreo, de sopetón y con origen incierto.. Después caí en que últimamente tengo el síndrome del coche de autoescuela (se llama así ¿no?).  Existe una teoría que dice que cuando empiezas a sacarte el carnet de conducir solo eres capaz de ver coches de autoescuela. Están en todos lados. Se paran en los mismo semáforos que tú y, de pronto, solo ves “eles” correteando por las lunas traseras de los demás. Dicen que pasa algo parecido con las embarazadas y los recién nacidos, que los ven por todas partes. Como el Sexto sentido pero con biberones.

A mi este síndrome me ha atrapado de nuevo, ahora estoy obsesionado con los relojes que lleva la gente. Tras más de diez años con el mismo Casio de pila infinita, cambié de reloj la pasada Navidad. Me hacía ilusión tener un reloj que me hubiese regalado mi abuela de mayor, quería ser consciente de lo bonito que es tener una herencia pegada a la muñeca. Una historia que traspasara agujas y mecanismos. Un recuerdo sometido a equis metros de profundidad. Así que ahora llevo un reloj que todavía no tiene mucha historia, pero que poco a poco va escribiendo la suya. Entiendo que es cuestión de tiempo, ¿no?

El casio (perdón por el chascarrillo) es que esta nueva obsesión me llevó hace poco a fijarme en las muñecas de los ponentes de un congreso al que asistí, y la decepción fue mayúscula. De doce personas, solo dos de ellos llevaban un reloj analógico. Es decir, más del ochenta por ciento de los ponentes llevaban un reloj inteligente. Un smartwatch (solo con leerlo se siente uno un yeyé). Los había de distintos tipos de esfera: redondos, cuadrados e incluso una especie de rectángulo que parecía más bien una manualidad del día del padre que un reloj inteligente. Me pareció triste, en general.

Más allá de que la tecnología se haya apoderado de nosotros a todos los niveles, y tampoco vamos a quejarnos de ello, me dio la sensación de que cada día que pasa somos todos más parecidos. Una especie de clones de Star Wars que piensan igual, decoran sus casas con los mismos muebles suecos y que se compran un reloj para hacer de todo menos mirar qué hora es. La vida moderna nos roba parte de nuestra identidad. Se apodera del mundo una especie de estética gris que hace que no nos comamos la cabeza de más y que nos sintamos fuera de una rueda que tampoco sabes muy bien cuál es. “Ser del rollo, bro” que diría cualquier pipiolo sentado en un banco del parque. Nuestra muñeca dice más de nosotros de lo que creemos. Nos da identidad. Carácter propio. 

Por eso, cuando vuelvo a Cádiz para pasar unos días, me gusta ponerme otra vez mi reloj Casio. Me hace cambiar el chip, así sabe mi muñeca que ahora lleva un reloj de acción. De buceo y pesca. De paseos por la playa, de horas de sol. Con cada reloj soy una persona diferente, la pena es que con los dos el tiempo pasa muy rápido.

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